APAGA LA LUZ

POR LUCERO REZA

Paso el tiempo mirando cómo se cae a pedazos la loza del techo. Veo cómo se filtran las lluvias por esos mismos fragmentos de techo desprotegido. No recuerdo cuándo fue la última vez que salí por la puerta que da a la calle. No me atrevo siquiera a asomarme por la ventana, de igual forma, aunque quisiera, no puedo, las sellé con plástico y cinta adhesiva. He tenido miedo de solamente pensar en aventurarme a ver qué es lo que queda. ¿Habrá más personas que sobrevivieron a eso? No lo sé. Prefiero subsistir con lo poco que me queda: carne de animales. No cualquier tipo de animal, de esos que me provocaba repugnancia comer. Y no quiero pensar en la manera en que le di caza a las ratas para comer su carne. Eso no fue lo peor.

Lo más difícil fue matar al perro. Tras acabar con todos los roedores que pude encontrar, no me quedó otra opción. Nos encerramos en el baño. Antes de que me mirara con sus ojos de cachorro decidí empuñar el tubo…

Quitarme la sangre de las manos fue cosa sencilla. Lo peor vino después cuando llegó la hora de dormir, las pesadillas me despertaban a cada instante. En ellas los aullidos del pobre cachorro llegaban de todas partes, de sitios indefinidos. ¿Valió la pena esta carnicería a costa de su cadáver? Cae en mi cabeza otro pedazo de loza. Estoy a oscuras. No me llegan más que los silbidos del viento, las gotas de lluvia que golpean los techos de lámina de las casas vecinas.  

Tengo frío, me envuelvo en las cobijas, me acurruco en el colchón sucio. Estoy sola desde hace días o semanas o meses. Qué importa, me digo, posiblemente un acompañante me hubiera traído más problemas, como reducir mi comida para compartir. Tal vez hasta más violencia, como les sucedió a algunas de mis amigas, que sucumbieron en manos de los hombres que más querían. Perdieron la cabeza después de compartir espacio con ellas, ya que se percataron de la clase de hombres que eran.

Pienso en el principio de todo. Las personas no hicieron caso a las indicaciones, repetidas hasta el cansancio, por todos los medios posibles: “Quédate en casa”. Sin embargo, el hambre y la necedad se impusieron a la prudencia. Repentinamente todos los medios de comunicación se llenaron de imágenes de los hospitales, de las fosas comunes que ya no alcanzaban a contener los cuerpos.

El aire se encontraba viciado de esos humores, muchos comenzaron a morir en plena calle. Ya nadie se preocupó de los cadáveres, los cuales se convirtieron en focos de infección, en rígidos desechos que apenas recordaban a la figura humana. Mientras tanto, de a poco dejé de saber de todos mis conocidos. Me encerré con las pocas provisiones que reuní antes de que las cosas empeoraran. 

Al principio mi mente se mantenía activa, pendiente de las cifras, de las dramáticas escenas que me llegaban. Paulatinamente perdí la calma, daba vueltas en el cuarto, incapaz siquiera de recordar lo que éramos antes del desastre. Arrojaba las sillas, los libros, cualquier cosa a la mano. Mi pobre cachorro se acercaba a que lo acariciara, para después darle de comer. Me quedé sin comida para perro. Compartí lo poco que me tenía, no mostraba mi disgusto al engullir la carne de los roedores. Luego tuve que tomar medidas extremas. Me quedé a solas.

Para ese momento ya había destrozado el módem, roto la televisión, arrojado contra la pared el teléfono. Sigo subsistiendo con su carne, sin preocuparme de revisar las otras habitaciones, sin preocuparme de mi aseo personal; yo que en otros tiempos (¿Cuáles?) detestaba la idea de pasar un día sin bañarme. Las paredes se hacen estrechas. 

En la noche veo las siluetas grises y rojas en los cristales de mi puerta. Me recuerdan a las pesadillas que tenía en mi infancia, cuando me aterraba ir a dormir, cuando ya todos en la casa roncaban. Eran parecidas a unos dibujos animados, de tonos sombríos. ¿Cómo sé que son producto de mi imaginación y no se encuentran realmente ahí? El miedo nocturno regreso cuando todo esto inició.

Me encuentro débil. Probablemente tenga una muerte lenta, mas con el cuerpo libre de ese mal. Me siento como si fuera una de esas veladoras que ponen en las iglesias, signo de una petición angustiosa, me consumo. Me mantengo fiel a la consigna, estoy en casa, estoy en casa, en mi isla, a punto de apagarme. 

Y no habrá nadie que sostenga mi mano, cierre mis ojos y se ocupe de mis despojos. Soy una veladora con una mecha corta. Soy una veladora a merced de la nada, era una persona, de eso me acuerdo a veces. Y aquí viene el soplo de viento a apagarme. 

“Quédate en casa”

“¿Lo hice bien, ¿verdad?”.

PERFIL IRRADIACIÓN

Lucero Reza (Ciudad de México, 1995). Egresada de la licenciatura en Letras Hispánicas. Docente y escritora ocasional.