—Se ve que no va a pasar pronto. Te puedo ofrecer un té. Mientras, puedes conocer a mis plantas. Son únicas. —La mujer levantaba la voz solo lo necesario para hacerse escuchar por encima del agua que aporreaba la calle neblinosa.
Lucila sonrió, desviando la vista hacia el aguacero que la tenía confinada bajo las tejas de la marquesina de la casa de adobe.
—En lugar de estar ahí parada dejando que se te mojen los pies, mejor pasa a tomar algo caliente. Te vas a resfriar si te sigue golpeando la ventisca.
Las ráfagas gélidas le arrancaban por instantes las gotas a la gravedad, formando cortinas de agua que parecían moverse como sábanas tendidas al viento. Faltaba mucho aún para poder llegar a la parada del autobús y en la calle no se asomaban ni los perros. Arroyos terregosos lamían con furia la banqueta y se arremolinaban en las protuberancias más prominentes del empedrado para rasgarse por la mitad cuando llegaban al poste del farol cercano a la casona que la resguardaba parcialmente. Lucila volteó a ver sus empeines desnudos y delgados, el agua irrumpía entre los bordes de su calzado inundando los espacios entre sus dedos. Ya no los sentía. Notó el temblor de sus tobillos y quiso aferrarse al brevísimo soporte que ofrecían las agujas en sus zapatillas. No era sensato seguir el camino bajo la tromba.
—No quiero molestarla. Le agradezco mucho que me deje pasar la tormenta bajo su marquesina.
Los ojos de la mujer perforaron el granate de la boca de Lucila haciendo evidente la vibración de su labio inferior y el castañeo de sus dientes. Arqueó una ceja, clavando sus ojos negros en los de la joven.
—Como gustes. —Ajustó el bellísimo rebozo negro deshilado para cubrir su largo y delgado cuello en el que apenas empezaban a dibujarse algunas líneas—. Espero que termine pronto. —Sonrió.
Tomó el picaporte y, antes de que pudiera comenzar a cerrar la puerta, Lucila aceptó la invitación empujada por el vendaval y atraída por la promesa de tomar té caliente.
La casa era una de esas construcciones añejas y de opulencia rural. De adobe aún, pero primorosa tanto en acabados como en decoración. Su enorme puerta, de madera tallada, lucía en el centro un aldabón de bronce ornamentado con hojas y zarcillos. Al entrar, resaltaba el vergel que era el patio central, rodeado por largos y amplios corredores tapizados de macetas con flores y hierbas diversas. Siguió a la mujer que, con la gracia de un quetzal al vuelo, se deslizaba por el pasillo para entrar a una de las primeras habitaciones, invitándola a seguirla. El techo alto, sostenido por enormes vigas de madera, dejaba colgar un único candelabro en el centro de la habitación casi en penumbra, repleta también de macetas de todos los tamaños, algunas soportadas en repisas, otras colgando del techo y unas más con largas ramas adosadas a la pared. Estas últimas, iluminadas por la luz titilante del candelabro, parecían reptar por el papel tapiz. Extrañamente, el barroco entramado vegetal no daba un aspecto caótico al espacio.
La mujer desapareció tras una puerta y en un santiamén volvió ofreciéndole a Lucila una toalla. La hizo sentar en un elegante sillón y le señaló la taza que se encontraba, humeante a pesar del frío, en la mesa de centro frente al sillón. A Lucila le llamaron la atención las manos huesudas de la mujer. Sus nudillos angulosos hacían juego con sus facciones. La piel tersa y luminosa formaba un oxímoron con esas falanges que parecían haber acariciado todo el tiempo que recaía en el adobe de la casa.
—Veo que tenía ya una taza preparada para usted. De verdad no quisiera ser una molestia, señora…
—¡Señorita! Jamás me convencieron esos ardides con los que los hombres pretenden encerrarte en una casa con el cuento de formar una familia feliz, convencerte de que eso es lo que siempre has querido, aunque querer no sea el verbo que se aplique a una decisión que tomas sin saber que hay otras posibles. En fin, luego te llenan de hijos para que no puedas pensar en más nada y termines olvidándote de tu propio espíritu. Convertirte en un despojo de lo que eras, todo por tragarte un sueño que jamás fue tuyo. —Su cara tomó el gesto de quien se come por accidente un ajo en el arroz y luego sonrió gentil para añadir:
—Y Carmen es mi nombre. Te aseguro que no es ninguna molestia, jovencita. Yo puedo distinguir a quien vale la pena tener cerca solo con mirar.
Lucila observaba con azoro a Carmen. Bebió unos sorbos más del té. No tenía idea de cómo seguir la conversación y no quería que se presentara un silencio incómodo. No con esa mujer. Pero la propia Carmen la sacó del predicamento.
—Veo que te está gustando el té. Lo hice con mis mejores hierbas. ¿A ti te gustan las plantas? ¿Sabes algo de ellas?
—No en especial.
La anfitriona levantó de nuevo una ceja ante la respuesta.
—Ellas no se mueven, claro. Pero lo interesante es que, si les toca estar en un lugar inadecuado, tienen mil maneras de sobrevivir. Y de florecer y dar frutos. Hacen cosas extraordinarias con los recursos que tienen: con el espacio, con la luz, con el agua disponibles. No pueden lograr de forma directa que lo que les rodea sea diferente, pero se pueden aclimatar y, al cabo del tiempo, transformar su alrededor. Tienen poderes extraordinarios ocultos tras ese prodigioso pigmento verde, en sus pétalos de mil colores…
—¿Cuántas son? Cada sitio parece albergar a la planta perfecta y todas son hermosas. ¿Hace cuánto que las tiene? —Lucila se empezaba a sentir menos incómoda. Al menos ya tenían un tema de conversación.
—Lo importante no es cuántas tengo, sino cuáles tengo. No solo son hermosas. Son poderosas. Perfectas, bien lo dijiste. Solo las plantas perfectas pueden estar en esta casa. Muchas de ellas tienen más tiempo del que puedas imaginarte.
—Las selecciona con cuidado entonces.
—Con solo mirarlas sé bien cómo son, cuál es su esencia, para qué sirven, qué necesitan que les dé y qué pueden darme. Puedo decir que tengo casi todas las que quiero tener, o las que necesito tener.
Lucila sonrió y volteó a mirar su reloj de pulsera. De inmediato volvió la mirada a Carmen.
—Es tarde, creo que debo tomar camino. El último autobús sale del pueblo en media hora y el trayecto a casa aún es largo.
—Todas las nubes del cielo se están deshilando sobre este pueblo justo ahora. Creo que te gustará quedarte. Tengo el sitio exacto para ti. Acompáñame a ver mis plantas. Te van a interesar, y me gustaría que te familiarices con ellas, al menos con las del patio central.
Lucila no pudo evitar seguir los pasos de esa mujer de mirada tan pesada como de ademanes etéreos. Se detuvieron en la orilla de uno de los largos pasillos, resguardadas de la lluvia, pero con vista plena al patio central.
Carmen le mostró un vasto tipo de plantas. Algunas con flor, otras sin ellas. Muchas herbáceas. Con algunas salía, aún bajo la tormenta, para cortar una hoja, estrujarla entre sus dedos y mostrar el olor a la muchacha. Lucila estaba impresionada por el perfecto conocimiento de la mujer sobre cada planta que le enseñaba. También lo estaba por sus modos determinados, su firmeza y seguridad. Era casi imposible pensar en decirle que no a algo.
—Este es el yolloxóchitl, la flor corazón. —Señaló una preciosa magnolia de varios metros de alto. Sus prístinas flores resaltaban entre los lienzos de agua que se dejaban caer en el patio—. Era uno de los árboles más apreciados en los jardines de Moctezuma. En el códice de la Cruz-Badiano, se explica que en la tradición mexica se usaba para expulsar los malos humores del pecho y curar el alma, el tonalli.
—Es preciosa.
—Acércate, tócala. Es perfecta. Lo supe desde que la vi. Mi yolloxóchitl tenía que ser pura, delicada, fragante, debía transmitir paz al solo mirarla.
A pesar de la despiadada lluvia, Lucila salió al patio para tocar el árbol. La aspereza del tronco contrastaba con sus manos de hielo y seda.
—Dijo que tiene casi todas las que quiere. ¿Cuál le falta?
—Tengo casi todas las que necesito. Pero durante mucho, mucho tiempo, he buscado al perfecto príncipe de pura sangre.
—¿Príncipe de pura sangre?
—El rosal más exquisito. Rojo profundo, en el que el carmesí se perfunde entre la noche. Es capaz de despertar pasiones abrasadoras. Ninguna flor se ve como el príncipe de pura sangre bajo la lluvia. Intenso, sensual. Las gotas parecen transformarse en rubí cuando escurren por su piel de terciopelo y reflejan el granate abismal de su boca. El único capaz de borrar definitivamente todo vestigio del paso arrollador del tiempo. Desborda juventud, pasión… belleza.
Un aliento de gardenias penetraba por la boca y la nariz de Lucila; la finísima boca de Carmen estaba a milímetros de la suya. En un atrevimiento, Lucila rozó el cabello de Carmen. Cada hebra estaba recogida en un moño impecable, lustroso, grueso y negrísimo que ni el diluvio logró deshacer. La muchacha se sintió atrapada en él como un grillo en una telaraña, pero no quería desprenderse. No podía apartar la mirada de Carmen, de su piel ebúrnea y sus labios apergaminados, pero de un rojo hipnótico.
De pronto, sintió las aristas de las falanges de Carmen bordeando el cuello de su camisa y bajando despacio por su espalda. El filo de esos dedos provocaba un ardor incandescente en cada zona que tocaban, rozando la línea del escote y bañando el núbil pecho en escarlata. Delineó su frente y sus mejillas. La sangre mezclada con la lluvia regaba por entero el cuerpo de Lucila, quien dejó de sentir el chaparrón para entregarse a un hormigueo suave y voluptuoso que emanaba desde la punta de sus extremidades hasta anidar en lo bajo de su vientre, formando una oquedad. Su mirada estaba anclada en la obsidiana de las pupilas de Carmen.
Un dolor aún más fuerte que el que le provocaron los agudos dedos de Carmen se apoderó de sus pies, desbordándose poco a poco dentro de sus finas zapatillas.
—Sugiero que te las quites. —Carmen sonreía.
Lucila era incapaz de articular palabra o producir movimiento alguno. Estaba ahogada entre el suplicio, el deseo y el horror.
—Como quieras, recuerda que la vida se abre paso. Que una verdadera planta perfecta siempre encuentra el modo.
Las zapatillas comenzaron a deformarse para ser horadadas por unas proyecciones fusiformes y carnosas que, poco a poco, se deslizaron cubriéndose de áspera corteza y penetrando el suelo mientras el cuerpo de Lucila se encogía y sus enormes ojos atónitos naufragaban entre las hondonadas que formaba su piel rubra. Su cráneo se plegaba en movimientos ondulantes y anatómicamente inexplicables. Su cuello comenzó a adelgazar y viró a un brillante color esmeralda.
***
Casi de repente la lluvia cesó, dejando como únicos testimonios los chorros de agua escurriendo entre las tejas de barro del techo de la casona.
Carmen retiró con cuidado los restos de ropa enlodada que envolvían todavía al príncipe de pura sangre perfecto justo en medio del patio central. Una zapatilla de charol aún destelleaba débil bajo el fango, traspasada por las raíces leñosas del rosal.
—Eso es. Pétalo a pétalo eres excelsa. Pasé mucho tiempo esperándote.
Carmen inhaló a profundidad el aroma de la flor recién formada y desprendió uno de sus pétalos granate. Caminó a la estancia y lo dejó caer en la infusión que quedaba en la taza en que minutos antes había bebido Lucila y que, increíblemente, todavía conservaba algo de calor. Luego de que el elixir se tornase en un rojo intenso, bebió mientras sus finísimos labios apergaminados se rellenaban tersos y algunas incipientes arrugas se desvanecían, dejando incólume su cuello de garza bajo el exquisito rebozo de seda.
Yesenia Jasso (Estado de México, 1991). Es bióloga y docente. Actualmente estudia el Doctorado en ciencias Quimicobiológicas y entreteje su vida entre las ciencias, las letras y el senderismo. Fue ganadora del segundo lugar en el Concurso Delegacional de Calaveras Literarias Azcapotzalco 2014 y ha publicado algunos textos en la revista literaria Cuentística.