POR ENRIQUE GAXIOLA
El viejo observa la puerta. Cree que en cualquier momento se va a abrir con un estrépito. Aunque más que una creencia, es una esperanza. La luz de las sirenas atraviesa la única ventana en la sala. La noche ha caído antes de que él o la vieja adelante, quien ve la televisión, se dieran cuenta. Una luz estroboscópica, a veces azul, a veces roja, ilumina el rostro de aquella esposa que a veces siente lejos, y a veces siente tan cerca que lo ahoga. Él piensa en levantarse y preguntar qué carajos ha pasado afuera, ¿por qué hacen tanto ruido? Pero ve la andadera un poco distante y reconsidera la idea.
La vieja se levanta del sillón. Camina hacia la puerta principal a paso lento.
—¿A dónde vas? —dice el viejo.
—Con la Chayito. Ahorita vengo.
—La Chayito ya no vive, mujer.
La vieja se detiene. Observa a lo que parece ser la nada, con esa mirada perdida que tanto saca de quicio a su esposo. Suelta un «ah, ya veo». El viejo se pregunta si ella irá a llorar como lo ha hecho en otras ocasiones, cuando le ha dicho que alguna amiga, o que su hijo, o una hermana murió. Pero no. La vieja solo se queda quieta, viendo la nada. Abre la boca, como para decir algo, pero se queda a la mitad de la acción. Da media vuelta y se dirige a la cocina. Prepara agua en una tetera y la calienta sobre la estufa.
—¿Qué haces, mujer?
—Preparo té, gordo. De jengibre, ¿quieres?
La luz estroboscópica sigue afuera, toda la habitación es alterada por los colores artificiales de la patrulla. El viejo logra vislumbrar algunas siluetas, una cinta amarilla que separa la escena del crimen y un joven tirado a mitad de la calle. Cree también distinguir el uniforme de uno que otro policía. Entonces sí fueron balazos lo que escuché, piensa el viejo, creí que eran cuetes. El sol acaba de ocultarse.
—Justito ya se tardó mucho, ¿no? —dice el viejo.
—¿Quién? —dice la vieja mientras sale de la cocina.
—Tu nieto, mujer.
—Ah, ya, ya.
—Salió en su bici hace como una hora y no ha vuelto.
—Sí, sí, Justito. Sí, Justito.
La vieja se sienta de nuevo en el sillón. Ve calladamente la tele, incluso el ruido de la novela de las siete es tenue comparado con el cuchicheo afuera de la casa, en la escena del crimen. El viejo observa cómo la gente se congrega alrededor de lo que parece ser un joven muerto a mitad de la calle.
—Sí te acuerdas, ¿verdad?
—¿De qué, gordo?
—De Justito, mujer. ¿Lo recuerdas?
—Ah, sí, sí. Es el hijo de Justo, ¿no? Tan lindo el niño. Me pregunto cuándo vendrá a visitarnos.
El viejo abre la boca, está a punto de hablar, pero se queda a la mitad. Hoy no se atreve a lastimarla de esa manera. Fue hace rato que murió el hijo de ambos, junto a la nuera, y solo quedó el chamaco. Aunque siente cercano todavía aquel día cuando recibió la llamada, e incluso siente más cercana la fecha cuando fue a la SEMEFO y vio aquel rostro en estado de putrefacción. «¿Es este su hijo?». «Sí, este es el mío». Desde entonces Justito cuida de ambos viejos, vive con ellos en la misma casa.
La vieja se levanta y camina de nuevo a la cocina. Empieza a limpiar el comedor con un trapo. El viejo no deja pensar que su nieto ya se ha tardado demasiado. Hace más de una hora que agarró la bicicleta roja y se fue pedaleando. «Voy por leche, abue, ahorita vengo», había dicho.
—Justito ya no es un niño —dice el viejo.
—Ah, ¿sí?
—Sí. Ya tiene veintitantos. Es todo un hombre.
La vieja deja el trapo. Lo coloca descuidadamente cerca de la estufa. Se sienta en la mesa de la cocina. El viejo sigue hablando, aunque no recibe respuesta. Empieza a enojarse tras no escuchar la voz de su esposa. Decide seguir viendo el espectáculo afuera, con las siluetas al otro lado de la ventana. Han llegado reporteros. Hay más policías. Hay una bicicleta roja tumbada ahí, muy cerca del cadáver del muchachito a mitad de la calle, pero el viejo no alcanza a vislumbrarla.
El viejo ocupa de todas sus fuerzas para levantarse y alcanzar la andadera. Camina hacia la cocina. La vieja está sentada en la mesa y tiene la boca abierta y mira al vacío y el viejo se sienta lentamente junto a ella. Aún con manos temblorosas, decide acariciarle el cabello a su esposa. Después la mejilla. Ella sonríe. Pregunta si todo está bien y él le devuelve la sonrisa. Quiere abrazarla, pero no cree que su propio cuerpo decrepito aguante tanto estirarse. Le coloca la mano sobre la pierna a ella.
—¿Si nos vamos de viaje? —dice el viejo.
—¿Cómo? ¿A dónde, gordo?
—A dónde sea. Tú elige.
La tetera suelta un pitido. El viejo se levanta y utiliza todas sus fuerzas para ir a apagar la estufa. Agarra, con manos temblorosas, una taza. Prepara el té de jengibre.
—Te gusta mucho Mazatlán, ¿no? —dice el viejo, de espaldas a la vieja.
—Uy, sí. Me gusta mucho Mazatlán. Mi familia es de allá. Sí sabías eso, ¿verdad?
—Pues vamos a visitar a tu familia, ¿qué dices?
—¿A mamá? ¿A papá?
El viejo camina con una taza en mano. Deja el té caliente sobre la mesa y se sienta.
—A tus padres. A tu hermana. A quien tú quieras.
—Pero mi hermana ya no vive allá, gordo.
—Pues antes de ir para Mazatlán, vamos a visitar a tu hermana, ¿qué dices?
—¿Te darán permiso en tu trabajo, gordo? Suena a muchos días de vacaciones.
—Pues claro, mujer. No te preocupes por eso.
—¿Y podemos llevar a Justito con nosotros?
El viejo sonríe.
—Por supuesto, mujer. Nos lo llevamos.
Enrique Gaxiola (Ciudad Obregón, 1995) es escritor, o intento de escritor; que, alguna vez cuando tenía diecisiete años, ganó un concurso estatal con un cuento que nadie leyó. Y aunque la literatura mate, no parará, porque escribir historias que nadie lee ya es en sí un síntoma de estar un poco muerto.