POR HUGO DÍAZ
Se tomó de la baranda. Luego apoyó la cintura e inclinó el cuerpo levemente hacia adelante, inhaló y exhaló, como si después de esa limitación de hierro, brotara del río el aire necesario para sus pulmones. El agua marrón empezaba a ser aplastada por el color rosado que bajaba a esa hora de la tarde. Ya se intuían los brillos lunares quebradizos en las oleadas cortas que golpeaban la orilla. El verano hacía que desde la isla del frente se desprendiera el aroma pesado de una recién formada foresta, asaltando temporalmente la brisa y llegando de una manera pastosa a la piel de la cara de quien esperaba y miraba su reloj. Fueron tardíos los gestos de calcular, de hacer cuentas, porque antes se quedó por unos segundos largos escrutando al velero blanco y al tripulante que parecía realizar la misma acción que él: observar el reloj. Pudo columbrar el cielo que dejaba espacios oscuros donde las estrellas se movían como haces de luces finas. No era de noche todavía. El que esperaba llevaba la concentración al hombre del navío que estaba quieto, sin acción alguna. Una lancha pasó por su lado con saltitos y un ruido de avispa solitaria en fuga que se prolongó hasta disminuir por completo, como si fuera tragada por las aguas que abría, imitando una herida en el deslizamiento. Al girar la cara al flanco izquierdo entendió con el rabillo del ojo que el tripulante llevó las manos al abdomen y luego se las miró. Cuando lo vio de lleno movía los brazos en forma de saludo o llamado de atención. El hombre que aguardaba no hizo caso.
Recordó que Laura siempre había sido la que esperaba en ese mismo lugar. Y lo recibía con semblante de silencio hospitalario, el entrecejo ceñido y la mirada arrinconada al lado opuesto de su llegada. Pablo creía que era un estado de meditación o un singular interés por el río rugoso en un paisaje envuelto en día agónico, y no debía ser sofocado por un saludo de enamorados. Entendió todo cuando el domingo anterior, en el departamento de ella, Pablo la oyó argumentar sobre la relación desigual que mantenían. La recordó desnuda, la piel olivácea, recortando los rayos solares del mediodía y también el cigarrillo aplastado con vehemencia en el alféizar.
El hombre del velero trabajosamente caminó hacia la proa. Realizó unos movimientos bruscos al tomarse con las manos el estómago. Pablo quiso entender, pero lo distrajeron unos muchachos que se detuvieron cerca de él. Uno de ellos cargaba una bolsa de carbón, el otro, botellas de vino. El que tenía el pelo más largo apoyó la carga y la cadera en la baranda y comentó que antes de fin de mes debía empezar a preparar las materias para la facultad. El otro, entre risas, dijo que no fuera tan nerd y que se dejara de joder, no debía pensar en esas cosas un viernes. Se negó a seguir escuchando la conversación y levantó la mirada. La luna redonda y fofa parecía querer librarse de un cielo ajeno a ese horario. Volvió al tripulante que había regresado al lugar de antes y realizó señas con los brazos, después se dejó caer. Un bocinazo alertó a los muchachos que partieron con velocidad hacia el auto que recién llegaba. El hombre tumbado en el velero parecía asombrarse del cielo profundo y limpio. Pablo escuchó la voz de Laura que lo llamó por su nombre. No tardaron en discutir. Y en ningún momento se percataron de la sangre opaca como un crepúsculo maduro manchando el casco de la embarcación.
Hugo Díaz. (Rosario, Argentina). Estudió Letras. En la actividad literaria comenzó escribiendo poesía. Algunas de ellas fueron publicadas en antologías. En género cuento ha obtenido premios en distintos concursos literarios como el primer puesto en el IV Concurso Litteratura de Relatos y Poesía, Barcelona. También colaboró en revistas literarias nacionales y del extranjero. Ha publicado Lazos brutales, cuentos (2020) y la novela El mal del reflejo (2021).