POR ARMANDO GUTIÉRREZ VICTORIA
Ya ha pasado un buen rato desde que, comiendo con un amigo y como por una casualidad muy remota, éste me preguntó: “¿Tú has oído hablar de la colección «Lecturas Mexicanas»? Son estos libros delgados que luego encuentras en los puestos de segunda mano. ¿Alguien ya habrá investigado algo sobre ellos?”. Seré muy honesto, y es que pocas veces he oído a alguien mencionar esta colección con la seriedad con la que mi amigo me lo preguntó. Y es que en sus palabras había un tácito reclamo, una llamada de atención que hasta esa tarde no se había hecho presente con esa claridad.
No, de una vez me adelanto a todos aquellos que pudieran pensar que este texto será una suerte de investigación exhaustiva sobre el asunto. O bueno, no en el sentido en el que se tratan los temas en la academia o en las revistas científicas de renombre. Esto, más bien, es una bitácora personalísima. Una suerte de pretexto para escribir sobre un montón de libros que todavía hoy siguen ahí afuera y que tanto han representado para mí y, me imagino, para muchos otros antes que yo.
Han pasado ya muchos años desde que conozco la colección “Lecturas Mexicanas” y hasta podría llegar a decir que he logrado encontrar la mayoría de sus ejemplares, o al menos los que atañen a la literatura. En realidad, podría también decir que me siento muy orgulloso –me refiero al orgullo tonto del coleccionista– de tener en mi biblioteca los títulos más buscados y pocas veces disponibles de sus series: Morirás lejos de José Emilio Pacheco, La obediencia nocturna de Juan Vicente Melo, La casa que arde de noche de Ricardo Garibay, Cómo leer en bicicleta de Gabriel Zaid y otros tantos que por ahora no me vienen a la memoria.
Y creo que, precisamente, éste es un asunto de la memoria, porque “Lecturas Mexicanas” son ese tipo de cosas que en apariencia parecen muy pequeñas y cotidianas, pero que en el fondo son tan fundamentales y contundentes porque nos han abierto un sin fin de caminos y nuevos rumbos. Hay, por lo tanto, una suerte de responsabilidad moral con esta colección tan destacada e, increíblemente, tan accesible de las letras mexicanas. Pero, entremos en el asunto de una vez.
Quien busque en internet pronto se decepcionará por la falta de información sobre estos libros. No hay –y me responsabilizo de mi deficiente capacidad de búsqueda– ni un sólo trabajo de investigación serio que eche un poco de luz sobre este proyecto. A lo sumo, si uno va y pone en el buscador “Lecturas Mexicanas” dará con algunos ejemplares en venta en sitios de segunda mano y un par de entradas de blog que poco tienen que aportar a la discusión. Es cierto, entonces, la llamada de atención de mi amigo.
El título que inauguró la primera serie de “Lecturas Mexicanas” fue La muerte de Artemio Cruz y es este mismo libro el que proporciona información interesante sobre el asunto. Para empezar, que la colección comenzó a publicarse en 1983, en lo que parece una coedición entre el Fondo de Cultura Económica y la Secretaría de Educación Pública. Del mismo modo, desde esta primera entrega es posible localizar aquel breve párrafo preliminar que puede ser interpretado como el objetivo de la colección y la declaración de principios del proyecto: “Lecturas Mexicanas divulga en ediciones de grandes tiradas y precio reducido, obras relevantes de las letras, la historia, la ciencia, las ideas y el arte de nuestro país”. No me parece inocente, por lo demás, la elección de un título de Carlos Fuentes para inaugurar esta serie, más si tomamos en cuenta la fama y presencia internacional que había adquirido este autor desde finales de la década de 1950, con su novela La región más transparente. Abrir con Fuentes y con La muerte de Artemio Cruz es un evidente posicionamiento sobre el tipo de literatura que albergará la colección: autores reconocidos públicamente en el panorama cultural mexicano, no muy antiguos, más bien vigentes y quizá también todavía trabajando en lo que se refiere a su escritura. Al final de esta primera entrega, el lector encontró, además, una primera lista de los próximos títulos que estarían a la venta y de los cuales destacan El llano en llamas, Libertad bajo palabra, Balún-Canán, La Suave Patria y otros poemas, La muerte tiene permiso, Muerte sin fin y otros poemas y De fusilamientos y otras narraciones. De algún modo, esta breve lista ratifica mucho de lo dicho: ningún título es anterior al siglo XX, autores consagrados como Gorostiza, Torri, Paz, Rulfo y Castellanos inmediatamente llaman nuestra atención, así como sus obras, que hasta nuestros días son consideradas como piezas fundamentales del canon de la literatura mexicana. Por suerte, esto no siempre fue de este modo para la colección.
Pienso que, sin temor a equivocarme, la segunda serie de “Lecturas Mexicanas” fue una de las más valiosas y fructíferas para la difusión de la literatura nacional. Ya sin la presencia del Fondo de Cultura Económica, el proyecto, todavía capitaneado por la SEP, se abrió a la coedición del catálogo de dos de las más importantes editoriales del siglo pasado, me refiero a la hoy mítica Joaquín Mortiz y a la Editorial Era. No estoy seguro si la mayoría dimensiona la relevancia capital que tuvieron estas dos casas editoriales en el panorama cultural mexicano, desde su fundación en la década de los sesenta y todavía hasta finales del siglo XX, pero lo cierto es que todos hemos tenido al menos uno de sus libros entre las manos. Fue, en realidad, gracias a estas dos empresas culturales que muchos de los títulos más experimentales y propositivos de la literatura mexicana vieron la luz en formato libro. Joaquín Mortiz fue la casa donde se imprimió por vez primera, tan sólo por mencionar algunos ejemplos, De perfil de José Agustín, El garabato de Vicente Leñero y Farabeuf de Salvador Elizondo.
Tomo, al azar, el número 96 de la segunda serie de “Lecturas Mexicanas”, La obediencia nocturna de Juan Vicente Melo. Lo abro en su parte final y me doy cuenta de algunos de los títulos que ya habían sido publicados hasta julio de 1987, año en que el colofón nos dice que apareció esta novela en la serie. Sin temor a las exageraciones, pronto advertimos el carácter medular de la colección, nombres como Juan José Arreola, José Revueltas, Elena Garro, Vicente Leñero, Rafael Bernal, Jorge Ibargüengoitia, José Carlos Becerra y María Luisa Puga pronto dan al traste nuestras vanas acusaciones de exclusividad, academicismo o grupo cerrado. Poco tienen en común muchos de sus autores, ni por la generación, ni por el género literario, ni por las preocupaciones estéticas podemos agarrarlos, catalogarlos, ponerlos en los cómodos cajones de las clasificaciones escolares. Hay de todo, hombres, mujeres, viejos, jóvenes, novela, teatro, poesía, crónica, amigos, enemigos, desconocidos, famosos, experimentales, ortodoxos. En suma, la gran mayoría de la literatura mexicana del siglo XX, una auténtica lista que bien podría ser considerada nuestro canon, no en el sentido restrictivo del término, sino en la multiplicidad de entradas a nuestra propia tradición, es decir, lo que al final nos sostiene. Y hoy nos parece increíble que todo eso haya sido publicado, que todo eso haya sido puesto al alcance del lector, en un puesto de periódicos, en menos de 10 años.
Gracias a la página de Facebook “José Emilio Pacheco: textos a la deriva” contamos con una fotografía de dos ejemplares de la colección en su envoltura original. Yo no tengo claro el valor del peso mexicano y de sus desastrosas fluctuaciones, pero yo supongo que $199 por Fin de siglo y otros poemas y $350 por Morirás lejos fue una oferta accesible, al menos para la clase media de los años ochenta. Sea como fuere, creo que ya contar con un rango de precios debe ser un dato útil y que deberíamos tomar en cuenta. Yo me recuerdo haber pagado por mis ejemplares cifras tan pequeñas como $10 o $20 hasta algunas cantidades que nos hacen dudar, si de libros de segunda mano hablamos, como $100 o $130. Todo depende, evidentemente, de la rareza de la pieza, del humor del vendedor, de que tan güerito y pudiente lo ven a uno, de la ignorancia de lo que venden o del abundante conocimiento que los libreros tienen sobre su negocio. De más está decir que ninguno de mis ejemplares venía en su bolsa original; de hecho, muchos muestran su historia, las tantas veces que fueron leídos, las anotaciones al margen, los lomos y filos desgastados por las manos, las dedicatorias personales, ahora ficciones sin asideros en el mundo. Es decir, libros que han vivido, quizá mucho más que nosotros mismos.Otro aspecto notable de “Lecturas Mexicanas” y que bien valdría para una tesis de licenciatura o de posgrado es el trabajo alrededor del texto, me refiero a la labor editorial de los volúmenes. Ya desde sus portadas uno puede sentir una franca simpatía por sus contenidos. Creo que entre mis forros preferidos de la colección están los de Farabeuf, La cena y otras historias, Las muertas, La casa que arde de noche y Olímpica e Inmaculada. Al igual que los títulos que la integran, las portadas dan cuenta de una multiplicidad de trabajos plásticos y fotográficos, en consonancia con una identidad heterogénea y dinámica. ¿A quién se le ocurrieron estos forros? De pronto me imagino lo complicado que es presentar una propuesta para títulos como los de Elizondo, Ibargüengoitia, Pacheco, Leñero, mucho más si no se contaba con mucho presupuesto. Casi olvido el de Muerte sin fin, qué bello es el forro de Muerte sin fin. Las contraportadas, a su vez, no han tenido el protagonismo que merecieran en un estudio literario serio. Pocas veces reparamos en ellas y es, en muchos casos, el primer contacto directo que el lector tiene con la obra. Nos hablan, a su vez, de los distintos modos en que ha sido interpretada una novela, un poemario, un libro de cuentos. Recupero un par de líneas de la contraportada de Cómo leer en bicicleta de Gabriel Zaid para ilustrar mi punto.
¿Quién es el escritor y crítico más temido de México? Esta pregunta, que haría él mismo, no tiene más que una respuesta: Gabriel Zaid, que gusta de meterse en pleitos y no darle la razón más que a la lógica que pueda demostrarse, y como él es quien mejor maneja los números (al menos en el mundo literario), no hay nadie que se le oponga con facilidad.
Desconozco si en algunos casos estas palabras fueron tomadas de las ediciones originales, de donde proceden los textos, o se trata, más bien, de la labor anónima de algún joven escritor de aquellos años. Recuerdo, muy a propósito, algunos comentarios sobre este ignorado trabajo dichos por José Emilio Pacheco, quien desempeñó en sus primeros años en el medio esta labor, así como muchas otras de índole editorial, que suelen traer bien pocas satisfacciones por su falta de reconocimiento.
Creo que otro aspecto que no hay que dejar de mencionar es la silenciosa vigencia de la colección. Sí, “Lecturas Mexicanas” ya no se consigue en el puesto de periódicos o en las librerías. Bueno, creo que me equivoco, o al menos parcialmente, porque todavía me parece recordar algunos contados títulos de una tercera serie, que, desde mi personal punto de vista, no ha tenido la repercusión e importancia de las dos primeras. No, yo me refiero al hecho de que, quien así lo desee, puede corroborar su persistencia entre los distintos puntos de venta de libros de segunda mano, en los sitios de internet de intercambio y subasta de libros o en las olvidadas bibliotecas familiares. Y no es que la colección sea una suerte de fracaso, pues, como ya he dicho, todavía hoy hay quien busca asiduamente algunos de sus títulos; creo yo que más bien se debe a la diversidad de sus autores, a los grandes tirajes que prometió desde su inicio, a la revaloración de algunos nombres que hasta hace poco parecían olvidados. “Lecturas Mexicanas” está más viva que muchas otras colecciones de renombre, porque sigue circulando entre los lectores, entre quien no cuente con mucho dinero para una edición lujosa o, ya de menos, en pasta dura. Eso sin mencionar que durante muchos años fue uno de los pocos puntos de acceso a escritoras y escritores que no habían sido reeditados por sus respectivas casas.
Puede parecer irónico que la batalla por formar lectores la vaya ganando una serie modesta de libros mexicanos que se niegan a desaparecer y que ya ni se consiguen en las grandes librerías. Yo mismo debo mucho de mi conocimiento sobre la materia a esta colección y, ciertamente, sin ella sería alguien muy distinto. Sí, hay mucho de nostalgia en el asunto, pero también mucho de un verdadero fenómeno editorial que supo llegar –y que todavía lo hace– a los distintos lectores de a pie.
Con suerte, esta brevísima carta de navegación llegue a ser útil para quien un día se aventure a trazar el mapa estrellado de este montón de botellas arrojadas al mar de las palabras.
Tlalpan, mayo de 2023
Armando Gutiérrez Victoria (Ciudad de México, 1995). Actualmente cursa el Doctorado en Literatura Hispánica en El Colegio de México. Autor de artículos en revistas académicas nacionales y extranjeras. Ha colaborado con ensayo, poesía, crítica y narrativa para publicaciones como La Palabra y el Hombre (UV), Punto en Línea (UNAM), Campos de Plumas, Plástico, Pérgola de Humo, Tintero Blanco, Didasko, Ibídem, Periódico Poético, Nostos, etc.