No lloré porque me pareció ridículo. O simplemente porque no quise llorar, no tuve ganas de hacerlo. Pero de que me conmovió, no hay duda. No me lo he sacado de la mente. Me obsesioné instantáneamente, en un flechazo, con una serie de grabados de la ciudad de Guanajuato. Quién diría que el lugar que me es más familiar, a la vez que repulsivo, podría verse tan lejano y atractivo en una impresión bajo el buril de Jesús Gallardo.
No es una sorpresa. Es el virtuosismo de los trazos de este artista, que hace que cualquier lugar, situación o escena parezca entrañable. En sus grabados cuida los trazos ágiles que constituyen a una sombra, una luz, una piedra, un túnel oscuro, un callejón apestoso, un perrito viendo a la noche. Trazos sin posibilidad de arrepentimiento. En sus pinturas sobre los cerros, cañadas y sierras, Guanajuato se vuelve un escenario de bosque y estepa, más estepa que bosque, indiferente a la vida cotidiana de sus calles. Los colores contrastantes advierten calidez, pero las formas contraargumentan clima templado; un soplo de viento perfecto.
En cualquier caso, tanto en sus grabados como en sus pinturas se antoja actuar como paseante o, incluso, como habitante. Es una idealización, por supuesto, creer que todos los días podrás recorrer la Subterránea, avanzar lento por las subidas y bajadas de Pocitos, andar por El Cantador guacamaya en mano, dejarte caer tranquilamente en un café hasta que llegue la noche y puedas volver, caminando y sin apuro, a tu casa en un callejón cualquiera. Que podrás andar por los cerros o rodear la Panorámica para respirar aire fresco y limpio mientras el día se acaba detrás del Cerro de la Bufa.
Pero bueno, ¿es que acaso cualquiera de estas narraciones podría recrearse en alguna ciudad? Es iluso pensar que los flâneur, sobre todo los mexicanos del interior de la República, sigan existiendo (¿existieron alguna vez?); o añorar siquiera que vuelvan (¿que hayan existido?). Ya somos otro tipo de paseantes, unos que no pueden andar entre coches, turistas, comercios de souvenirs, cafés que se apropiaron de las banquetas. Idiomas ininteligibles, precios altísimos de cualquier producto; calles para sillas, mesas y llantas, no para personas; y ruido en todas partes, interruptores del acto de caminar nuestra propia ciudad. ¿Realmente sigue siendo nuestra? ¿no nos la han arrebatado?
Sería interesante, de cualquier manera, preguntarle a alguien que sí habita Guanajuato qué tan alejada está de su realidad esa caminata ideal. Si, así como Gallardo, se para a contemplar cada ejemplar arquitectónico y paisajístico que se le pone enfrente, ¿o es que tiene razón José de Santiago Silva al afirmar que los viajeros se encargan “de ponderar lo que para los oriundos había dejado de sorprender”? ¿Será por eso por lo que las ciudades dejan de ser nuestras, para reaprender a mirarlas?
Por mi parte, solo sé que aquel lugar que me expulsó a patadas, y al que escupí de vuelta tan pronto cerré la puerta del auto que me llevaría lejos para no volver, tiene un encanto que no podía siquiera imaginarme mientras vivía ahí y que tardé años en volver a admitir. No necesariamente por su urbanidad, sino por la pesadez de sus habitantes. Convierten a la cuenca en un lugar claustrofóbico.
La geografía de Guanajuato es como una bolsa del mandado: todo se amontona en el fondo. No la culpo, fue la planeación de la ciudad, la necesidad de asentarse cerca de las minas. La gente ya no sabe de otra que no sea estar apelotonada siempre e inundada en verano. Y porque está inevitablemente hombro con hombro, todo se sabe.
Saber demasiado de otros te nubla la vista. Que sepan demasiado de ti, y tú tan poco, te deja ciego. Y esa ceguera demencial se contagia a otros órganos. Cuando menos te das cuenta, los olores involuntarios, los sonidos del silencio, el roce del viento de un día cualquiera en la ventana, se olvidan. Cuánto nos hieren los habitantes de las ciudades pequeñas y forzadas a existir; cuánta resistencia al reencuentro exige el recuerdo de lo repulsivo.
No obstante, un día cualquiera, tras ver “Paisaje nocturno” de Gallardo, me encuentro a mí misma dudando, admitiendo que sí, que todos estos años he estado ciega, sorda, inerte ante mi ciudad de la infancia. “Paisaje nocturno” es una imagen acromática, la luz que poco a poco ilumina sus elementos compositivos es la luna. Al ver la impresión, primero enfoco la mirada en los dos arcos del centro, en los que se soportan al menos tres casas. Luego, en las ventanas de dos de ellas, a las que la luz comienza a sacar de la penumbra; más arriba, el techo de una casa está completamente iluminado, se conforma de apenas unos trazos. El cielo se despliega en un tercio de la imagen y por él, una intencionalidad, tal vez inconsciente, de estrellas. Por debajo de los arcos, se extiende un camino hasta perderse en el fondo de la imagen.
Esta escena exacta la reconozco, la he visto en la Subterránea, aunque no podría precisar a qué altura; y, sin embargo, la distancia histórica que nos separa es muy grande: hace muchos años que la ciudad no tiene este paisaje nocturno. Ha virado en el tiempo, se ha coloreado, esas casas han crecido, o tal vez ahora son otras, el camino se ha pavimentado para los autos y se han colocado banquetas minúsculas para los peatones y la caca de paloma.
Cada vez que me preguntan para qué sirve el arte, no sé qué responder. En varias ocasiones me he encontrado admitiendo, entre burlas, que no sirve de nada. Pero en días como en el que no lloré porque me pareció ridículo, me confronto a mí misma: ¿qué es lo ridículo de conmoverte por un grabado que metió sus fibras en una herida que creías cicatrizada?
Es tal vez por considerarse extravagante o menor, que la conmoción que provoca un objeto artístico es un sentimiento insostenible. Al verme vulnerable frente a “Paisaje nocturno”, sé que inevitablemente tendré que explicarme algo que en primera instancia es tan solo un choque violento; una verdad todavía en la oscuridad que espera por ser develada; el comienzo de una búsqueda, que se sostiene en preguntas como: “¿cuál es exactamente esa herida que no ha sanado?”, “¿cuál es la prisa de haberla sanado ya?”.

Andrea Ortiz Morales (Guanajuato, 1996). Lectora y restauradora. Editora en Página Salmón. Coordina Espacio Compacta, donde acompaña escrituras e imparte talleres. Ha publicado cuento y ensayo en Página Salmón, Cósmica Fanzine, Especulativas MX, Bastardilla, Punto de Partida y Nexos. Escritura poco constante en: zaraterendon.tumblr.com