Laura se había mudado a la gran ciudad por trabajo y vivía en un departamento chiquito. Los días de su semana consistían en ir y venir a la oficina, y las noches, en prepararse la comida para el día siguiente. Los fines de semana se ocupaba de la casa y de hacer las compras. En las tardes, si le daba tiempo, veía alguna película o serie. Casi no salía. Su única compañía eran sus dos gatos. Antes tenía una perra, con quien iba a caminar por la colonia y a veces iban a un parque donde había más perros y se la pasaban bien. Pero la perra murió hace unos años y sus gatos eran menos exigentes, por lo que tenía menos razones para salir.
Su hija, que vivía en una ciudad pequeña al lado del mar, se había separado de su pareja de muchos años y había decidido quedarse un par de semanas con ella. Laura la estuvo animando, llevándola a diferentes lugares de la ciudad y comiendo juntas en varios restaurantes.
A pesar de su propia infelicidad, la hija vio que su madre también estaba un poco cabizbaja y que no hacía mucho. Decidió proponerle que vivieran juntas. Para convencerla de que regresara con ella, le mostró fotos y videos en su celular de su casa en la ciudad pequeña. A la madre le gustaba cómo había quedado su hogar y sobre todo le gustaba cómo se veía el jardín, lleno de plantas y de luz. Las fotos le transmitían mucha calidez y tranquilidad, y en los videos podía escuchar el canto de algunos pájaros y ver cómo insectos y mariposas iban de un lado a otro. Pensó cómo ella había intentado tener unas cuantas plantas en su departamento, pero todas se habían muerto por la falta de luz. Ese jardín se le antojaba para tomar el sol en él o para leer allí mientras toma un café o una limonada. Sin embargo, cuando terminó la visita de la hija, ella volvió a su casa sola y la madre regresó rápidamente a su rutina monótona.
Pasados unos meses, Laura se jubiló y dejó de salir de su departamento, salvo para hacer las compras. La única interacción que tenía con otras personas era cuando de repente hablaba por teléfono con algunas amigas. Sus gatos le hacían compañía, pero aun así cayó en depresión. Su hija se dio cuenta de ello. Le planteó nuevamente que viniera a vivir con ella y que incluso podían adoptar un perro entre las dos. La madre accedió: no tenía ningún motivo por el cual quedarse en la gran ciudad.
En el momento en que entró a la casa de su hija, su nueva casa, se sintió más liviana y percibió que había más aire para respirar. Entraba luz por todos lados, pasaba una corriente rica y había muchas macetas con plantas en la sala y el comedor. La casa la llenó de energía y de ganas de vivir.
Dejó sus cosas y a sus gatos en lo que sería su cuarto para que exploraran y salió al jardín, el lugar con el que había soñado desde que lo había visto en fotos y videos. Resultó ser un paraíso para Laura. Estaba lleno de arbustos, flores y un par de árboles grandes, uno de palo de rosa y otro de mango. También le llegaba mucho sol y había una brisa cálida y refrescante. Su hija salió con ella.
—Puedo sacar una de las sillas de playa y ponerla por el árbol para que puedas leer o tejer cuando quieras.
—¿Tejer? Hace mucho que no lo hago.
—Pero si antes siempre lo hacías.
Había olvidado que disfrutaba tejer. Le pareció una muy buena idea. A partir de entonces, empezó a salir todos los días al jardín.
Un día, se paró a observar de cerca al rosal.
—Qué bonitas flores y qué aroma más rico tienen.
—Muchas gracias. Qué amable eres.
Laura se sorprendió tanto que se quedó inmóvil mientras veía como salía algo de entre los pétalos de una de las rosas. Al principio pensó que era un insecto, pero estaba equivocada. Era una personita apenas del tamaño del pulgar con una túnica de pétalos rojos, unas alas de mariposa rojas y cabello rojo. Era Rosa, el hada de las rosas. Le sonrió a Laura y ella le regresó la sonrisa. Notó que algo más se movía entre las flores de los crisantemos. Otra hada de color amarillo, llamada Cris, salió a saludarla. De repente, recordó algo más que se le había olvidado: en el jardín de la casa de sus abuelos también había personitas con quienes hablaba por horas mientras sus papás y sus abuelos platicaban.
Hay hadas ocultas entre los pétalos de las flores que saludan y platican con las personas que les caen bien. Durante la infancia, te la puedes pasar horas en un jardín. Las personas adultas piensan que te entretienes con tu imaginación, pero es más que eso. De las flores, salen hadas y te cuentan historias. Descubres que Rosa es muy vanidosa, que a Lantana le gusta el chisme, que Geranio es la primera en saludarte, que Albahaca es tímida, que a Palo de Rosa le gusta ayudar a que el jardín se vea bonito y así. Te sumerges en todo otro mundo y te haces amiga de las hadas.
Ahora, los días de Laura consistían en desayunar con su hija, ir a hacer mandados o ir a la playa, comer con sus vecinas y regresar a la casa para pasar horas en el jardín. Al poner sus pies en el pasto, inhalaba profundamente para absorber la mezcla de olores y de perfumes de las flores que le recordaban a su infancia y a sus visitas a sus abuelos. Después, se acercaba a una de las plantas y la saludaba. Las hadas se despertaban alegremente y revoloteaban alrededor de ella felices de tener a alguien más con quien hablar.
Los gatos habían intentado jugar y atrapar a las hadas las primeras veces que las vieron, pero ellas les lanzaron unas chispas que les daban unos ligeros toques. Ya solo se les quedan viendo con sus ojos bien abiertos y moviendo la cola.
Laura pasaba con cada una de las plantas, saludaba a las hadas, las regaba y les quitaba cualquier plaga que ellas le decían que les estaban causando algún daño. Aunque su hija tenía bien cuidado el jardín, no pasaba tanto tiempo en él como su madre. Tras su llegada, todas las plantas proliferaron y florecieron efusivamente. Una vez que se había asegurado de que a ninguna le faltara algo, se sentaba. Solo que primero revisaba que no estaba la hada Mango en la silla porque era muy diminuta y no quería aplastarla.
A veces, traía un libro y lo leía en voz alta para que todas se entretuvieran. Casi no leía novelas románticas y de fantasía, porque las hadas preferían historias de aventuras o de detectives, excepto Nochebuena. Otras veces, sacaba una pequeña radio y observaba a las hadas bailar un vals o una salsa, y lanzar chispas de muchos colores. Normalmente, cuando ponía música, metía a los gatos en la casa, porque con tanto movimiento no confiaba en que no intentaran atrapar a las hadas. También salía con su hilo para tejer y las hadas le ayudaban con los patrones y las puntadas, a desenredarle el hilo y a agregarle de sus colores al tejido.
Hacían todo esto mientras platicaban de cualquier cosa. Ella les contaba de las otras hadas que había conocido en el jardín de sus abuelos, de la vida en la gran ciudad y cómo no había hadas allí. En cambio, ellas le hablaban de los secretos de las flores y de las plantas, de las amistades y rivalidades entre ellas, de su lenguaje y de sus encantamientos. Laura estaba feliz de tener tanta compañía y de haber recuperado sus memorias de la infancia.
Cuando la hija veía y escuchaba a su madre hablar con las flores, pensaba que le estaba empezando la demencia. Pero, como solo ocurría cuando estaba afuera y se la veía contenta, decidió no decir nada. Solo observaba con una sonrisa, mientras su madre reía y conversaba animadamente en el jardín.
Mijal Montelongo Huberman (CDMX, 1996). Estudió la licenciatura en Biología y la maestría en Ciencias Biológicas con enfoque en Ecología en la UNAM. Es traductora, divulgadora y educadora científica. Le interesan la literatura, la traducción y las lenguas. Siempre está acompañada de libros, perros y gatos.