POR RODOLFO RUIZ VÁZQUEZ
Me han puesto en aislamiento. Aparte de la charola de comida que me entregan por una rendija de la puerta, tengo derecho a platicar con un loro que se posa en el alféizar de la ventana embarrotada, al cual he decidido contarle mi historia para que la propague por el mundo. Si un renglonero de medio pelo se la apropia y la firma con su nombre, me vale un pito. Adelante: que se la adjudique Juan de Urdibuenas o Juan de Urdimalas, pues será una historia más perdida entre el fango de historias que se publican a diario. Yo quedé tablas con Dios confesándome con el loro. Me mueve sólo el interés de que se sepa la verdad de lo que ocurre en la casa de la risa.
Llevaba una racha encomiable de buen comportamiento, que me costó muchas mordidas de lengua y suspiros de dragón, pero volví a tener un desplante. Cuando con la aguja de la tornamesa le piqué el ojo a la enfermera en pago de un jeringazo aplicado con maliciosas risillas, me confiscaron mi adorado tocadiscos. Quedé advertido de que una más y me pondrían en aislamiento. Los elepés de música clásica, huérfanos en los estantes, parecían una parvada multicolor perchada en el exilio luego de que su amada isla circular se hubiera hundido en el caliginoso ponto que es la bodega de objetos confiscados.
Bien la llaman “la casa de la risa”, pues en este tipo de instituciones las risas abundan de lo lindo. Lo curioso es que no prorrumpan en ellas los locos, sino los cuerdos que asisten ahí. Cuando se reúnen a chacotear en corros o en parejas, ya sea en los pasillos o en el patio, los enfermeros y cuidadores se desternillan como demonios, atormentando a los que han sido encerrados contra su voluntad y que si de algo no tienen ganas es de reír, mucho menos de escuchar la algarabía de terceros; burlándose en especial de mí, de mis pantorrillas canijas, mi aspecto desgarbado, mi fea catadura, mi gordura, mi locura.
Los que peor parte llevamos somos los locos que, encima de nuestra locura base, por así llamarla, quesque padecemos, a manera de locura satelital, gelotofobia, a saber, un miedo irracional a las risas, que nos hace creernos blanco de ellas sea o no el caso, aunque siempre lo sea como de fijo lo sé yo. Su servilleta, además de esquizofrénico paranoide, dizque es un gelotofóbico hecho y derecho. Llevo diez años encerrado en el Hospital San Juan de Dios y puedo jurar y rejurar que en todo este tiempo la tónica ha sido la misma; nada nuevo hay bajo el sol; same old shit, different day, como dirían por ahí. Y no hay sedantes y ansiolíticos que a un “gelotofóbico”, como me diagnosticaron, le sirvan cuando sus paredes, lejos de estar acojinadas como salen en las películas, son de una muy débil tablarroca que podría romper fácilmente en noche oscura; el problema sería sortear la barda de cinco metros y no quedar como pollo rostizado en el alambrado eléctrico. No necesito muelles muros que me impidan reventarme la cabeza cuando las carcajadas cumplen la tarea de maravilla, haciendo añicos mis vidriosos sesos. Con la tornamesa al menos podía eclipsar las risas, subiendo el volumen a los decibelios permitidos.
Audífonos no se nos permiten, porque a decir del director promueven el ensimismamiento y malsanas cavilaciones que nos predisponen contra las monsergas motivacionales que el doctor Berceuse nos encaja en las terapias de las seis. Todo un personaje, Berceuse. Es grueso y de estatura mediana. Su rostro, blanco y afeitado al ras, tiene una consistencia de harina. Su cabeza es grande, como un melón que te invita a partirlo con un machete. De su quijada y de su cuello, donde se insinúan, como una sombra azul, las espinas incipientes de una barba pujante, emana en constante y fresco efluvio el aftershave. Debajo de la manzana de Adán, el cuello de camisa, limpio y reluciente, brilla como una gola almidonada. Los dedos regordetes salen de las mangas de la bata a modo de palmitos. La expresión amable que comunican las facciones en su conjunto, aunada al atildamiento de su persona, lo hace ver como un angelote rechoncho, bueno y obediente, similitud que se acentúa todavía más cuando habla con ese tiple todo dulzura que le es característico.
Fue Berceuse quien me diagnosticó la mentada gelotofobia y quien cada tarde, a las seis en punto, nos da cátedra para que le echemos ganitas. A él le debo todo. En fin. Ahora, sin tornamesa, tenía que embucharme la cacofonía, por no decir cacafonía. A falta de un contacto directo con el director, privilegio del que me priva mi historial violento, le había escrito miles de cartas pidiéndole estableciera orden entre los empleados, pues también las de intendencia y las pinches de cocina participan, cuando se da la oportunidad, en el desparpajo y desternille a boca llena.
Me metieron a la casa de la risa a la fuerza, viéndose forzada a ello quien más me temía, es decir, mi exesposa. En este país, donde las risas te acometen en cada esquina, es necesario, por lo menos, un condominio con vigilante y púas en los muros, en una de esas zonas que llaman “residenciales”. Por mero interés económico y para mi desventura me casé con una ricachona que, tras la luna de miel, se reveló la hembra más risueña de México. La relación estaba destinada al fracaso. Y vaya que se cansó de que su buen humor le costara azotes de puertas, jarrones rotos e insultos a bocajarro. La pulverización de sus figurillas de Swarovski desbordó su paciencia. Al día siguiente consiguió el divorcio y que me internaran en el San Juan de Dios.
Eso lo entiendo, porque al bufón le está prohibido escupirle al público, y también entiendo que no estoy en condiciones para reintegrarme a la sociedad. Sólo pedía silencio. Si iba a estar encerrado entre paredes de tablarroca, prefería escuchar el gorjeo de las aves y el rumor del viento entre las hojas, provenientes del parque contiguo al sanatorio, a las risas de cuidadores y enfermeros, de pinches de cocina y empleados de intendencia. Le escribía al director, y era como hablarle a la pared.
Un día ocurrió algo inesperado. A mi cuarto entró una chica encuerada, internada hacía poco, y se me ofreció toda brazos abiertos y tetas anhelantes. Yo, que por los medicamentos y mis principios teológicos tengo las pelotas más secas que unas nueces, tomé una toalla y, mientras ella intentaba toquetearme la verga, la envolví ceñidamente en la toalla hasta dejarla como una momia, la abracé fuerte para restringir sus movimientos y llamé a gritos a los cuidadores, explicándoles a su pronta llegada lo que había ocurrido. Lo palmario de la situación y el diagnóstico de la chica confirmaban mi testimonio: ella, aparte de lurias, era ninfómana. Fue puesta en aislamiento, y yo quedé como el caballero de la vieja escuela, hecho todo un héroe. La vigilancia en torno a mí se aligeró bastante, al grado de que podía pasearme a mis anchas por los pasillos, solo y mi alma, sin la enfadosa compañía del cuidador que antes había escoltado mis pasos.
Obligué con mi gesto al director. Y él, a su vez, me obligó con un detalle harto postergado. Aunque su bondad no le alcanzó para poner orden a las risas, me indemnizó la tornamesa que me habían confiscado luego del desplante aquel con una bocina inalámbrica con radio digital integrado. No me impuso un límite de volumen, excepto durante las horas de sueño.
Yo estaba feliz, de nuevo provisto de un condón sonoro para protegerme de las idosas risas. Al estrenarlo una tarde, dispuesto a sintonizar De Concierto 102.7, el aparatejo se encendió por default en una estación de jazz. Tocaba un trío conformado por batería, contrabajo y piano. La música estaba tranquila, y aunque el jazz no es santo de mi devoción, no cambié a De Concierto porque la línea melódica estaba interesante y porque el sonido de la tarola rasgada por la escobilla me inspiró una calma profunda. Era una grabación en vivo, como lo adveraban las voces y el ruido de vasos-y-vajilla de fondo. Siguieron una, dos canciones más, y en una pausa el presentador dijo que, en vista de lo que habíamos escuchado y de lo que aún quedaba por escuchar, era evidente que The Village Vanguard Sessions era no sólo un pilar del jazz, sino un hito en la historia de la música; por la influencia impresionista abrevada de Debussy y Ravel, las manos de Bill Evans habían insuflado, a juicio del presentador, un aire refrescante a la escena del jazz; el ruido de fondo generado por los asistentes —voces, susurros, el repicar entre cubierto-y-porcelana, el cristalino choque entre dos copas— eran otros tantos instrumentos en esas sesiones memorables de 1961, sentenció.
Habiendo hecho estos elogios, continuó la música. No cambié la estación. El disco de veras estaba agradable, aunque lo de Debussy y Ravel lo sentía exagerado; hubiera preferido escuchar a Ravel o Debussy y no a un imitador de. Bill Evans no toca mal, pero abusa de los mismos recursos, su registro tonal es limitado, y carece del virtuosismo que exigen los Études de Debussy o Gaspard de la nuit de Ravel, por mucho que haya copiado el cromaticismo de las piezas más accesibles de ambos.
Pero lo dejé correr, en parte para corroborar que el presentador le echaba mucha crema a sus tacos y en parte, lo admito, por la fascinación hacia una música facilona pero dulce al oído. Y en eso, como a la tercera o cuarta pista, oí algo: risas. Risas de mujer. Eran las más ofensivas carcajadas que había escuchado en años. Las de mi cara mitad, las de la pinche de cocina y las de los pinches cuidadores se quedaban cortas. En un principio creí que había sido la de intendencia, pero la frase en inglés que siguió a la estridente algazara, emitida por la misma voz y articulada con la fluidez de una hablante nativa, retiró mis sospechas de hombros de una mujer que malhabla el español, ni se diga el inglés, que seguro ni conoce.
Con los quintetos de Boccherini, grabados en una iglesia por el sello Harmonic Legend, había llegado a oír trinos de pájaro en los momentos más silenciosos, registrados en el disco por un descuido del ingeniero de audio, pero nunca había escuchado, en una edición en vivo de las sinfonías de Beethoven o de las sonatas de Scriabin, francas carcajadas, ni siquiera risas. Toses, sí, y muchas, pero nunca esto. Y al segundo estrépito jocoso, la maquinación y el ludibrio quedaron expuestos: desde 1961, con dotes prescientes, esta vieja sabía que en la tercera década del siglo XXI un conocedor, o sea yo, escucharía el disco con actitud condescendiente. En resumen, se estaba burlando de mí, de lo que a su juicio era petulancia. Y como la vieja probablemente ya estuviera muerta, y aunque siguiera viva yo ignoraba cualquier cosa sobre su persona y no podía desquitarme con la perpetradora del crimen, pues nada, tomé la bocina inalámbrica, salí de mi cuarto y recorrí a trancadas el pasilllo hasta meterme a la oficina de Berceuse, chivo expiatorio en cuya voluminosa choya azoté el aparatejo.
Quedó noqueado, pero se recuperará, pues tiene cabeza como para recibir varios mazazos al mismo tiempo. En cuanto a mí, extraño mi musiquita, aunque agradezco que las paredes de concreto de la celda de máxima seguridad me eximan de escuchar las risotadas de los cuerdos que, supuestamente, deberían cuidar y compadecer a los locos.
Rodolfo Ruiz Vázquez (Ciudad de México, 1987). Narrador y ensayista. Su trabajo ha aparecido en las revistas Punto de Partida, Punto en Línea, Narrativas, Nocturnario, Marabunta, Almiar, Primera Página, Kopek, Bitácora de Vuelos, Codalario, Altura Desprendida, Casapaís, Eslavia y Ritmo.