El muchacho trabajaba limpiando cuartos de alquiler en la casa de fachada seca y roída que, con cierto orgullo, en el pueblo llamaban El Hotel.
—Es un radio portátil, con música gratis, dijo el muchacho la vez que llevó a la cantina el aparato negro que había encontrado.
Trató de sintonizarlo pero no pudo sacarle otro ruido que no fuera el de la estática. A los diez minutos, hartos del sonido brumoso del aparato, los clientes de la cantina prefirieron levantarse para echarle monedas a la sinfonola vieja.
Al sábado siguiente el muchacho volvió con su radio. Le había improvisado la antena con un gancho para ropa y logró atrapar algunos segundos de música. Música gratis, gritó uno de los clientes. Al dueño de la cantina no le agradó el comentario.
Casi de inmediato, el aparato volvió a producir el sonido inestable de la primera noche.
—Llévatelo, le dijo el dueño al muchacho, que se llamaba Felipe. Cuando lo eches a andar me lo traes y te lo compro.
En la cantina seguían sonando los discos de hacía veinte años, de cuando trajeron la sinfonola. El dueño de la cantina la había pagado de un jalón. Le tenía un extraño afecto, aunque estaba aburrido de escuchar las mismas canciones. También sus clientes.
Se habían olvidado del radio negro hasta que un sábado el muchacho volvió con el aparato en las manos.
—Le faltaban pilas nuevas, dijo.
Y luego lo encendió. Esta vez no había ni música ni el zumbido de la estática. Sólo palabras inconexas. Esa mugre no sirve, dijo el cantinero. El muchacho giró la perilla esperanzado en pescar alguna canción. Si lograba mantener estable el sonido, aunque fuera por media hora, convencería al dueño de pagarle unos cincuenta, sesenta pesos. Pero de la bocina del aparato nada más se escuchaban pedacerías de palabras que no provenían de ninguna estación de radio. Ardiendo. Sillita. Mentir, fueron las primeras palabras. Y luego la siguiente tanda de tres: Cuerda. Lumbre. Fondo. Siempre palabras de tres en tres y luego el chamaco manipulaba la perilla para que saliera otro trío. Grapas. Dientes. Fierro. El muchacho empezó a ponerse nervioso y quiso salir corriendo, volver a casa y olvidarse del artefacto que recogió en uno de los cuartos del Hotel. Pero a cada giro del sintonizador el aparato captaba tres palabras. Rancho. Llantas. Ojos. Entonces los clientes rodearon el radio a la espera de más señales nuevas y cada uno fue imaginando lo que las palabras escondían. Familia. Güevos. Pestilencia, por ejemplo. Botas. Reata. Mochar. Se estaban habituando al timbre de aquella voz mandona salida del radio portátil. El cantinero puso una botella de tequila sobre la mesa donde se amontonaba su clientela.
—Sírvanse, muchachos, yo la picho.
Él cantinero se sirvió también un vaso.
Ahora se escuchaban palabras conectadas entre sí, de a tres. Hijo de la. Tírenlo por ai. A ver dame. El muchacho no tuvo de otra más que quedarse en la cantina, con media sonrisa en la cara. Pediría cien pesos por el radio.
—¿De dónde sacaste esta cosa?
—La olvidaron en uno de los cuartos del Hotel. Nadie vino a reclamarla, respondió el muchacho.
Levanten a ése. Vete por cheves. Está todo meado. En la cantina los oyentes seguían la incumbencia de las palabras y el muchacho se hacía experto en el uso del radio portátil. Los están chingando, dijo alguno de los clientes. Son unos cabrones, dijo otro, mientras volvía a llenar su caballito de tequila. Dejen oír, carajo.
Cuando el dueño de la cantina dijo eso, el radio se apagó de súbito, como si la luz se hubiera muerto en el pueblo.
—Son las pilas, anunció el muchacho. Se le acabaron. Hay que comprar otras.
Todos los clientes cooperaron para que el chamaco consiguiera pilas nuevas.
Al sábado siguiente esperaron al muchacho hasta las dos de la mañana. Nadie, ni siquiera el dueño, propuso que echaran a andar la vieja sinfonola. El muchacho no se apareció. Los clientes volvieron a sus casas decepcionados, de malas y todavía sobrios.
Un sábado después, para que el local no se le estuviera todo en silencio, el dueño conectó la sinfonola pero no hubo quien se levantara a ponerle monedas. Entonces llegó el muchacho con el aparato negro. No venía solo. Lo acompañaban tres tipos que nadie conocía.
—Tráiganos botellas del reposado más chingón que tenga, le dijo al dueño uno de los visitantes. Que sean tres botellas y un chingo de botanas.
El cantinero llevó el pedido a la mesa sin voltear a ver al chamaco del Hotel.
—Y cierre bien la puerta de este mugrero. Queremos estar entre puros compas. Ustedes son compas, ¿qué no?
Los que frecuentaban la cantina se quedaron tiesos y con el paladar seco, como si hubieran masticado zacate. Sin que nadie le echara una moneda, una rondana o una corcholata, como de vez en cuando hacían los clientes, la sinfonola vieja empezó a tocar La hiedra.
El que se veía más cabrón de los tres desconocidos echó un gargajo al piso de palo. Luego se rascó la cabeza y volvió a hablar:
—Esa canción nos gusta, don. Vuélvala a poner.
Entonces sonó La hiedra desde el inicio. El radio portátil estaba sobre la mesa, todavía apagado.
Los desconocidos se empinaban las botellas a puro pico. El muchacho del Hotel se achicaba a cada trago de los hombres que lo rodeaban. A los clientes regulares de la cantina se les habían cortado las ganas de orinar, o quizá era el miedo de ir solos al baño.
—A ver, don, póngase más canciones de Javier Solís. Pero bájele el volumen, que acá nuestro compa chamaco va a decirnos algo. Anda muy mudito.
El muchacho estaba pálido. Lo obligaron a beber cinco o seis tragos enteros y cuando agarró rubor le hicieron preguntas sobre el aparato. El dueño y los clientes de siempre tuvieron ganas de quedarse sordos por un rato largo.
—Oiga, don, aquí el chamaco dice que usted le iba a comprar esta cosa cuando se la compusiera. ¿Como para qué la quiere?
—No, yo no la quiero, ha de ser robada. Yo no compro chueco. Uno nunca sabe de quién son las pertenencias, terminó de decir el dueño de la cantina, como buscando apoyo de sus clientes, pero nada.
—Tú, chamaco, prende esa madre. Queremos oírla. A ver si alguno de tus compas reconoce las voces que suelta tu radio.
Las palabras ahora salieron nítidas de la bocina, transparentes, como cristal de laboratorio. Palabras, frases completas, amenazas, súplicas, risas, muchas risas, ruegos de hombres, hasta con ritmo. Uno de los clientes no pudo aguantar la orina y se meó en el pantalón. Un sello grande se le había marcado a la altura del cierre y las gotas le entibiaban las pantorrillas pero, extrañamente, nadie se burló de él. Para su fortuna, a los desconocidos nada más les importaba el muchacho del Hotel. Bromeaban con él, le acariciaban el pelo, le festejaban las piernas, y a veces el muchacho, con la cabeza de lado y los párpados medio cerrados, sonreía. El radio negro no dejaba de sonar.
Así varias horas, y las pilas no se terminaban. Otra cosa extraña: las botellas de tequila se vaciaban, pero las pilas del radio seguían como recién estrenadas. Tanto escucharon lo que salía del aparato que de pronto les pareció un idioma extranjero de tanto repetirse, y las frases violentas dejaron de tener sentido, igual que si fueran las tonterías de un loco. Hasta que al fin el aparato dejó de sonar.
Eran las seis de la mañana y el más cabrón de los desconocidos se veía entero. Se levantó y, señalando el radio, hizo la siguiente pregunta a los clientes de la cantina:
—¿Verdad que esta cosa nunca funcionó?
—No, patrón. Nunca. Siempre estuvo descompuesta, dijo el dueño y algunas cabezas se menearon para confirmarlo.
—¿Verdad que sí? Los muchachos y yo nomás queríamos verificar que estaba descompuesta. Y de paso a hacerles una visita de compas. Porque ustedes son compas, ¿qué no? Aquí nomás hay puro amigo, la mera verdad. Nosotros devolvemos al chamaco a su casa, ni se fije, don. Es que no sabe tomar.
El cantinero les abrió la puerta para que salieran. Vio que con el dinero que le aventaron al suelo podía comprar otra sinfonola. Una que tuviera música suficiente, como para no aburrirse en los próximos treinta, cuarenta años. Los resabios del susto todavía rondaban la mesa que habían ocupado las visitas y el chamaco del Hotel.
Cuando estuvo seguro de que se habían alejado, el dueño recogió las botellas y los platos de botana. Sus clientes se fueron en silencio, todos en grupo, colegiales. El radio portátil seguía en el centro de la mesa. Notó que el muchacho del Hotel se había esmerado para traérselo limpio. Negro, brilloso, que diera gusto pagar por él cien pesos.
Pasaron semanas para que el dueño volviera a abrir su cantina. El sábado que lo hizo recibió muy pocos clientes. Entre ellos hablaron menos que de costumbre gracias a la mucha música de la nueva sinfonola. El miedo se les había pasado, pero cuando iban al baño procuraban ir en parejas y no dilatarse mucho.
Nadie había preguntado por el chamaco que trabajaba en El Hotel. Tal vez andaba enfermo. Deseaban que estuviera enfermo, aunque ninguno lo creía probable. El volumen de la sinfonola nueva, a tope, estaba ayudándoles a disipar el recuerdo del muchacho.
—¿Cómo se llamaba? ¿Alguien se acuerda?
—No, yo no.
—No.
—Yo tampoco, dijo el cantinero. Nunca nos dijo cómo se llamaba.
—Bueno, sírveme otra.
El cantinero repartió generosamente el líquido de la botella entre sus clientes.
A las once y media oyeron voces y risas conocidas llegando de fuera. Los clientes y el dueño se quedaron callados, en ese instante de duda que aspira a confirmar que hubo un error en lo escuchado. Pero no, los pasos retumbaron de a de veras cerca de la entrada. La sinfonola terminó la canción que estaba tocando y, otra vez, empezó a sonar La hiedra.
Héctor Fernando Vizcarra (Ciudad de México, 1980). Autor de las novelas El filo diestro del durmiente y Constelaciones bajo tierra. Investigador del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM.