POR DAN ZAMORA
Ese fue un día fatídico para la prisión.
Los presos estaban en el patio de descanso, los guardias en sus puestos de vigilancia, y alguien, una persona desconocida, del otro lado de la muralla, calculando la fuerza que debía utilizar para alcanzar la distancia y la altura requeridas.
Algunos fumando, otros sentados conversando, algunos mirando el cielo, pensando en qué tan poco nos mantiene en este planeta y en qué tan menos los mantenía encerrados en ese lugar.
La persona del otro lado de la muralla hizo sus cálculos y arrojó el objeto. Pero no con la suficiente fuerza.
—Hay un ramo de flores en el alambre de púas… —dijo un preso.
Otro también lo había visto y lo señalaba. En solo unos minutos todos los ojos estaban en el ramo. Los guardias hablaban entre ellos, los presos bromeaban y reían, algunos se mostraban más que desinteresados por el tema.
Se habló de eso durante el día, bromas fueron y vinieron durante el almuerzo. A la tarde salieron al patio de nuevo y las flores seguían allí, pero a esta hora del día los presos habían tenido más tiempo para pensar en sí mismos. Nada de otro mundo, simplemente en el hecho de que extrañaban a las personas importantes para ellos, simplemente que les hubiera gustado que ese ramo fuera para ellos, porque hay que aceptarlo, recibir un ramo de flores es lindo, no importa si eres mujer o varón.
La tarde pasó y llegó la noche, y con esta la cena, una cena un poco más silenciosa que el almuerzo, con solo unos pocos que ocultaban su silencio detrás de bromas y risas.
Luego de la cena llegó la hora de dormir, y la noche pasó larga, fría y solitaria para muchos, por no decir todos.
La mañana siguiente, después del desayuno, el patio se llenó de presos de nuevo y todas las miradas inconscientes y deseosas se concentraron en un punto, el ramo de flores amarillas que seguía en el alambre.
—¿Qué hace eso todavía ahí? —se quejaron algunos, otros continuaron con indiferencia en su rostro.
Los guardias habían considerado que, como tantos otros objetos que habían quedado enganchados en el alambre de púas en el pasado, las flores se quedarían allí hasta que, por acción del viento o de la lluvia, caigan solas, hacia adentro o hacia afuera. En realidad no les importaba mucho.
Una vez más, el almuerzo llegó, tan silencioso como la cena anterior, aunque esta vez más debido al desinterés que a la introspección. Por la tarde el patio se mostró más normal que el día anterior, los presos caminaban, corrían, fumaban, conversaban, miraban la vastedad del espacio en dirección al cielo.
La noche llegó un poco más silenciosa que el día anterior, los sentimientos de autocompasión crecían entre la sociedad que habitaba esas murallas con alambres de púas, en las cuales un desafortunado ramo de rosas amarillas se había atascado.
La mañana siguiente llegó y el desayuno los recibió con una sorpresa. Varios ejemplares del diario local se encontraban en las mesas. Los presos se sorprendieron por esto y se pelearon un poco por ellos, para leerlos antes que nadie.
Una tranquilidad inusual se adueñó de la sala, y un silencio causado por la sorpresa le siguió. Un par de risas nerviosas y un preso mayor que golpeó la mesa fuertemente con el diario y exclamó:
—Yo no soy un maricón.
La habitación quedó en silencio mientras guardias y presos lo veían alejarse, terriblemente molesto.
Porque algo es obvio, y las estadísticas no mienten, sí hay homosexuales y bisexuales en las cárceles, y si no los hay, a falta de mujeres, no hay nada mejor que otro hombre.
Los presos se miraron entre sí, buscando alguna expresión de sorpresa genuina en algún rostro o una mueca disimulada de felicidad. Pero no encontraron ninguna de las dos.
Lo que había molestado a ese hombre era una pequeña nota, casi imperceptible, de solo un par de párrafos, que hablaba de un pequeño ramo que había quedado atrapado entre esos alambres. Algún vecino lo había visto y otros habían visto a la persona que lo había arrojado, lo habían encontrado y le habían preguntado por el hecho. El joven que había arrojado el ramo sostenía que el hombre que amaba estaba dentro de esas murallas, que había estado allí por mucho tiempo, no especificó cuanto, y que esas flores eran una muestra de su amor, que él sabría quién era, y que no daría su nombre para evitarle problemas. El nombre que sí habían dado era el del joven, pero nada más que eso.
Bromas fueron, bromas vinieron. Ese desayuno pasó con conversaciones incómodas, intentando encontrar el objeto de ese amor tan puro y dueño legítimo de esas rosas amarillas, pero no pudieron descubrir quién era.
—Debe haberse equivocado de cárcel, ese maricón de mierda… —Se escuchaba por todos lados, aunque algunos anhelaban secretamente ser el amante de ese osado remitente.
El silencio que siguió al almuerzo fue bastante incómodo. Solo se veía interrumpido por bromas, todas llevando el nombre del joven, para ver quién reaccionaba ante él, tarde o temprano. Pero luego de elevar las bromas a su máximo potencial sin recibir la respuesta esperada, eran solo unos pocos los que continuaban con ellas.
Durante el resto del día las bromas continuaron, también las observaciones de aquel ramo, con rosas que comenzaban a marchitarse.
La cena llegó una vez más, y las bromas en boca de algunos también, que elevaban la voz un poco más de lo normal.
—¡Ya basta! —exclamó un preso bastante mayor y le asestó un golpe a uno de los bromistas. Y otro bromista le devolvió el golpe. Y otro preso mayor golpeó al segundo bromista. Y los guardias tuvieron que intervenir.
La cena terminó temprano y los presos fueron enviados a sus celdas antes de tiempo. Muchos tuvieron problemas para dormir esa noche y el insomnio se hizo presente en toda la prisión.
Los guardias discutieron durante la noche, habían decidido no quitar el ramo porque creían que en poco tiempo iba a pasar el olvido, aunque evidentemente se habían equivocado. Y el gracioso que había traído los diarios se merecía su reprimenda también, pero había sido interesante, como un experimento, y lo habían dejado pasar.
Al día siguiente las flores seguían allí. También los presos. Pero no los diarios. Eso era lo único que había desaparecido.
Esta vez fueron varios presos los que se quejaron en voz alta sobre la presencia de las flores. Como si fueran una muestra de su tan evidente soledad.
Pasaron un par de días más hasta que se escuchó al primer preso que derramó un par de lágrimas por la noche. Otros también lo habían hecho, pero en silencio. La mañana siguiente algunos esperaban una risa nerviosa, una broma, oír el nombre del joven una vez más, pero nada de eso sucedió. Tal vez porque los bromistas se estaban tragando sus propias lágrimas.
En los días siguientes comenzaron a llamar a sus familias, buscando algo de afecto, perdido hace mucho. Los que recibían visitas tenían los sentimientos a flor de piel. Llantos, abrazos, besos, caricias. Algunas visitas simplemente silenciosas.
Algunos estallaban ante la simple voz de sus familiares con una respuesta negativa, elevando la voz, maldiciendo, a veces con reacciones más personales.
Mientras las flores se secaban en el alambre de púas, los sentimientos encerrados de los presos variaban. Ya no las miraban, las evitaban con la mirada, como si al ignorarlas fueran a desaparecer, junto con esos sentimientos que los desbordaban.
Lo que siguió, después de días y semanas de eso, fue algo que nadie se esperaba.
Nadie hablaba de ello.
No sucedía nada extraño.
Las caricias eran silenciosas.
El afecto indetectable.
Los momentos a solas eran solo entre dos personas.
—No hay maricones aquí.
Solo personas.
Personas necesitadas de afecto.
Las visitas de sus familiares eran tan frecuentes como antes del incidente. Sus reacciones eran las de siempre. La frecuencia y el largo de las llamadas habían vuelto a la normalidad. Los sentimientos de los presos no.
No todos lo hacían, pero los más solitarios lo necesitaban. Los más violentos lo entendían. Los más reacios lo ignoraban. Los guardias pretendían no saber que pasaba.
Porque en una sociedad cerrada, en la que gobierna la tensión, la violencia, el abuso de poder y la indiferencia, a veces, el afecto, la comprensión y las caricias son necesarios.
El tiempo pasó, las flores se secaron, unos pocos pétalos marrones cayeron dentro de la muralla, y eventualmente, el ramo seco cayó como peso muerto fuera, ayudado por el viento, como un cadáver olvidado hace mucho. Los momentos de dolor y de encuentro disminuyeron, y la prisión volvió a ser lo que siempre había sido. Pero con una huella que algunos recordaban, y otros preferían olvidar.
Nacido en Tucumán, Argentina, en 1994, Dan Zamora es un hombre trans, escritor aficionado y traductor inglés-español. Actualmente es presidente de la asociación civil, Ayelén Biblioteca Popular de Cultura LGBT+, donde también desempeña su trabajo allí como bibliotecario.