-Los pájaros no sufren. Simplemente, extienden sus alas y levantan el vuelo. Si yo tengo el don, como usted dice, no veo por qué no va a ser fácil.
-Porque, mi pequeño zoquete, tú no eres un pájaro. Tú eres un hombre. Para que te levantes del suelo, tenemos que partir el cielo en dos. Tenemos que volver del revés todo el maldito universo.
Paul Auster, Mr. Vértigo
Le he preguntado a amigos en qué momento son más conscientes de la fuerza de gravedad. Esa fuerza que, a 9.8 metros por segundo al cuadrado, nos mantiene firmemente arraigados al suelo. Las respuestas fueron diversas: una amiga recordó cómo, al desmayarse en una montaña rusa, la gravedad la hizo sentir que volaba y luego caía con una fuerza ineludible. Un nadador, tras pasar horas en la piscina, describió la sensación de estar de pie en tierra firme como si sus pies se hundieran en arena. Otro amigo mencionó que la gravedad se siente como unas manos que agarran tus pies cuando el viento te empuja. Para mí, la gravedad es una constante en mi vida debido a una lesión que paraliza mi pierna y espalda, un recordatorio doloroso de la fuerza que estruja mis huesos cada vez que camino demasiado.
Esta fuerza que sentimos de diferentes maneras está profundamente conectada con nuestra evolución como seres humanos. Somos cordados, criaturas con una notocorda, una estructura anatómica fibrosa que, en animales superiores, se convierte en el cerebro, los nervios y la columna vertebral. La taxonomía no sólo nos da nombres, sino que también nos agrupa según el parentesco entre nuestros cuerpos. Esta columna vertebral se remonta al Tiktaalik roseae, un ancestro que tenía características tanto de pez como de lagarto. Este animal, uno de los primeros en desarrollar huesos internos, dejó atrás la ingravidez del agua y avanzó hacia tierra firme en busca de un entorno menos competitivo que los océanos llenos de peces, crustáceos y tiburones. El Tiktaalik es un modelo clave en la transición de la vida acuática a la terrestre. No caminó erguido, pues sus extremidades eran un punto medio entre aletas y muñones. Sin embargo, con estas extremidades arrastró su cuerpo fuera del agua, respiró aire y, a través de miles de generaciones, permitió la expansión de los vertebrados sobre la tierra. Del agua al fango, y luego a tierra firme, estos primeros vertebrados probablemente sintieron la gravedad de manera similar a un astronauta al regresar a la atmósfera: una carga en cada hueso y músculo. Con el tiempo, estas aletas de pez se transformaron en garras, alas, patas y manos, adaptándose al nuevo entorno terrestre. La manera en que se mueven las bestias y aves revela el paisaje en el que están confinadas. Baudelaire, al hablar del poeta, menciona al albatros confinado al aire, cuyas alas de gigante le impiden caminar. De manera similar, imagino a estos peces-lagarto arrastrándose por el fango, sin saber que sus primeros pasos y el devenir de las eras geológicas les llevarían a andar vacilantes por la vida en dos patas, con una columna vertebral que sostiene sus cerebros sobre un montón de vísceras.
Mi encuentro con el mar despertó una nostalgia por lo vasto e inexplorado. Flotar en la inmensidad del agua evoca en mí un resentimiento hacia la evolución que llevó a nuestros ancestros a abandonar el océano. Somos exiliados del agua, construyendo historias para perdurar y utilizando la ciencia y la tecnología para lidiar con la nostalgia de la cálida fluidez marina.
La física moderna intenta unificar las fuerzas que dan forma y movimiento a la materia. Se ha encontrado coherencia entre el electromagnetismo, que impulsa la vida, y la fuerza atómica, que alimenta las estrellas. Sin embargo, aún no comprendemos completamente por qué un cuerpo masivo atrae a otros cuerpos más pequeños hacia su centro. Los astros giran, y no sabemos qué fuerza los mantiene en equilibrio. Del mismo modo, no comprendo por qué el movimiento de mi cuerpo suele dibujar bucles concéntricos alrededor de puntos como el hogar, el trabajo y la ciudad. Estos puntos actúan como objetos masivos y densos que me atrapan en su campo gravitacional.
Habitamos una ciudad siguiendo órbitas preestablecidas, cada individuo como un sistema atómico o solar regido por su propia masa, colisionando con otros seres orbitantes. Al observar el patrón de mis movimientos en un espacio reducido, veo una similitud con un modelo atómico, con mi propio núcleo compuesto de algo de mí y de los demás. En este imaginario material, soy un electrón resentido con sus orbitales.
La ciencia busca la partícula llamada gravitón para llenar el vacío en la teoría del mundo, colisionando partículas de alta energía en busca de respuestas. Desde los días de Demócrito, intentamos comprender la naturaleza de las cosas. Una colisión es una reducción violenta del vacío entre dos objetos. A nivel macroscópico, una colisión inclinó la Tierra y permitió que la vida prosperara; otras, a nivel atómico, han destruido ciudades en segundos, nos han hecho mutar en ideas, enamorarnos, odiar, y quedar quietos, imaginando por qué no sentimos el movimiento hasta que algo o alguien nos toca.
Escribo sobre esta nostalgia por un pasado acuoso como una forma de regresar a casa ajena y resistir la monotonía de mis órbitas por la ciudad. Me he prometido volver al mar algún día, y cuando la marea me retorne a la costa, tomar un puño de arena y apretarlo entre mis dedos para recordar que, como bestia terrestre, llevo en mis células la memoria del viaje del abuelo pez-lagarto.
Felipe de Jesús Saavedra Martínez (Estado de México, 1993). Biotecnólogo renegado. Tiene la hipótesis de que la vida es una metaficción escrita por células. Difama y divulga la ciencia escribiendo ensayo creativo y ficción. Ha colaborado con la revista Armas y Letras y distintas antologías. Le gusta ir al parque a mirar árboles y escuchar cigarras. Sobrevive en Monterrey, Nuevo León.