POR ANDROS E. R. AGUILERA
Solo se puede decir algo si se ha aprendido a hablar; está claro que al querer hablar uno no tiene que hablar, como tampoco tiene uno que bailar al querer bailar. LUDWING WITTGENSTEIN
Inés quiere bailar. Lo veo en sus ojos. Ese brillo, como el sol en los charcos que deja la lluvia. No sabía cuánto lo extrañaba, hasta ahora que lo contemplo de nuevo. Refleja su optimismo. Ella no tiene idea de cómo moverse, pero no se desanima. Le basta con escuchar la música, con ver a esas parejas sacándole brillo al piso, como gaviotas revoloteando en la costa. Y su ánimo vuela. Dicen que la actitud es lo que cuenta. Entonces, basta con desearlo. Así de simple, así de fácil.
Ella es de esas personas que creen en el poder de su mente para obtener todo lo que desean del universo. Yo creo en otro tipo de atracción; una más terrenal y humana. No en esas tonterías del universo. Prefiero al Aleph falso y esquivo de la calle Garay y no el de Cohelo… Quizá por eso el único brillo en mis ojos es el reflejo de los faroles que ya empiezan a encenderse.
Le digo a Inés que se está haciendo tarde. Ella responde que es una tarde hermosa. No se mueve ni un milímetro. Tan cerca del subterráneo y tan lejos del departamento. Parece que estamos jugando a las vencidas. La danza eterna del tiempo, entre la vida y la muerte. Se supone que yo sí sé bailar. Lo sabe. Le conté mi historia. Trato de no suspirar demasiado fuerte, mientras paso ambas manos sobre mi rostro. Ella conoce todos mis estados de ánimo detrás de cada tipo de suspiro mío. Con suerte, lograré fingir cansancio físico. Me sobo una rodilla para darle mayor credibilidad, y percibo que su calzado no es el que me mostró antes de salir: lleva tenis morados en vez de los zapatos cafés.
No sé por qué imagino el close up de unas zapatillas de punto erguidas para mantener el equilibrio, machacando en el proceso los dedos del pie. Y recuerdo que la sílfide Taglioni dijo que tenía una lesión de rodilla cuando en realidad estaba embarazada. Sacrificio y mentira. Las máscaras de la perfección. Extiendo mi mano frente a Inés y le digo: ¿me permite esta pieza, señorita? Ella se sonroja, duda. Le toca fingir sorpresa. Su mano en mi palma se siente como si el viento me regalara una moneda. Con la cara altiva, avanzamos a la improvisada pista de baile, mientras maldigo, para mis adentros, aquella remota tarde en que mi padre me inscribió a clases de danza.
Bailar es coordinación; fue la explicación que me dio cuando le pregunté por qué debía aprender danza antes que futbol. En aquel entonces, yo era el chico que nadie quería en su equipo durante las clases de educación física y, al igual que Inés ahora, quería encajar, ser otro anónimo en la eternidad del tiempo, ese vaivén de péndulo que parece danza o hipnosis. En vez de eso, pasé mis fines de semana atrapado en el salón de baile, dentro de un centro comercial, cuyas paredes, para colmo del escarnio, eran de cristal: ventanas o espejos; mi martirio multiplicado ante mis ojos y las miradas consumistas de terceros. El teatro de la vergüenza pública.
Shame!, diría injuriosa la monja ceñuda de ese programa televisivo mientras agita un cencerro. Suena la campana de la catedral y pienso en que esta tocada —como mis padres solían llamar a los bailes callejeros de sus barrios— me hace sentir como un crío. Me veo de vuelta en la pantomima ridícula de la contradanza española, que ejecutaba frente al resto de la escuela y de los padres de familia, en cierto día festivo.
Qué necesidad, murmuro. Por suerte, el ritmo de la cumbia cubre mis palabras. Baila, baila esa cumbia. Mueve, mueve la cintura. Inés está frente a mí y me mira fijo sin dejar de sonreír. El primer punto está cubierto. Mi antigua torturadora, la maestra Ter, creía que lo fundamental en el baile de pareja era la confianza. Para ello, antes de cada nueva lección, nos obligaba a contemplarnos a los ojos durante cinco minutos seguidos, sin desviar la mirada, sin parpadear en exceso.
Mi primera pareja de baile fue una chica demasiado alta, esmirriada y de pelo rizado. Junto a ella, yo parecía un simio tratando de escalar una palmera. No obstante, tras ese concurso de miradas me sentía confundido y me sonrojaba al verla; ¿había descubierto el amor o sólo compartíamos una experiencia traumática? A la primera acrobacia, no podía ser de otro modo, la chica me cayó encima sin que la confianza tratara de meter las manos por nosotros.
Los dedos de Inés están fríos. Helada espalda del tiempo compartido. Es sencillo, le digo; son ocho tiempos. En el fondo, también lo digo para mí. Punta derecha atrás, levanto la izquierda y regreso el paso derecho. Es como caminar con epilepsia; a trompicones. Inés, que intenta ser mi reflejo, ríe. La ironía es mi escudo contra la vergüenza. Qué bueno que ría. A mi profesora no le hizo gracia el mismo chiste. Metí la pata y me obligó a ensayar los pasos con la variante del pie cruzado o paso del borracho sin parar, como títere de Gran Guiñol atrapado en la repetición infinita de un diabulus in música, hasta que azoté en el suelo entarimado.
Hay un tiempo para bailar y otro para callar, me dijo. Por eso solíamos llamarla Frau Troffea, en vez de miss Terrwyn. Yo sigo creyendo que le quedaba mejor Salomé. Porque lo nuestro era la manía de san Juan: bailar hasta que el cuerpo aguante, hasta perder la cabeza, como quería Mago de Oz. Recuerdo, a propósito que, en el grabado de Hendrik Hondius, parece que todos los coreo-maníacos están en pijama. Quizá por eso los bailarines van en mallas. Por suerte, yo llevo pantalones. Una vergüenza menos.
Inés parece asimilar los pasos, aunque se nota rígida. Me acerco a ella, pongo mis manos en su cintura y le digo que debe combinar el movimiento trepidatorio de los pies con el movimiento oscilatorio de la cadera. Es un breve desajuste, pero se pone nerviosa y su rodilla aterriza en mi entrepierna. Cecilia, mi segunda pareja de baile, más ad hoc a mis dimensiones de hobbit, siempre me atinaba en esa zona. Nuestra común torpeza nos hizo amigos, y luego nos tocó aprender zumba.
La primera instrucción fue que uno de nosotros debía dar un paso lateral, de modo que nuestros hombros ya no estuvieran alineados. Después, que las puntas de los pies rozaran los talones de nuestra pareja. Ser próximos y estar entrecruzados. Su cabello olía a manzanas y pasto recién cortado. Le gustaba escalar árboles. El primer paso formal me hizo tragar saliva. Pero, para sorpresa de ambos, no hubo accidentes dolorosos ese día. No obstante, tanto roce nos inquietó involuntariamente. En el argot de la tarima tras bastidores, se le llama torta cubana a la zumba, porque lleva pierna y huevo; sobra decir que mi segunda compañera de baile fue la primera en otras actividades físicas.
Inés acerca sus manos a mi bragueta como si me hubiera derramado algún líquido e intentara limpiarme. Pero en seguida retrocede. Se pone roja. Esta vez no es una actuación. En un arrebato, se me escapan las palabras que tantas veces repetí durante aquellos años de aprendizaje: fíjate, Ceciliiiaaa.
Mi torpeza no sólo es motriz. Ni estudiando latín se libra uno de la incontinencia verbal. Debí pensarlo mejor antes de dar el primer paso: caecus si caecum ducatum praestet, ambo in foveam cadunt. Un ciego que guía a otro ciego: choque seguro. En seguida, se me ocurre una idea. Recupero mi postura erguida y le digo: cecilium es cielo en latín; más el diminutivo… cielito. Miento. Inés parece confundida, pero asiente. Lo que más detesta es pasar por ignorante. Toma mi mano de nuevo y le doy una vuelta. La siguiente canción que tocan es una de Gardel. La banda callejera hace gala de diferentes registros.
Recuerdo que cuando nos tocó aprender tango, varias compañeras iban a festejar sus quince años, por lo que la maestra intercaló esas lecciones con las de vals. Inés posa su mano izquierda sobre mi hombro, imitando al resto de parejas. Me susurra al oído: tendrás que guiarme de nuevo. Y me pregunto si lo he hecho alguna vez. Hacemos la pantomima de la seducción, pero no deja de pisarme.
Antes, durante las primeras citas, nuestros pasos se sincronizaban al cabo de un par de minutos caminando juntos. Y tras unos meses, lo mismo sucedió con los colores de nuestra ropa, sin un acuerdo verbal de por medio. Veo ahora mis zapatos cafés con tierra y suspiro. En una breve pausa de la voz cantante, le digo que suba sus pies a los míos. Parece una muñeca de trapo entre mis brazos. Imagino que jugamos rayuela. Entonces escucho a la voz cantante: Percanta que me amuraste en lo mejor de mi vida, dejándome el alma herida y esplin en el corazón.
Reconozco la canción. Inés pregunta si eso es español. Es lunfardo, digo como si fuera una explicación y trato de seguir la letra. En los quince de Cecilia, cerramos el baile con esta misma canción. Me la concedió antes de romper conmigo. Y yo coreaba en su oído esa parte que dice: para mí ya no hay consuelo, y por eso me encurdelo pa’ olvidarme de tu amor. No puedo decirle lo mismo a Inés, así que mejor le susurro al oído: y si vieras la catrera como se pone cabrera cuando no nos ve a los dos. Aunque no entiende, baja la mirada. Ya van varias noches que ella se queda dormida en su estudio y me deja solo en la cama.
Pasamos frente al vocalista y el muy gracioso me dice: es tango, amigo; no vals. Lo que entiendo es que los pies también recuerdan. Inés se siente incómoda, exhibida, y se baja. Pero no puedo frenarme. Ahora yo la piso. Y perdemos el ángulo recto con la banqueta. Mientras vamos trastabillando y empujando a todas las parejas que nos cruzamos, imagino que estamos en una danza de la muerte. Por fin caemos sobre la batería y hacemos un escándalo de platillos y tambores. Somos calaveras que se derrumban en un puzzle de huesos. Hay un tiempo para bailar y otro para caer.
El universo nos ignora; somos polvo insignificante de estrellas muertas, pero tenemos la atención de todos aquí. El polvo mira al polvo. Inés se levanta como resorte con la cara roja. Mira en derredor y me reclama: nunca había pasado una vergüenza así en toda mi vida. Creo que la vida es una serie de pasos en falso y matizo: hasta ahora. Inés se indigna más, agita las manos como gaviota tratando de remontar el vuelo y patea un platillo en el suelo. Si esto fuera un teatro de verdad, tendríamos un haz de luz sobre nosotros, como tenemos las miradas. Tal vez, pienso, si interpreto movimientos de ola, el accidente pase por un performance vanguardista como los de Isadora Duncan. Total, ya estoy en el suelo. Y vuelvo a suspirar. Inés advierte que mi mente está en otro lado; me gruñe de nuevo, da media vuelta y se aleja, abriéndose paso entre la muchedumbre chismosa.
Cuando el afecto hace mutis, siento que no siento lo que debería sentir. Estoy triste, pero al mismo tiempo aliviado. ¿A qué jugamos cuando queremos bailar? Puede ser que la respuesta sea un sinsentido. Mejor callar. Mejor no preguntar. Querer no es poder. Y no podemos creer en un Dios que no baile o que no juegue futbol. Sacudo mi ropa con calma y decoro. Veo el cielo oscuro. Ya es de noche. Cuando subo al metro, anegado por la voz de Raphael en un disco remix, veo una moneda en el suelo. Parece que estoy de suerte. Puede ser mi gran noche.
Andros E. R. Aguilera. (CDMX, 1998). Estudió la Licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ha colaborado en diferentes revistas, como Penumbria, Senderos filológicos, (an)ecdótica, LIJ Ibero y Revista Zur.