Paulina, Fátima y Dana jugaban en medio de la oscuridad. La última en salir de la cabaña gana, dijo Fátima, la mayor de las tres. Paulina tomó el desafío tirando de sus coletas finas y lacias de las orejas hasta las clavículas, su madre tuvo la misión de hacerla lucir casi igual que su hermana, cual gemelas. Dana, por otro lado, sujetó con fuerza el borde de su blusa y tragando saliva no tuvo otra opción que aceptar las reglas del juego que le ponía, desde el vamos, los nervios de punta. Las sombras y la inquietud que se respiraba no ayudaban en nada, y aunque las hermanas lo disimulaban muy bien con la voz, no podía evitar hablar con una tonada quebrada por los temblores que dominaban sus pasos al intentar encontrar el rincón perfecto.
—Escóndanse, escóndanse que el hombre del costal no debe tardar en abrir la puerta de la cabaña —el juego comenzó y acostumbrándose a la oscuridad, cada una buscó un rincón para ponerse de rodillas y cubrirse la cabeza haciendo nada más que escuchar a Fátima contar su historia—. Cuando yo era una bebé, mi mamá cuidaba a Fernando en esta misma casa. Por las noches el niño despertaba babeando y gritando desesperado que el hombre del costal estaba acercándose a él cantándole una canción de cuna. Cuando creció olvidó por alguna razón todo lo que vio, pero mi mamá es muy lista y recuerda esas cosas. Es donde estás tú, Dana —arrojó al aire sin saber con exactitud dónde se encontraba ella— el lugar que le gustaba al fantasma del costal silbar. ¿Estás segura de que cuando te sentaste no sentiste unos pies detrás de ti?
Un escalofrío poderoso estuvo a punto de hacer gritar a Dana quien permaneció en silencio, negándose ante todas las cosas a ceder a las evidentes ganas de hacerla perder.
—Dicen que todas las noches ese sujeto encuentra un nuevo costal, a veces es de color blanco, a veces negro, depende de si está vacío o no. Cuando su costal es negro puedes estar tranquila pues él ya tiene su alimento dentro, pero si es de color blanco debes preocuparte, la canción de cuna que chifla es para ti, para que te quedes dormida y pueda comerte…
El picaporte de la puerta principal se movió con discreción. El par de hermanas fueron las primeras en contemplar la luz de la luna entrar por la puerta y el sonido del río adornar el canto de los grillos. Cuando la mirada de Fátima volvió a ser la misma que antes, dio un grito espantoso que alteró a su hermana y a Dana. El trío de pequeñas elevó al techo un alarido que pudo lastimar los oídos de cualquiera que las escuchara.
—Por el amor de Dios, niñas. ¿Por qué gritan como si hubieran visto a un fantasma?
—¡Abuelito! —gritó Paulina junto a su hermana corriendo hacia el viejo del sombrero vaquero—, nos acabas de dar un susto de muerte —reclamaba al borde del llanto.
El abuelo se tomó un par de minutos en contemplar su cabaña, encendió la luz y concluyó que todo estaba en su lugar, sin embargo, sus tres nietas yacían llorando orilladas por su propio juego que definitivamente cumplió su propósito. Dana era la única que seguía sentada en una esquina alejada, sin parpadear y abrazando sus rodillas con ambos brazos, tal y como si se consolara a sí misma sin mucho éxito. Acercándose a ella, el abuelo se quitó el sombrero poniéndoselo sobre su diminuta y dorada cabellera.
—¿Qué ha pasado, cariño? —preguntó con tal calma que podía inspirar una quietud envidiablemente oportuna.
—Tengo miedo, abuelito y no quiero.
Cuando las tres estaban lo suficientemente cerca de él, tomó a Dana de la cintura.
Una vez teniéndola entre sus brazos, se sentó sobre su hamaca, el lugar donde solía dormir, el mismo donde vio descansar a todas sus hijas y ahora a sus nietas jugar al columpiarse riendo y gritando al mismo tiempo.
—El miedo es una de las peores sensaciones que van a sentir a lo largo de toda su vida. De hecho, puede que sea la peor de todas, pero eso ustedes mismas lo irán descubriendo cuando crezcan tal y como lo están haciendo ahora. Cuando era un niño, porque ¡vaya que lo fui!, les temía a las mismas cosas que ustedes ahora, a los fantasmas y, sobre todo, a las brujas que en el cerro vuelan y vuelan carcajeándole a las estrellas burlándose de la noche a las tres de la mañana. Pero esas son tonterías. El miedo de verdad está en lo que sabemos existe allá afuera y que, en ocasiones, no podemos ver. Algunas veces son personas de carne y hueso, mientras que muchas otras son vivencias de las que no vamos a poder escapar —el abuelo hablaba de sí al acordarse de su reflejo todas las mañanas; cada vez más viejo, mucho más encorvado y arrugado. Su cabello plateado le siseaba la proximidad de su última hora.
—Yo no quiero —insistió Dana escuchando los reclamos de su interior junto a la canción de cuna que, de alguna manera, no silbaba el hombre del costal sino su abuelo en dirección a una tumba sin nombre, subiendo por aquel cerro en donde jamás miró una bruja volar, pero sí a su abuelito andar reflexivo y algo triste.
—Nadie quiere, mi cielo —Paulina y Fátima cayeron en cuenta de la conexión que Dana estaba teniendo con su abuelo y, sumándose a la misma hermosa sintonía, echaron un vistazo al cabello plateado de ese hombre que ya le costaba más trabajo andar de pie y respirar—, pero no tenemos opción. La vida no va por allí preguntándole a la gente qué tan dispuesta está para tener miedo. La corriente de agua en el río no se detiene para que ninguno de nosotros pueda atravesarlo con calma, al contrario, opone resistencia porque existe un orden, una motivación natural que nos provoca, muchas veces, miedo. Nadie quiere sentirlo, mi niña dorada, pero es parte de la vida misma. Ninguna de ustedes —amplió su mirada cansada hacia sus nietas que olvidaban completamente su historia de fantasmas y se adentraban a una que se sentía mil veces peor— debe negarse a sentir miedo. Acéptenlo como cualquier otra emoción; la alegría, por ejemplo. Los sacrificios que harán por el resto de sus vidas pueden resumirse ahora a tolerar un juego en medio de la oscuridad, pero esos juegos evolucionarán y el tiempo las pondrá a prueba.
Paulina tomó la mano arrugada de su abuelito y, llorando sobre una de sus rodillas sucias por la tierra, abrió su corazón dispuesta a dejar al miedo hacer lo que él quisiera con los muros de su alma y bebiera tanta agua deseara de su manantial. Al final del sendero, lo comprendió tan bien como su hermana quien hizo lo propio alejando la idea de un espectro asechándola por las noches; su monstruo era otro y no vendría por ella, su capucha negra yacía por encima de la hamaca donde descansaba todas las noches el abuelo. «Vayan y diviértanse mucho», les habían dicho sus madres «Procuren aprovechar el tiempo con él», concluyeron todas al margen de una humedad en sus ojos que, de momento, no habían asimilado.
—Así que, traviesas, la próxima vez que jueguen a contarse historias de terror y tengan miedo, no huyan de él, abrácenlo fuerte entre sus brazos, ¡ofrézcanle agua! y no lo suelten hasta que se convierta en valentía y buena voluntad.
Fátima, Paulina y Dana convinieron, sin decirse una sola palabra, en abrazar a su abuelito que correspondió con auténtico amor el gesto que, a sabiendas de la verdad, estremeció su propio corazón.
Oscar Manuel Vargas Jordan (Ciudad de México, 1998). Ingeniero biotecnólogo con un par de libros autopublicados: Con el corazón entre las manos y Madre Tierra, además de cuentos publicados en diferentes revistas digitales tales como Dime que sí y Bienaventurados los que vuelven.