Quisiste con ternura, y el amor
te devoró de atrás hasta el riñón.
Cátulo Castillo, “Desencuentro”
I
La habitación se encontraba tenuemente iluminada por el sol del verano, el viento soplaba con un aliento de tierra y los terregales golpeaban las ventanas. Ella podía escuchar los pequeños golpes de las piedras impactando el vidrio, las puertas, los metales del hogar, un esqueleto a la deriva de inquietud marrón. El sueño se había esfumado. No deseaba levantarse, no lo haría, sería un día de esos, un día terrible, un día de alergias e inflamación, un día de tierra en la boca y en la garganta, como para nunca levantarse. El primer paso siempre es el más difícil: la naturalidad consecuente sucede con su propia pesadez. Siempre es el más difícil, el primer paso.
Y a través de la luz flotaban partículas de polvo. Encontraban refugio en la superficie de los muebles y en la pantalla del televisor, en el librero desordenado, los libros empalmados o de pie, las palabras a la vista, resguardando su lenguaje, pilares de páginas, subrayadas o no leídas, apuntes y observaciones que nadie más leerá, o quizá sí, quizá alguien encontraría en esas páginas la misma maravilla o un desacuerdo incuestionable.
Yacían las plantas muertas en el suelo; sus hojas secas se deshacían al contacto de la luz; tristes, en su descomposición inodora, acechaban sin victoria la oscuridad azul. Eran varias macetas que contenían tristes cadáveres en diferente estado, cadáveres transparentes; aquí hubo una planta, aquí no hay más que tierra triste y tierra muerta, muy muerta, muy triste.
Y las tazas, algunas vacías, todas sucias: la mancha del café trascendiendo ya su antiguo estado líquido. Las botellas de cerveza de pie o al final de un trayecto que estuvo repleto de música hueca y estridente; la ceniza del tabaco y la marihuana que danzan en su propia caligrafía; los platos sucios y la sobra deliciosa para el insecto, que de la depresión del otro encuentra la dicha, si es que la consciencia diminuta tiene tal gracia en su levedad.
Y la luz deja atrás los labiales abiertos y mordidos, de varios colores; el rímel casi terminado, los delineadores y la brocha sucia de las sombras para ojos. Quedan los colores atrás de la marcha, escondidos en esa máscara de la oscuridad que depreda al tiempo.
Escondida y paciente, una araña patona, casi invisible como el aire, practica su arte entrañable: matemáticamente rehace el hogar ordenado y perfecto; contempla la distracción del otro; espera su torpeza, el error inevitable; espera a lo lejos, lejos de la ropa cuyo término no se logra divisar: ropa en las sillas también, ropa en el librero desordenado y ropa sobre más ropa, ropa limpia y sucia, ropa que ayer se vistió o que no se volverá a usar.
Nadie se observa en el espejo y, por ello mismo, no se diría que existen sus aguas reflejantes.
Y la luz regresa a los libros, muchos libros, heridos por el descuido o mutilados por la violencia de una lectora que ha dejado atrás el culto al objeto (los lomos, las páginas, el cartón; recibiendo la película fina, tan transparente, del polvo). Y la luz ilumina la vida del polvo, la vida de los animales, la vida humana que intenta despertar después del mediodía.
II
La aventura del polvo se extiende también en los misterios de su oscuridad, porque lo invade todo, porque su recorrido no es solo de aire, sino de luz y negrura. Así como se apodera pacientemente del espacio visible; también, de lo invisible.
Y el polvo terrible entra en sus pulmones, la obligan a toser y estornudar, ashú, una vez, dos veces, ashú-ashú, el silencio responde el buen deseo. Un trayecto iluminado progresa y ese sol que entraba en la habitación pequeña y barata ahora da en la cama donde se encuentra Abigail, quien cuenta las fisuras del techo, esconde el rostro debajo de las sábanas, intenta en vano que el sueño le regrese.
Un calor imperdonable muerde su desnudez.
El primer paso es el más difícil; qué fastidio: levantarse.
III
Había soñado con cosas tristes que ya no podía recordar, pero definitivamente el día comenzaba y debía escapar de ahí, el único espacio que le gustaba, la cama suave que le atendía su pesadumbre y fragilidad. Logra con sorpresa sentarse en la cama, lleva sus manos a la cara. Bosteza y en el aire se le dibujan las imágenes del sueño anterior y su memoria intenta darle sentido al silencio y a las imágenes.
Ha soñado con una mujer llamada Patricia. Es una mujer que no conoce, pero sabe con certeza su nombre. Patricia es preciosa. Ambas nadan en una alberca muy profunda. Hay varias niñas nadando y gritando en un juego de chapoteos y sumergidas; ella es la única que no sabe nadar; Patricia intenta ayudarle, aunque solo la hunde más y más, y siente cómo el aire empieza a faltarle, y despierta de golpe, porque en los sueños la muerte no puede ser una respiración palpable.
La luz ha recorrido ya su cuerpo moreno. Está encorvada por los cólicos, siente que en cualquier momento le vendrá la menstruación, que sus entrañas anuncian un dolor que retuerce completamente sus intestinos; después, ese dolor se pronunciará por varios días. Abigail ahora guarda su cara entre las dos piernas; luego, desciende los pies al suelo: uno después del otro. En cualquier momento, piensa, en cualquier momento.
El día podría comenzar.
IV
Abigail estiró su mano para alcanzar el celular. Eran las 12:30. El plan del día eran cosas simples. Intentaría hablar con Morán, en persona o por llamada: el quiebre sería inevitable. Esta vez sí sucedería. La decisión estaba tomada. Ése era el plan central. También había quedado con Marina. El trabajo les impedía verse con frecuencia y estaban hartas de los mensajes de audio y los memes, y los reels cuando ya no quedaba nada por decirse. Unas cervezas para consolarse, quizá perderse en la conversación con otros extraños en una cantina del centro de la ciudad: despejarse en la boca de la noche o tal vez cantar en un karaoke hasta que todo cierre y sacarlo todo, sacarse del lenguaje y las entrañas al viejo Morán.
Abigail revisó su mensajería. Múltiples avisos del trabajo. Los ignoró. Era sábado, podrían esperar un día más. También tenía un mensaje de Morán. Pasó de él. Todavía no. Su mensaje más reciente era de Marina:
Nos vemos a las cinco, chula.
No vayas a llegar tarde otra vez o me voy alv.
Abigail sabía que la esperaría, aunque ella apareciera tres horas tarde, aunque el lugar estuviera derrumbándose por la lluvia de tierra que siempre precedía una tormenta de verdad: allí estaría Marina con un cigarro en la boca y una molestia evidente, la sermonearía, aunque Abigail fuese tres años mayor, la regañaría como una madre, y Abigail prometería que no volvería a pasar, ya lo verás, no vuelve a pasar, y Marina responderá Vete mucho a la mierda, Abi.
Sí bb, ahí estaré puntual, mi amor.
Después revisó su Instagram: laikeó varios videos de gatos, las fotografías de las amigas; mandó corazones a sus historias: chulísima mi amor, gpi; se alegró de ver que aparentaban felicidad y belleza; se alegró por las amigas y por el día que empezaba; finalmente, abandonó su virtualidad y se levantó.
El día podría, ahora sí, comenzar.
V
Sus pies estaban acostumbrados a la basura, sorteó todos los obstáculos y entró en el baño. Mientras orinaba, pensó en qué podría desayunar, qué faltaba por escribir de la tesis, qué palabras podría decirle a Morán para que la ruptura fuera menos dolorosa, pero decisiva; pensó en palabras que podría decirle y que también podrían servir para un poema: en su mente aparecieron algunas y quiso escribir, pero el celular se había quedado en la cama. En otro momento. Tomó el papel y se limpió serenamente, aplastó la palanca y el ruido se escuchó por toda la casa, y la inmundicia y el poema posible desaparecieron por la cañería.
Se miró en el espejo sus ojeras de mapache: la falta de sueño se notaba; quizá un corte de cabello pronto lo resolvería. Cambiar de aires siempre es bueno, siempre son buenos los cambios. El dolor en el abdomen reincidió; la náusea la desorientó por un instante. Siguió mirándose, aunque no quería. Están saliéndome caras las desveladas, así solo puedo gustarles a los viejos o a los poetas, concluyó mientras vaciaba la pasta en el cepillo. Abigail escupió su baba de menta y observó que, entre la blancura del lavabo, destacaba una ese curveada de color rojo. Dejó que el agua limpiara todo otra vez; vistió una blusa grande, negra, y caminó hacia la cocina: dos cervezas y un cartón de leche en el refrigerador. Nada para cocinar. Se desprendió un olor terrible y frío que le obligó a azotar la puerta. Optó por no comer nada, abrió la alacena y sacó la última taza limpia que le quedaba.
La cafetera estaba sucia, sin embargo. Tuvo que limpiarla con rapidez ineficaz. Vació agua de la llave y después colocó el filtro. Tenía poco café molido. Ese café se lo había regalado Morán cuando regresó de su viaje. Era un café delicioso que pronto se terminaría. Ya no habrá más, pensó con tristeza mientras preparaba la bebida y recordaba que la noche del obsequio, él le comentó que se había acostado con una editora. Ella quiso que él describiera a detalle, pero Morán solo se molestó en comentar que era una mujer grande que le pidió que la ahorcara y cacheteara con todas sus fuerzas.
El calor en su cuerpo la tranquilizó. Miró por la ventana: las tolvaneras no permitían mirar el árbol del patio; habían derribado su bote de basura, y las bolsas yacían desparramadas y abiertas en la acera, para alegría de los perros callejeros que la visitaban porque ella solía dejarles croquetas y agua.
Clima de mierda, dijo mientras sorbía su café y pensaba en que Morán nunca se había dignado a ahorcarla mientras cogían.
VI
La taza está en el suelo, recientemente sucia, con las demás. Abigail ha regresado a la cama y mira nuevamente su techo y piensa en cancelar a Marina porque el clima es terrible, porque los cólicos, porque no hay ganas. Pero no se anima a escribirle, le aterra tener que esperar más tiempo para volver a verla. La urgencia se sobrepone a la tierra que azota a todas las casas de la ciudad y las nubes tan negras y depredadoras. Abigail pierde el tiempo mirando videos y escroleando perfiles hasta que recibe un último mensaje de Marina:
Ya me voy a bañar, te veo en una hora, hermosa.
Yo también me meteré a bañar.
Ya te quiero ver, hermosa.
¡Urge!
Después de este mensaje, Abigail dejará su celular y se quedará unos minutos más mirando hacia su angustia, que le entrega la pureza de sus pensamientos, que no logra formar algún lenguaje conocido. Ya habrá olvidado las palabras de ese poema que quiso escribir. Ese poema nunca será escrito por nadie más: habitará el cementerio oceánico de poemas que fueron olvidados y se quedaron en esa nada del lenguaje que parecía asomarse ante la mirada de Abigail, quien cerrará los ojos y recordará lo difícil que será encontrar alguna blusa limpia o alguna palabra que le permita sumergirse de nuevo en el panteón de las ideas.
VII
Debajo de la regadera Abigail recibe el agua con tranquilidad. El silencio le agobia, así que ha puesto música al azar desde la bocina en la habitación. When you’re down and troubled. El agua le recorre todo el cuerpo, desde la cabeza hasta las nalgas, desde las nalgas hasta los pies, enjuaga su largo cabello, la espuma naufraga entre las burbujas y después desaparece para siempre. And you need some lovin’ care. Sin abrir los ojos, sus manos buscan, desde el ese instinto que despierta en lo cotidiano, el estropajo y el jabón, frota rápidamente a ambos y el jabón libera una explosión blanca, delicada, que chorrea entre sus dedos, escapando, o permanece en fibras de plástico y esponja. And nothin’, nothin’ is goin’ right. Se talla el cuerpo por jerarquías, primero detrás de sus orejas, luego el cuello que albergaba ya algunas verrugas diminutas, en seguida sus hombros y detrás de los codos; la espuma que naufraga encuentra el mismo destino cada vez. Abigail talla sus pechos, como dos cerezas; el jabón inunda parcialmente su ombligo; pasa sus manos por la espalda y limpia sus piernas largas, detrás de los tobillos, debajo de los pies, close your eyes and think of me; finalmente recorre su pubis con el estropajo y desciende hacia su vagina y su culo y la operación termina. Deja que el agua atraviese su totalidad, and soon I will be there. Por un momento, le parece, el agua forma parte de su cuerpo e imagina que su cuerpo se rompe como la espuma y desaparece por la alcantarilla, to brighten up even your darkest night, pero el agua no pudo lavar esa desgracia inminente de su ruptura ni la responsabilidad que caía sobre sus hombros ni la pérdida de ese poema: ella tomaba la decisión.
Y estoy cansada, pensará Abigail mientras permanece bajo el agua un rato más. Sentirá deseos de llorar, pero le aterra la imagen cursi de las lágrimas confundiéndose con el agua, inútilmente desperdiciadas.
Afuera las tolvaneras seguirán azotando la ciudad.
VIII
Abigail envolvió su cuerpo mojado en una toalla y caminó descalza por el baño. Eran las cuatro de la tarde. Quizá sería posible llegar a tiempo. Se vistió, pensó en Marina, imaginó que compartían, así como tantos, las mismas acciones de siempre; que en ese momento ella también se vestía para ir a verla; que, en una ciudad desgraciada por el polvo violento, ellas dos estaban destinadas a recorrer las avenidas y calles para encontrarse; que su encuentro era un desafío al clima, un desafío al paisaje, un desafío a la tristeza. Quizá sería posible llegar a tiempo. Después de todo, había alguien con quién charlar. Y Abigail apagó la música, esperó al Uber y se largó.
Solo quedó el sonido del viento azotando la ciudad a las cuatro y media de la tarde.
IX
En la cantina estaban solamente Abigail y dos mujeres que se tomaban de la mano y se besaban. Eran las cuatro con cincuenta. El camarero se acercó a ella. Era un hombre joven y tenía en la mirada un desasosiego contagioso.
Qué va a tomar, señorita.
Más tarde ordeno, estoy esperando a alguien más.
Como quiera.
Y se alejó de ella. Después le vio limpiando unos vasos y luego le miró abandonarse en el celular. Abigail abrió sus mensajes, ninguno de su amiga. Morán le había escrito otra vez. Decidió ignorarlo.
Ya llegué, mi amor, qué te pido???
Escribió Abigail a las cinco de la tarde. Miró a sus alrededores. Nada. Marina no llegaba.
Qué cabrona, pensó, ahora me quiere aplicar la misma y me va a hacer esperar. Y Abigail esperó hasta que, después de veinte minutos, llamó al camarero.
—Diga.
—Dos cervezas claras, por favor.
—¿Algo más?
—Dos vasos con hielo.
Te pedí una cerveza, wey, ya llega.
Escribió Abigail a las cinco y media. Miró hacia la puerta. La gente comenzaba a llegar. Gente tierna o terriblemente sola. Gente acompañada por dos o más personas. Gente que se amaba y gente que se amó. Gente que discutía en silencio o a los gritos.
Pero Marina no llegaba.
X
Una de las cervezas, caliente ahora, era invadida por la tolvanera, los hielos derretidos en uno de los vasos y el rumor de las personas, la música de fondo, la concurrencia, risas y vasos golpeando la madera de la barra. Abigail, nerviosa; las piernas, sin control.
Había bebido ya tres cervezas.
Morra, qué onda, ¿sí vas a venir?
Escribió Abigail con la mirada fija en la puerta, que tambaleaba primero hacia afuera y luego hacia adentro, produciendo un ruido como de cartón mojado. Un hombre se había acercado a ella para preguntarle si estaba sola. ¿No ves los dos vasos?, había respondido. El hombre la miraba ahora desde la esquina, cerca de los baños, con un cigarro iluminándole tenuemente.
¿Estás bien? Me estoy preocupando, Mari.
Escribió Abigail a las siete de la noche. Se había tomado ya la cerveza caliente de Marina y otras más. La preocupación, por ahora, le alejaba de la ebriedad. Una camarera se había llevado ya el vaso sobrante. El chico que le había atendido charlaba con dos hombres, aunque su mirada seguía pegada al teléfono; sonreía. La pareja de novias que había visto al llegar se fue y otras personas ocuparon ese lugar, y así sucesivamente. Abigail veía nuevos rostros que después se iban, ningún rostro familiar, ningún rostro que fuera a recordar después de esa noche.
XI
A las ocho decidió marcarle a Marina. La llamada se fue al buzón. Pagó y salió de la cantina. Marcó nuevamente. Nadie contestó. Repitió. Nada. Afuera se encontraban tres hombres charlando y fumando. Reconoció a uno de ellos. Habían estudiado juntos en algunas clases durante la universidad. Abigail se acercó y pidió fuego. Fumó largamente, miraba su celular repetidas veces.
—¿No has visto a Marina?
—No, tiene mucho que no la veo, la verdad; dijo el chico.
—Se supone que aquí la iba a ver, pero no ha llegado.
—¿Ya le marcaste?
—Ya.
—No, pues no sé.
—Si la ves, dile que me busque.
—Yo le digo.
—Ojalá no la hayan tumbado; comentó uno de los hombres, altísimo y delgado.
—Sí, andan tumbando mucho por aquí últimamente.
—En toda la ciudad, loco.
—Ey.
—Una vez me quitaron la cartera y los tenis: me quedé dormido, todo wey, en el camión y valió verga. No más traía cien pesos, pero igual; contó el hombre flaco mientras arrojaba la colilla del cigarro.
—Pinchi aire culero; sentenció y se adentró al bar. El otro hombre lo siguió.
—Yo le digo a Marina que te busqué si la veo.
Y Abigail caminó por el centro de la ciudad y se confundió con las pequeñas multitudes que recién llegaban y se perdían en las cantinas y las pistas de baile y las taquerías. La noche había calmado a los terregales. El viento, ahora desnudo, era helado y cruel. Abigail miraba todas las caras, esperando encontrarse con la mirada de Marina, intentaba reconocer en el cuerpo de alguien más el cuerpo de ella, o lo que podía recordar de ella, porque tenía varios meses sin verla. No tuvo suerte esa noche. Y una tristeza como de terror saboteó el cuerpo y la memoria de Abigail, quien, ya sin ganas de estar en la avenida, se había metido a otra cantina y se emborrachó sin poder contarle a nadie la frustración de las amigas que no llegan y las relaciones que no pueden terminarse y lo roto que a veces el idioma se le antoja.
XII
Y ya en la madrugada, con la memoria difuminada y errática, bailará con alguien desconocido, no podrá distinguir si fue mujer u hombre, pero le toma de la cintura, y él o ella le dice algo en otro lenguaje, aunque Abigail sabrá que era ese que ella hablaba, ¿verdad? y solo puede decir: sí, sí, y Abigail ríe sin saber por qué; le parecerá una persona atractiva. Sí, sí, sí, y ella recuerda que hacía tanto que no bailaba así y mira a esa persona con una ternura insólita porque se verá a sí misma en esa niebla de ruidos y tacto, hasta que el tiempo y el espacio se le desvanecen, porque todo es aquí y ahora y ya no. De pronto se encuentra en un coche y las luces de la ciudad son unas líneas que marchan y recorren su maledicencia; y fue un acontecimiento hermoso y olvidable y quiso compartírselo a él o ella pero no le saldrán las palabras hasta que lleguen a un departamento y él o ella la besará apresuradamente y la lengua parecerá acuchillarle su boca, y Abigail solo se atreverá a reírse mientras ella o él la desnudan con ansia, con deseosa violencia, y esas manos que no pudo reconocer masculinas o femeninas recorrerán sus senos y la cara, y después esos dedos entrarán en ella y, mientras se abandona en la incertidumbre, en el deseo de pintarle los dedos y la boca y el sexo de rojo, Abigail solo puede decir Sí, sí, sí, sí.
Y le pareció que sus gemidos tenían el sabor de la tierra y de la sangre que brotaba de ella como un árbol rojo.
Antonio Rubio Reyes (Ciudad Juárez, Chihuahua, 1994). Maestro en Estudios Literarios por la UACJ. Publicó Blu (Anverso, 2019), La santa patrona del tex-mex (Crisálida, 2021), Los funerales del agua (Fósforo, 2021) y El árbol derribado (Buenos Aires Poetry, 2022). Recibió el premio Guillermo Rousset Banda. Instagram: @_______blondi Correo: antoniorubio0411@gmail.com