POR RAMSÉS GUERRERO ARROYO
Cuatro, cero. Dos números arábigos trazados en un pizarrón verde y viejo, números grandes y dibujados con tiza blanca. Dos números sin significación pero que adquieren sentido insertos en el calor de las doce de la tarde y el polvo del parque de San Carlos, más que parque trozo de tierra sin pasto, con ocasionales rocas y dos o tres juegos de hierro oxidado que no han visto a un niño en décadas. Son vitoreados o abucheados por una tribuna que grita, pinta dedo, mienta madres, reza a Dios o ya de menos miran. Acompañados por el comercio en triciclos: chicharrones preparados, dulces, raspados, tepaches, cigarros y como que no queriendo la cosa una cerveza o un pitufo, pero que no vea el poli porque les quita el permiso municipal.
Ahora sí, cuatro a cero es una condena, una goliza, una madriza, una arrastrada, una humillación.
Dos números -cuatro, cero- se convierten en la bendición de unos y la desgracia de otros. Se gesta una guerra polvorienta. Son dos bandos que transforman el parque de San Carlos en Waterloo, las Termópilas, Leningrado, la Granada árabe o cualquier escenario que se narre por medio de dos bandos. Los textileros (4) contra los refresqueros (0) a ratos se sienten napoleones, romanos, griegos o hernanes contra wellington´s, púnicos, persas o mexicas. Se sienten históricos y universales, quizá sin saber que lo sienten.
Pero como este cuento es mundano y modesto no hablaré ni de los textileros ni de los refresqueros, mucho menos de personajes universales o históricos, me limitaré a hablar de dos obreros, Mauricio el refresquero y Belisario el textilero. Además, contaré esta historia de cero a cuatro, porque es más pesado cargar una derrota que una victoria aplastante. Faltan diez minutos para que el árbitro chifle el final del partido y chifle el partido.
Mauricio: centrocampista de los refresqueros, veintiocho años, cabello y ojos negros, bigote malogrado, piernas y brazos fuertes pero con un poco de barriga. Parado ahí, jadeando, mirando cómo se desenvuelve el partido a unos metros de él, se siente como clavado en el centro del mundo. El sudor le resbala por la frente, le sudan las axilas, el cuello, la espalda, las patas. Sí, las patas. Porque en este momento está en situación de bestia, alerta, depredando y como un tameme de la derrota cargando sobre sí el peso de un circular cero. Siente los muslos calientes, le duele la espalda, la cabeza y la planta de los pies –o patas. Diez minutos son impensables para ganar pero suficientes para el gol de honor, para el peor es nada; un gol que le demuestre al mundo, a Dios o de menos a la tribuna, o de menos a Belisario que nadie humilla dos veces a Mauricio y sale impune.
Belisario: delantero de los textileros. Piel blanca, ojos marrones, barba malograda, delgado y flexible, ojeroso y malencarado. Orgullosamente autor de dos de esos cuatro goles. Se siente como parado en la cúspide del mundo, pero solo se halla en la cúspide de su cuatro. Se muestra despreocupado, soberbio, mirando de reojo a Mauricio y burlándose con sus amigos, incluso hace como que bosteza o flexiona sus miembros cuando descansa un poco. Maneja el balón con lentitud pero seguridad: toca, pasa, toca, pasa y de poco en poco pone la esfera cerca de las puertas del paraíso.
Desde las rechinantes gradas antes blancas, ahora color café oxidado con pedazos amarillentos y sucios, Lucía observa a Mauricio desmoronándose a cada minuto. Lo ve con el rostro mojado de sudor o de lágrimas, ya no importa. Sus rostros, marido y mujer, se compungen juntos, a veces incluso se encuentran las miradas tristes como uniéndose en una misma pena. Lucía recuerda aquella tarde en la que su marido fue liberado de la prisión y volvió a casa con los pelos despeinados, los ojos llorosos y la cabeza baja. Incluso olía diferente, como a sudor de anciano, como a sueño encerrado o a tristeza irremediable.
Los pensamientos de Lucía los interrumpo, porque de pronto el balón le cayó al Pichangas, jugador de los refresqueros. Con sus fuertes piernas se va por los linderos, corre tan fuerte que su cara morena se deforma y sus miembros al moverse botan las venas. El Pichangas tiene cinco posibles pases cercanos al centro, es cosa que decida a quien dársela. Pero el desgraciado pretende reventarla desde donde está, es mayor su egoísmo que sus ganas de anotar y como consecuencia obvia no logra más que volar el balón. Pinche cremoso, le grita una voz irreconocible.
Regresando a lo de Lucía. Belisario era líder del Sindicato de Trabajadores de Textiles, Mauricio su secretario y mano derecha. Organizaron juntos una huelga que duró veintinueve días, exigían prestaciones de ley, mejores condiciones en el lugar de trabajo y la firma de un contrato colectivo. Uña y mugre, Belisario y Mauricio. Todo perfilaba para la victoria sindical a pesar de los esquiroles, las amenazas y los miedos, poco a poco el sol salía para los textileros. Por desgracia el corazón de los hombres tiende a corromperse y un buen día, sin aviso previo, Belisario declara que se levante la huelga. El líder los traicionó y solo él sabe lo que habrá ganado a cambio, pero entregó todo, incluso a su amigo. A Mauricio lo acusaron de violencia, daño en la propiedad, amenazas y demás cargos que le imputaron en el ministerio público para luego mandarlo a las celdas de ingreso, nunca recibió respaldo del sindicato. Ya en la prisión lo pusieron tierno a punta de patadas, jalones de oreja y una que otra asfixiada en un balde de agua. A los treinta días Mauricio salió de donde quiera que lo tuvieran, Lucía hizo todo lo posible para que lo liberaran y lo logró. Camino a casa, Lucía se puso a leer todos los papeles que su marido traía bajo el brazo: carta de aceptación de debido proceso, acuse, carta firmada de confidencialidad, acuse, carta de buen trato en el penal, acuse, renuncia sin derecho a finiquito, acuse, renuncia del sindicato, acuse, renuncia de derechos sindicales, acuse, renuncia a la dignidad humana, acuse.
En el campo, Belisario tiene la bola y se va por todo el centro. Hay que reconocer que será un cochino traicionero pero domina muy bien el balón. Se baila al Miguelón, se baila al Huerta, se baila Mauricio, se baila al Pulque y se baila a los diez que están en la cancha. Pero el décimo primero, el arquero, detiene como un dios ese cañonazo que iba con saña. Ojalá eso hubiera hecho con los cuatro goles pasados.
Dicen que Dios aprieta pero no ahorca, francamente a Mauricio sí le magulló el pescuezo. Fuera del penal parecía todo más claro, se retiraron cargos y no se siguió ningún proceso. El detalle es que iba apestando a obrero revoltoso, no encontraba trabajo en ninguna fábrica porque ningún sindicato lo aceptaba y ningún sindicato lo aceptaba porque no era trabajador. Días, semanas, meses, dos años de desempleo. Las tripas fueron más fuertes que la tristeza y se metió de chalán, vendió cosméticos en el tianguis, luego vendió pollo en el mercado y fue cargador en la Merced. Lucía con su vientre de tres, seis u ocho meses de embarazo lo acompañaba, vendía por catálogo, gritaba precios. Andaban por ahí luchando por la supervivencia como un José y una María, en un Egipto que era más bien una Ciudad de México desencantada. No podría decirse que se mantenían, pero de hambre no murieron. En una de esas es cierto que Dios aprieta pero no ahorca, porque después de dos años lo aceptaron en una fábrica de refrescos en el área de envasado.
Otra vez el Pichangas la tiene, de nuevo por los costados. Solo que esta vez no llega muy lejos, se le van directito a la rodilla derecha y queda torcido y tieso en el suelo nuestro héroe. Nadie marca falta y alguien del lado de las gradas de los refresqueros dice que el árbitro estuvo jugando en favor de los otros todo el tiempo. El Pichangas sale de la cancha y genera confusión porque iban justos, ninguno de más, no tenían cambios ni planes b. Hablan un rato con el árbitro y les acepta que jueguen diez en la cancha, total ya solo quedan cinco minutos. La misma voz que antes decía que el árbitro jugaba con los textileros ahora dice que así mejor, muy suave para el álbitro, que van a jugar diez contra doce y la gente se ríe.
Había pasado mucho tiempo desde la traición y Mauricio había guardado en una cajita, muy al fondo de su ser, ese rencor que le tenía a Belisario. Pero cuando organizaron el torneo de fútbol entre fábricas y se enteró que iba con la de textiles, le renació el odio. Se preparó como un profesional para el partido, incluso cambió dieta y hacía como que meditaba aunque se quedaba dormido. Mauricio se jugaba la dignidad aquella tarde y la iba perdiendo. Incluso había llevado a su hijo para que presenciara la venganza, suerte que se quedó dormido con el calor de la tarde. Ta madre, ni siquiera en la chingada cancha le pude ganar, pensaba una y otra vez. Habló con Dios desde el minuto veinte en que le habían metido el primer gol, le pidió perdón por sus pecados en el segundo, con el tercero suplicó y ahora más que hablar le exigía: el del honor, el del pinche honor, por decencia o lástima, diosito.
Sea por los rezos de Lucía, las súplicas de Mauricio, la pecaminosa soberbia de Belisario, fortuna o casualidad, sea por lo que fuere, a Mauricio le cae en el pecho el balón y lo baja con un estilo que solo se ve en las cinemáticas de los videojuegos. Se lo pasa al Pulque que corre con el balón como un desesperado, Mauricio aprovecha y se acerca al área. Uno de los otros, de los Textileros-Belisarios, de los malos pues, el mismo que le torció la rodilla al Pichangas trata de repetir la fórmula pero no le sale en esta ocasión. El Pulque pasa suave a Miguelón, no quiere que le rompan una rodilla porque la incapacidad la pagan al sesenta; a Miguelón no le gusta tener responsabilidad alguna, él solo se apuntó al fut porque le gusta echar caguama después del partido, se la pasa a Mauricio, pero no está listo todavía, así que la regresa; Miguelón siente pánico porque de pronto adquiere consciencia de que no sabe jugar fútbol y cargando todo el pesar filosófico del conocimiento de uno mismo se la devuelve al Pulque, pero es que el Pulque en serio no quiere que le rompan la rodilla y con un pase bombeado la hace llegar a Mauricio que ahora sí está listo. La patada. En unos segundos que se prolongan hasta un no tiempo, pasan milagros: el hijo despierta para presentir a su padre alzarse, Lucía siente un inmenso amor por Mauricio, Belisario siente miedo e incluso un poco de arrepentimiento. El destino de este cuento se concentra en ese gol que al final sí ocurre para liberar al traidor y al traicionado. Ese gol que sí fue, no para ganar, pero al menos para dignificar. Mauricio no festeja por modestia o pena, pero se siente aliviado. Sabe que al final de esa tarde la vida seguirá siendo dura pero al menos es un uno a cuatro y sus anales mentales lo recordarán como aquella vez que no ganó pero tampoco perdió.
Ramsés Guerrero (Ciudad de México, 1999). Es jurista, se prepara para ser historiador y le apasiona hacer narrativa. Es un joven chilango de clase obrera, eso le permite desenvolver a sus personajes en aquellas realidades que conoce de primera mano, en la urbanidad salvaje y sus linderos que puede ser tan estética como la ciudad que se considera tradicionalmente bella.