POR HÉLARD ANDRÉ FUENTES PASTOR
Cuando leí la novela del escritor y sociólogo peruano, Omar Encinas Mendoza (1985), Nos falta un perro (Náufrago, 2022), me pregunté: ¿por qué y desde cuándo se les dice “perros” a los militares en Perú e incluso en otros países latinoamericanos? En realidad, mi inquietud nació hace muchísimos años con la lectura de La ciudad y los perros (1962) de Mario Vargas Llosa que, en ese entonces, nos exigían en el colegio o en los estudios preuniversitarios como parte del temario que se debía repasar. La obra del nobel arequipeño no solo marcó un precedente en la literatura nacional, además estableció una suerte de corriente en torno a las narrativas de carácter militar desarrolladas al interior de las escuelas de formación y que es muy distante del corpus cronístico que se desarrolla en novelas sobre guerras y conquistas. La reciente publicación de Encinas ratifica la existencia de una línea vargasllosiana en la novelística peruana, cuyo contenido está marcado por exponer el quehacer político, social y cotidiano al interior de las escuelas militares, así como la construcción discursiva respecto de la expresión “perros”.
Rosa Boldori (1965) afirma que Vargas Llosa emplea el calificativo de “perro” para denominar a un novato que soporta las leyes de la ciudad, en una sociedad profundamente estratificada, y que, a su vez, al integrarse (o devolverse) a la dinámica ciudadana, impone la “ley”, ratificando la impostura inicial. Aparentemente, la obra de Mario marcó un precedente en el empleo de la expresión “perro”, tal cual fue documentado por el historiador Enrique Chirinos Soto en su Historia de la República (1985), donde recoge la analogía entre “cadete” y “perro”, sustentado en un significante alternativo.
Aunque no he encontrado una referencia antigua, salvo la que aparece en la novela peruana profundamente comentada y estudiada, según un apunte en la revista Cuadernos Políticos de 1975, una práctica común era que los cadetes más antiguos llamen a los nuevos “perros” y los fuercen a una serie de ritos como la imitación de animales. Aquellas apreciaciones se desprenden de Vargas Llosa, por lo tanto presumimos que dicha manera de “tratar” (nos referimos al nombre) debió instalarse en las escuelas militares durante la primera mitad del siglo xx y fue ampliamente difundido después de los años 50 o 60, pues también existen referencias de carácter testimonial en otros autores que pertenecieron a la milicia como el líder etnocacerista Antauro Humala, que ante la siguiente cuestión: “En ese año (1985) de su egreso ocurrió la masacre de Accomarca, en la que el también subteniente Telmo Hurtado fue responsable de esta lamentable masacre a sesenta y nueve campesinos… ¿Acaso ambos —Hurtado y Ud.— son promocionales?”, responde lo siguiente: “No; él es dos años más antiguo que yo. Fue —en la escuela militar— mi ‘aspirante’ (cadete de tercer año) cuando yo era ‘perro’ (cadete de primer año)” (Saldaña, 2007, p. 33). Otra acotación se encuentra en los cuentos de Roberto Vergaray cuando advierte que “perro” es un “cadete recién ingresado en las Fuerzas Armadas o en el Colegio Militar Leoncio Prado” (2004, p. 12). Asimismo, he leído otro fragmento de Cristóbal Colque de Bolivia, donde se lee que “así como los de mayor rango castigaban a los estudiantes del Colegio Militar, éstos cuando se gradúan hacen lo mismo con los conscriptos a quienes llaman sarnas, perros o mostrencos” (2006, p. 87).
En consecuencia, no cabe duda que el histórico diálogo: “Un perro, mi cadete. / Entonces, ¿qué haces de pie? Los perros andan a cuatro patas” en la obra de Vargas Llosa, marcó la producción de otras narrativas sobre la “intimidad” en la formación militar de nuestro país, tal es el caso de Julio Camargo (2011), que recogió una serie de testimonios de jóvenes de la Escuela Militar de Chorrillos de los años 60 y 70; pero también en naciones próximas a la realidad peruana, por ejemplo, en Bolivia con Gilfredo Carrasco (1975). En cualquier modelo, la palabra “es el apodo despectivo que les dan los alumnos de las clases superiores, detalle significativo, dice Vargas Llosa, porque muestra que ‘los propios estudiantes conciben el colegio como una especie de ascesis, de aprendizaje de la virilidad. Para merecerla se requiere pasar por ciertas etapas. Hay que soportar sacrificios, humillaciones y violencias para ganar el título de cadete, es decir, para convertirse de perro en hombre’” (Harss, 1969, p. 428). Lo cual consideramos pertinente remarcar para el planteamiento de un peruanismo considerado por algunos autores (Campa, 2019).
He mencionado, o por lo menos he querido dejar constancia, que esos afanes míos de pesquisa durmieron algunos años hasta la lectura de la novela de Omar Encinas (2022), el cual nos coloca ante una historia que desnuda la dinámica castrense para revelar que muchos de los usos y costumbres, es decir, la cultura en dicho sector no ha cambiado. En términos literarios, continúa siendo un espacio hostil, rígido, violento y profundamente machista, donde aparecen personajes sumamente detestables como el técnico Alvízar o los cabos Cruz y Quinteros, incluso el capitán Cáceres, y a su vez, aquellos que ganan una condición de heroicidad como resultado de la crítica a los “valores” establecidos en el ámbito militar (el caso del sargento Medina) y de aquellos que, más bien, son víctimas del sistema o régimen (el caso del cabo Apaza o de Chacón).
En efecto, Danilo Medina Gonzales, personaje central de la obra, sargento, es un narrador que en primera persona expone, a modo de monólogo interior, dos aspectos centrales: 1). Su proceso de interiorización sobre la dinámica de sus pares, mayores y subalternos en el cuartel, y 2). La trama propiamente dicha respecto a la búsqueda que emprende ante la desaparición del cabo Apaza, primero de manera sigilosa e intuitiva y luego como parte de una misión que le encarga un mayor apellidado Manrique.
A través del sargento Medina, cobra protagonismo el aborrecimiento que siente el cabo Apaza frente a la vida diaria que se vive en el cuartel, no solo por el entorno agreste, sino por la gente corrupta e intransigente que se aprovecha de los más inocentes e indefensos, como aquel soldado que es llevado con engaños sobre un “tapado” a un cerro, antes de su desaparición. La experiencia de Adolfo Apaza Mamani, en el verbo de Medina, nos aproxima a la percepción social que se tiene de los cuarteles y las escuelas de formación militar, a veces como el trampolín para el ascenso socioeconómico, la válvula de escape a las carencias de muchas familias o el lugar donde se corrigen los malos hábitos, la indisciplina, a punta de maltratos que, como sociedad, hemos institucionalizado e instalado en la mentalidad colectiva. Una tercera situación se produce cuando es pensado como un espacio para la formación de la hombría, dada la preocupación de muchos padres tradicionales, ortodoxos, por una absurda afirmación de masculinidad clásica que fuerzan en sus hijos.
La responsabilidad no es de la institución propiamente dicha, sino de lo que las autoridades han proyectado de la misma por largos quinquenios, y que los citadinos (civiles), en el trato cotidiano, han extendido dentro de los imaginarios sociales, para decir lo siguiente: si no quieres ser pobre, si no quieres volverte maricón, postula a una institución militar; si eres “bruto” y buscas un sustento económico, o si buscas disciplinarte, ingresa a una institución militar. Lo cual no necesariamente debe ser así, tal y como expone Omar Encinas, con un personaje que habla de la “convicción” de “ser militar”, de la importancia de redefinir los roles al interior de los cuarteles, de reformar dichos espacios y dignificar los diferentes grados de instrucción.
Uno de los momentos atractivos de la obra se encuentra en los párrafos finales, cuando el cuerpo de Apaza es encontrado por Nina y Medina, en el perímetro de las instalaciones de una fábrica; ambos inmediatamente fueron acusados de homicidio. No voy a revelar quiénes fueron los verdaderos criminales, ni los motivos que tuvieron para matar al cabo, lo que puedo decir es que, a veces, una sociedad que juzga, bastante prejuiciosa, no solo conduce al arrinconamiento de sus ciudadanos, sino a escenarios fatídicos producto de decisiones desesperadas que buscan encubrir algo más que una actitud déspota (de la que ya sabemos); además, la expresión de una sexualidad poco tolerable en las instituciones castrenses de cualquier región y país, como es la homosexualidad o el lesbianismo. Un argumento atrapante y que permite múltiples reflexiones.
FUENTES
Boldori, R. (1965). La ciudad y los perros: novela del determinismo ambiental. Revista Peruana de Literatura, 5.
Camargo, J. (2011). Años de oro. Impresión bajo demanda. Lima.
Campa, C. (2019, septiembre 9). Peruanismos en La ciudad y los perros, de Vargas Llosa. CIDEHAMETEBENENGELI. Blog de Carlos Campa Marcé para la enseñanza de la literatura. http://ccm-cidehamete.blogspot.com/2019/09/peruanismos-en-la-ciudad-y-los-perros.html
Carrasco, G. (1975). El caldero. Casa Municipal de la Cultura Franz Tamayo.
Chirinos, E. (1985). Historia de la República: 1930-1985. Editores Importadores S. A.
Colque, C. (2006). Dos Bolivias. Bolivia mestiza europea. Bolivia india autóctona. S. E.
Encinas, O. (2022). Nos falta un perro. Náufrago.
Harss, L. (1969). Los nuestros. Sudamericana.
Saldaña, P. (2007). Conversaciones con Antauro Humala. Juan Gutenberg Editores.
Vergaray, R. (2004). El libro prohibido y otros cuentos. Alpamayo.
Hélard Fuentes (Arequipa, Perú, 1990). Historiador y escritor. Realizó sus estudios superiores en la Universidad Nacional de San Agustín de Arequipa. Autor de más de medio millar de artículos periodísticos. Ha publicado diferentes libros, entre los cuales podemos mencionar: Marco Aurelio Denegri: de la palabra al pincel (Sociedad Minera Cerro Verde, 2018), Diccionario biográfico de escritoras, maestras y artistas (Edición del autor, 2019), Voces de la poesía peruana (Parihuana Editores, antología, 2021), La noche de los mil carajos (Parihuana Editores, novela, 2021), Mis días con Raúl (Editorial Gato Viejo, novela, 2022) y La sombra del camino (Cascahuesos Editores, poesía, 2022).