ALGO SOBRE EL RECHAZO | POR ARMANDO GUTIÉRREZ VICTORIA

Hace no mucho, en un acto inusitado de valentía, alguien compartió en su perfil de Facebook un listado de las revistas literarias de las cuales había sido rechazado. Aquel reconocimiento público del fracaso tenía algo de interesante y, por qué no decirlo, de provocador ante el resto de personas que de ordinario callamos frente al no. Desconozco con certeza cuál era el objeto de aquella confesión, pero debo reconocer que me resultó imposible quedar indiferente, pues es el rechazo, lo aceptemos o no, uno de los temas que más preocupa a quien escribe, o al menos a quien comienza a escribir. Que levante la mano quien nunca ha sido objeto de rechazo. Y es que nos ha pasado, en más de una ocasión, que estamos completamente seguros de nosotros mismos y de nuestro texto, de sus virtudes y de su perfección, por lo que lo más lógico sería recibir ese afortunado , pero no’más no llega, y nuestras grandes y a veces desproporcionadas expectativas no se cumplen y esa negativa, esa tremenda indiferencia, sintetiza todo el desprecio del mundo, se transforma en un recordatorio más de nuestra tanta falta de talento y también de nuestras reducidas capacidades para la escritura.

Sí, el asunto suele tener algo de melodramático, pero es verdad que así se siente cuando nos invade por primera vez. Ser objeto de rechazo tiene las dimensiones de una afrenta personal, de una acción que de pronto desacredita todo nuestro esfuerzo, las tantas horas de trabajo, las revisiones subsecuentes y todo el empeño que pusimos en esas páginas. Por irracional que nos parezca, nos resulta hasta cierto punto imposible sustraernos de todo aquello, aunque a la distancia nos lleguemos a dar cuenta que, en la mayoría de los casos, el rechazo no tiene las dimensiones catastróficas que solemos otorgarle. Si bien es verdad que, incluso para los más experimentados, el rechazo resulta un tenue recordatorio de lo incierto que es someter nuestra escritura al escrutinio de otros ojos.

Por mucho que lo intente, por lo general el rechazado es incapaz de actuar de forma racional, menos si por casualidad recibe el tan temido no rodeado de otras personas, a las que siente que también defrauda con su fracaso. Y es que con una enorme facilidad hacemos nuestras las expectativas de propios y extraños, y nos sentimos juzgados y avergonzados de nuestra incapacidad, aun cuando nadie nos señale por ello.

Ante el rechazo se puede actuar de varios modos –como ante cualquiera de las pequeñas tragedias cotidianas–, pero usualmente optamos por la salida más torpe: negación, descrédito, tristeza, ira. Aunque puede que con el paso de los años nos tornemos un poco más insensibles ante sus efectos y hasta lleguemos al punto de reírnos de nosotros mismos. Porque, al final de nuestro duelo, uno tiene la opción de aceptar el fallo con resignación, con indiferencia o simplemente como un asunto más que irá a parar al imaginario de las cosas que ya no importan.

En lo personal, recuerdo con poca exactitud todas las veces que un texto de mi autoría ha sido rechazado, lo que no quiere decir que no reconozca el sentimiento de desilusión que aquellas experiencias difusas causaron en su presente; me refiero a ese extraño golpe al autoestima, un regusto vergonzoso ante la derrota, tan fuerte que a veces te llega a paralizar por algunos meses. A nadie le gusta ser rechazado, y menos cuando no se trata de nosotros mismos, sino de nuestro trabajo, que estimamos como lo más valioso que tenemos para ofrecer.

“Yo la verdad no me siento listo para volverlo a intentar. O al menos no por ahora”, me dijo en una ocasión un amigo, tras ser rechazado de una beca de escritura creativa, y en verdad que lo entendí.

Hay personas que ven en el rechazo una especie de lección, un tipo de “oportunidad” para el autoexamen. Lo sabemos muy bien, porque todos conocemos a alguien así. Son ellos quienes no se cansan de recomendar “revisa tu texto, puede mejorar”, “ya habrá otras oportunidades y debes estar mejor preparado”. Quizá más prácticos que quien esto escribe, este tipo de gente ha sabido hallar el “lado bueno” del asunto, aunque no se trate de otra cosa que su particular modo de lidiar con el no. En realidad, puede que tengan algo de razón, pero lo que ignoran –porque al final ellos suelen no ser los rechazados– es que toma algo de tiempo sobreponerse, asimilar el trance, recuperar ese pequeño trozo de confianza personal que se rompió en el camino. Resulta difícil volver al ritmo que nos habíamos impuesto y dejar de dudar de nuestro talento, aunque sea por unos minutos.

Hay otros, en cambio, que hacen del rechazo su personalidad y se transforman así en una suerte de outsiders profesionales. Se enfrentan diariamente contra el sistema, contra el capitalismo, contra los mecanismos del privilegio, de la cúpula literaria y del influyentismo, o contra un repertorio extensísimo de enemigos intangibles que se empeñan en obstaculizarlos, para evitar a toda costa que sean reconocidos por su talento. El rechazo se vuelve para ellos la respuesta lógica ante la incomprensión de sus vastas capacidades, que evidentemente exceden las convenciones artísticas de su momento y, por lo tanto, no pueden ser valoradas en esta época. Sin embargo, secretamente más de uno de estos valientes desearía ser incluido, aunque sea tan sólo por una única ocasión, dentro del prestigioso grupo de los escritores “famosos”, “reconocidos”, “valorados” y, mucho más importante, leídos por el gran público. No hay que reflexionar mucho para darnos cuenta de que todo esto se trata, más bien, de un gesto, de una postura, tan antigua como improductiva si no somos capaces de libramos a tiempo de ella, porque es verdad que no todos tenemos a nuestra disposición los mismos recursos, las mismas oportunidades, los mismos “contactos”, pero habría que ser honestos y preguntarnos qué tanto de esto en realidad aporta algo relevante a nuestra escritura.

Seamos justos, nadie te enseña a lidiar con el rechazo cuando de escribir se trata. En su mayoría, los autores hablan de constancia, de disciplina, de resiliencia. Poco sabemos de sus fracasos, de todas las veces que han sido ignorados o que han perdido algún premio de importancia. Nada se nos dice de qué hacen ante el políticamente correcto “no, gracias, ahorita no” de las editoriales y de las revistas. Muy tarde o en su mayoría ya en la vejez, cuando su talento ha sido ratificado en más de una ocasión, los lectores nos enteramos de todas las veces que un escritor o escritora de renombre fueron rechazados.

Y es entonces que se invierten los papeles, y es el editor, la revista o la institución pública los que nos parecen torpes, los que no supieron comprender las dimensiones de una obra extraordinaria, unas cualidades que, desde nuestro presente, nos parecen más que obvias. Nos es muy fácil empatizar con el tortuoso y desalentador proceso que sorteó un libro, y es que se trata de un título que en la actualidad nos parece un clásico indiscutible. Supongo que es ahí cuando uno está tentado a las comparaciones desmedidas, aunque ciertamente consoladoras y autocomplacientes. Recordamos a un Marcel Proust o a un James Joyce luchando por que se publicaran sus obras maestras y nos sentimos parte de una extraña hermandad, aunque en la práctica seamos solamente un montón de aspirantes sin las mismas dimensiones. Sí –nos engañamos–, con algo de suerte el nuestro también podría ser un caso semejante.

Es verdad que hay veces en que necesitamos saber de estos rechazos ejemplares, porque nos recuerda que en ocasiones el mundo –y no nosotros– es el que se equivoca. Quizá se deba a que estas historias nos brindan un asidero, así sea el de la autocompasión, el más cursi si se quiere, pero uno que nos permite seguir adelante con nuestro trabajo.

Creo que es momento de reconocer, con total honestidad, que suele ser difícil lidiar con el rechazo. Y más cuando vivimos una época que nos pide buscar una validación constante, en la que todos nuestros actos son susceptibles de ser cuantificados en un curriculum vitae o, en su defecto, propensos a la valoración de las redes sociales, que no se cansan de hacernos creer que la vida es una competencia por la felicidad. Siempre se espera de nosotros lo excepcional, y en esta lógica el rechazo tiene algo de anomalía, de ruptura y de discontinuidad del orden natural. Se le perdona el rechazo a unos cuantos, que por lo común suelen ser los más jóvenes, pero somos más inflexibles con los más experimentados. Fallar, yo no sé por qué, parece impensable en la madurez, porque damos por hecho que tanta experiencia no nos ha servido para gran cosa.

Llego a un punto muerto en este ensayo, y antes de caer en los lugares comunes, esos que reivindican el esfuerzo, los errores o que se aprovechan del resentimiento colectivo, prefiero el simple reconocimiento de la cuestión: todos fuimos-somos-seremos objeto de rechazo.

Tlalpan, junio-octubre 2024

Armando Gutiérrez Victoria (Ciudad de México, 1995). Autor de Week-end en Zipolite y otros poemas póstumos (Escrúpulos, 2023) y de Trece respuestas para un radio (Paserios, 2024). Ha colaborado en revistas y publicaciones como Enpoli, La Colmena, Punto de Partida, Nexos, La Palabra y el Hombre, Espora, Tintero Blanco, etc. Co-conductor del ciclo de entrevistas “Verbo Comisura”. Cursó el Doctorado en Literatura Hispánica en El Colegio de México. Ha publicado artículos especializados sobre la obra de Reinaldo Arenas, José Lezama Lima, Justo Sierra y Jaime Torres Bodet, entre otros. Preparó la edición crítica de Fanny Natali de Testa, De escritoras, carnavales y bandidos. Tres crónicas (1888) en Violetas de Anáhuac (Colección Perséfone, Colmex). X: @ArmandoGutiV