POR DIEGO LÓPEZ BACILIO
Al inicio de su recorrido, el jirón Quilca es un camino peatonal que inicia en el lado sureste de la Plaza San Martín. Desde su cruce con jirón Camaná hasta la avenida Wilson, se realiza una actividad que le da características distintivas frente a otras calles, jirones y avenidas del Centro de Lima; en Quilca se venden libros, de todo tipo, en pequeños locales se ofrecen textos nuevos, usados y muchas ediciones piratas.
Buscar un librero que venda libros piratas no es algo difícil. Todos tienen, combinados con las ediciones de segunda, las llamadas “copias”. Libros impresos en papel bond, con suerte tipeados, aunque abundan los escaneados en pésima calidad. Esto sucede porque la mayoría son minoristas, solo compran libros, no producen.
En el 225 del jirón Quilca, dentro de un callejón que alberga tres puestos de venta de libros, un hombre apuesta por ofrecer copias piratas de mayor calidad a sus clientes. Su nombre es Adán, tiene 35 años, es delgado y de talla promedio. No tiene un local como tal, su espacio es apenas dos estantes, uno pegado a la pared y otro atrás suyo.
Estos estantes miden un poco más de dos metros y albergan novedades editoriales de Alfaguara, Anagrama, Planeta y muchos libros del Instituto de Estudios Peruanos. Esto lo diferencia de otros locales, así como la calidad del papel y las encuadernaciones. Son libros piratas que se parecen mucho a los originales ¿Por qué Adán tiene estos libros y otros no? ¿Por qué otros lugares no tienen la variedad que ofrece Adán? No es ningún temor a la ley. La venta de ediciones piratas es un negocio que se hace a plena luz del día. Tampoco es por una especie de información privilegiada que posee Adán frente a otros libreros. La decisión de incluir entre las ofertas cierto libro, depende de la demanda de los clientes y de la popularidad del texto o de la editorial. Adán no ofrece rarezas, sin embargo, sus colegas de otros puestos solo tienen ediciones piratas con lo de siempre: Ribeyro, Arguedas, Vargas Llosa y alguna investigación periodística sobre la época del conflicto armado interno.
Un puesto pequeño pero bien surtido que a primera vista parece la aventura de un principiante, y no solo por el contraste que genera con los puestos vecinos, sino también por la actitud y el desenvolvimiento de Adán. Cuando atiende a sus clientes, sus oraciones son puntuales y con pocas inflexiones de voz. Por este motivo, los vendedores cercanos a su puesto, lo interrumpen para “ayudarlo”. Estos viejos libreros de cabelleras canosas y de frentes amplias que anuncian una calvicie, hablan con un tono amable y didáctico, sonríen buscando transmitir que lo que venden no solo es un libro sino también una aventura. Adán, por el contrario, pocas veces sonríe y su voz es tan plana que no es ni cortés ni grosera.
Cuando recibe estas “ayudas” de sus colegas, Adán ni se inmuta; no se molesta, ni agradece, apenas asiente con la cabeza. Esta humildad que parece de aprendiz esconde el silencio de la experiencia. El ligero acné en sus mejillas, sus ojos pequeños y el rostro inexpresivo ocultan los doce años que lleva vendiendo libros de todo tipo.
— No te debe ir muy bien en el negocio— le comento.
— No, me va bastante bien, las ventas han mejorado. Quizá aumente mi puesto— dice Adán, con esa mirada inexpresiva que yo confundo con una máscara que oculta pena y vergüenza de no ser un buen vendedor, de no ser un buen librero.
Lo cierto es que Adán parece fuera de lugar en Quilca. Se diferencia mucho de los viejos libreros que pasan sus tardes fumando y esperando clientes. No tiene el cuerpo de un sedentario lector que ahonda en material de segunda y que usa lentes porque tiene la vista desgastada. Adán, por el contrario, es esbelto, no usa lentes y hasta parece que puede ver desde su puesto hasta la plaza San Martín. Esto sucede porque el negocio de Adán no es la venta de libros, es la producción de libros piratas.
— Lo que pasa es que muchos ayudantes de libreros viejos como yo se dan cuenta que hay más ganancia en lo pirata que en lo de segunda. Comienzan vendiendo y luego les entra el bichito de sacar sus propias copias piratas. Los que tienen presupuesto compran una fotocopiadora industrial y los que no, una impresora— comenta un viejo librero de una especie de centro comercial de libros, en jirón Camaná, llamado “El mundo de los libros”.
El tipo es un hombre mayor, unos setenta años, cabello blanco, lentes y una tos horrible que parece no detener su afición por encender cigarrillo tras cigarrillo. Cuando comentó sobre los productores de libros piratas, estaba sentado en su perezosa y hojeaba un libro de Borges. Esta parece su rutina de siempre, ya que, cuando llegó un cliente preguntando por un libro de Hemingway, balbuceó los nombres de algunas obras del autor norteamericano y luego llamó a su ayudante, un muchacho que apenas tendrá veinte años, que acudió apresurado a buscar sobre las rumas de libros.
El muchacho en cuestión se llama Piero, tiene la voz algo chillona e incluso infantil, cualidad que contrasta bastante con la de su jefe. Su tiempo como ayudante de librero no es mucho, apenas un año y medio. En ese tiempo, indica que ha observado a jóvenes ayudantes como él, intentar apostar por producir libros piratas, sin embargo, fracasaron por falta de presupuesto e imposibilidad de luchar contra la competencia.
Esto último es algo muy característico del Perú respecto a la piratería; no son producciones esporádicas y pequeñas, existen personas que se dedican a piratear libros a gran escala. En un reportaje del 2013 del semanario Hildebrandt en sus Trece, realizado por el periodista Ghiovani Hinojosa, se nombra el notorio caso de Samuel Nonajulca Morocho, detenido en abril del 2004 con treinta mil libros piratas. Este sujeto tenía toda una red de imprentas y almacenes en distintos barrios de la ciudad de Lima: dos en Comas, dos en Breña y uno en Cercado de Lima. Sus ediciones piratas llegaban a otras regiones del Perú como Trujillo, Tacna, Tarapoto y Huancayo. Incluso hasta Bolivia, a través de Puno.
Otra persona que producía grandes cantidades de libros piratas era Silvia Medrano Yupanqui, alias “Tía Silvia”. Esta mujer lideraba la banda denominada “La familia” y operaba en cuatro imprentas en los barrios de Puente Piedra, San Martín de Porres y Callao. Todo su material era vendido por camiones en la galería El Dorado, en el centro comercial Mesa Redonda; un lugar céntrico, a escasas cuadras del Palacio de Pizarro, sede de la presidencia del Perú.
A pesar de competir en desventaja con las “grandes empresas” que producen libros piratas, muchas personas deciden “emprender” este negocio. Uno de ellos es Adán, lo hace desde hace cinco años y parece que su trabajo ha rendido frutos. En una posterior visita, el puesto de Adán ya no era solo unos estantes pegados a la pared; ahora el local frente al suyo le pertenece. De alguna manera, destronó al antiguo dueño y ahora tenía toda una habitación con títulos diversos y con un orden que lo diferenciaba del único librero vecino que le quedaba en el callejón. Su nuevo espacio no está atiborrado de libros, se puede transitar y hasta ponerse a conversar en el lugar.
El primer cliente que vio el puesto ampliado de Adán fue un hombre de unos sesenta años, que tiene toda la apariencia de un profesor; tiene el cabello canoso, un bigote espeso y descuidado, lleva un traje marrón gastado y un maletín con el logo de la editorial San Marcos. Era un cliente conocido, un casero. Cuando entró al callejón que alberga el local de Adán, no observó el puesto de al lado.
Saludó a Adán y lo felicitó por la ampliación. Luego observó los ejemplares que estaban a la venta y escogió un libro de Umberto Jara, Ojo por Ojo. Adán lo sacó del estante, le quitó el plástico que lo protegía del polvo, entregó el libro a su futuro dueño y recibió quince soles por un texto que en una edición no pirata vale cincuenta soles.
Aquellos treinta y cinco soles de diferencia forman parte del promedio de treinta y nueve millones de dólares al año que mueve la piratería en el Perú, según la Cámara Peruana del Libro. En teoría, este delito se puede denunciar, pudiendo ir hasta tres años preso. Sin embargo, un paseo por Quilca, Amazonas o Grau (otras sedes de la piratería) confirma que hay pocas o nulas denuncias de este tipo.
Para frenar esta desventaja, en el 2020, se creó una ley que exonera de impuestos a la venta de libros. Pero esto tampoco parece tener efecto, siguen circulando ediciones piratas y surgiendo nuevos productores de libros piratas como Adán. Tipos con la mirada serena de un apostador que ve en una ruma de libros una posibilidad de ganancia monetaria. Nada los detiene, sus ediciones piratas incluso copian la contracubierta que señala: “Prohibida la reproducción parcial o total de este libro sin la autorización expresa de los editores”.
La rutina de Adán confirma que él apunta a convertirse en un mayorista en la producción de libros piratas. Casi no tiene tiempo para hablar, siempre es interrumpido por algo. La mayoría de veces no son clientes, son otros libreros que le solicitan textos diversos. También está su celular, el cual revienta de notificaciones y de llamadas que lo hacen salir corriendo con un par de libros bajo el brazo.
— Como vivía cerca comencé a trabajar de ayudante. Teníamos carencias y con eso apoyaba en casa. Era algo que no necesitaba mucho esfuerzo, así que me agradó— dice Adán y luego no toca más el tema sobre su infancia o su familia. La parsimonia de su actitud es un muro para no ahondar en su pasado. Lo cierto es que esta cualidad en su personalidad le ha servido para ser imperceptible. Cuando va por la calle, y cuando habla, es imposible pensar que aquel treintañero va camino a convertirse en un mayorista de libros piratas.
Pocas veces lo ví leyendo un libro, sin embargo, puede hacerle frente a universitarios, docentes y aficionados. Sabe de qué libro hablan y cuál puede estar relacionado al tema que buscan. Esto sucede porque Adán escucha a sus clientes, algo que no es muy común en los viejos libreros. Muestra de ello, es que tiene novedades, en su mayoría, en temas de historia del Perú y estudios sociales. Su especialización son las editoriales: Instituto de Estudios Peruanos, Fondo de Cultura Económica, Fondo Editorial PUCP y Fondo Editorial UNMSM.
— A veces vienen y me piden tal libro y no lo tengo. Entonces, pregunto el nombre, la editorial y de qué trataba. Busco el pdf en internet y, si no hay, compro el libro. Luego, a los días, ya tengo unas cinco copias en mi puesto— dice Adán.
Al preguntar a muchos libreros, que incluyen dentro de su oferta libros piratas, por su accionar, éstos se justifican con la siguiente frase: “Yo traigo cultura al pueblo”. Esto es muy cierto, sin embargo lo que ofrecen queda reducido a autores conocidos y muy pocos estudios recientes. Adán, sin proponérselo, le da una aire nuevo a la oferta pirata para ese “pueblo”.
Diego López Bacilio (Los Olivos, Perú, 1999). Por ahora, estudiante de periodismo y trabajador part time. Hace años escribí una descripción que resume mis actividades y a mi persona: “Sincero floro sobre cualquier cosa. Algún día escribiré algo” (Actualización: la revista Letras y Voces publicó un cuentito mío).