Cuando éramos niños, mis hermanos y yo jugábamos en las vías del tren, antes de que le pusieran reja alrededor. Hacíamos una fila india y luego saltábamos sobre los otros, a ver quién llegaba más lejos, hasta que se sentía esa ligera vibración de los metales y la grava, veíamos los cables temblorines y sólo entonces escuchábamos el silbido. ¡Cuidado con el tren!, decíamos mientras corríamos en desbandada por la vereda, de vuelta a casa, que nos quedaba de bajada.
Mamá nos tenía prohibido jugar ahí, pero como siempre estaba ocupada con el nuevo bebé —siempre había un nuevo bebé—, no podía vigilarnos bien. Que no vayan, con una chingada, nos decía mientras nos azotaba con una vara de pirul, ¿que no ven que van a quedar todos despanzurrados ahí arriba? Y ni quién se entere, ni quién les rece un padre nuestro.
Pero bien dicen que no se puede experimentar en cabeza ajena. Una noche de verano que dormíamos con la puerta del cuarto abierta, todos arrepegados en el único cuarto con techo de lámina, no sé bien por qué, me desperté y noté cierto murmullo, así como un ligero resplandor naranja que provenía de una ventana en la cocina. Tratando de no hacer ruido me acerqué ahí y encontré a mi madre también de chismosa. Se paró el tren, me dijo, ¿se habrá ido la luz? Voy a ver, le respondí ya con medio pie afuera de la ventana. No, no vayas, me dijo, pero no hizo amago alguno por detenerme.
Como era el mayor, me sentí con la obligación de ser valiente por ambos y salí corriendo. Alrededor del tren había muchas sombras con velas. Seguro eran vecinos, pero no recuerdo haber visto ningún rostro salvo el del conductor, que se mesaba los cabellos con desesperación, junto a las ruedas. Ahí estaba, castañeando los dientes, un cristiano… y con las tripas todas de fuera. Sudaba mucho y también lloraba gruesas lágrimas. Pero no se podía morir. Nadie se movía. Nadie parecía saber bien qué hacer.
Entonces, me puse de hinojos, sobre su pecho agitado y mientras tomaba su mano, le recé un padre nuestro. Por fin dejó de respirar.
Volví a casa con paso lento, tan lento que me pareció recorrer un camino sin fin, entre la bruma matutina. Al ver los ojos de mi madre no tuve que decir más. Me fi directo a la cama, de donde no debí salir esa maldita noche. Supongo que esa noche supe que debía hacerme cura.

Andros E. R. Aguilera (CDMX, 1998). Licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la FFyL-UNAM. Ha publicado reseñas, cuentos, poemas y artículos académicos en diversas revistas como Penumbria, Senderos Filológicos, (an)ecdótica, Revista Zur, Figuras, Irradiación, Casa del Tiempo, Weird Review, etc. Fue becario de investigación en el Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM. Conductor de los ciclos de entrevistas Código Cero y Verbo Comisura. Sus líneas de investigación son la novela y la poesía mexicana del siglo XXI. Actualmente trabaja como docente en la ENP y estudia la Maestría en Letras, en la UNAM. Esta minificción es parte de su próximo libro de minificciones.