Con los primeros rayos de sol, la carnicería de Julián abrió sus puertas. Era aquel el único oficio que había conocido en la vida. Sus manos callosas se cerraban con firmeza en torno al mango del cuchillo mientras lo afilaba sobre la piedra y pensaba en lo solitario que se sentía aquel sitio. De vez en cuando se rascaba el cuello con el dorso de la mano y miraba hacia la puerta, esperando a que alguien entrara, aunque sabía que aún era temprano.
Su cabello blanco, entreverado con mechones grises, caía en su frente, especialmente en los días calurosos en que el sudor les hacía resbalar. Su delantal, manchado de sangre seca, llevaba marcas que hablaban de años de uso continuo.
La carnicería era pequeña, con paredes de ladrillo oscuro que a menudo se humedecían con la niebla de la mañana. El aire estaba impregnado del olor penetrante de la carne fresca que colgaba alrededor de Julián, sujeta con ganchos de hierro. Con el tiempo, su olfato se había adaptado a ese aroma que persistía incluso cuando la mercancía se agotaba. En el suelo de piedra había manchas de sangre tan viejas como las del delantal, imposibles de borrar. Detrás del mostrador, una gran mesa de madera exhibía cicatrices profundas en su superficie, recuerdos de incontables cuchilladas. A través de la ventana, una luz tenue y quebradiza iluminaba apenas el interior.
El primer cliente del día llegó. Era una mujer de figura delgada, casi frágil, envuelta en un abrigo oscuro y gastado, aunque limpio. Su rostro pálido, de pómulos altos y marcados, parecía esculpido bajo la sombra de un sombrero negro de ala ancha que ocultaba parcialmente su mirada. Sus ojos, de un gris apagado, parecían mirar más allá de las paredes de la carnicería, como si estuvieran anclados en algún lugar remoto.
—¡Buenos días! —saludó Julián mientras dejaba a un lado la piedra de afilar—. ¿Qué se le ofrece?
La mujer recorrió con la vista el lugar, como si nunca antes hubiera estado en una carnicería.
—Buenos días —respondió al fin, con una voz baja pero clara—. Necesito carne para un funeral.
—¿Para un funeral? —repitió Julián, frunciendo el ceño.
Ella asintió, serena.
—Más bien para la cena que vendrá después.
Julián guardó la piedra bajo el mostrador y dejó el cuchillo sobre la mesa.
—¿Algún corte en particular? Señora…
—Doña Lucía Saavedra de Gutiérrez —respondió ella, pronunciando el nombre con una calma inquietante. Sus ojos se desviaron hacia la parte trasera de la carnicería, como si observara que había alguien detrás de Julián. Al voltear, él no vio a nadie.
—Deme lo que tenga más fresco —añadió Lucía, con una leve curva en los labios que no llegó a ser una sonrisa.
Julián se dirigió a los ganchos y escogió un trozo de carne. Lo colocó sobre la mesa y comenzó a cortarlo con movimientos lentos y precisos.
—¿Es usted de por aquí? —preguntó, intentando suavizar la tensión que sentía en el aire.
—No, estoy de paso.
—Si no es indiscreción, ¿qué era usted del difunto?
—Era mi esposo.
—Lo siento mucho. ¿De qué murió?
—Se ahogó en el río mientras nadaba, según el comisario. Pero no creo que haya sido eso. Era un excelente nadador. ¿Sabe usted nadar?
El cuchillo se detuvo en el aire. Julián frunció el ceño y dejó escapar un suspiro. La hoja, suspendida por un instante, cayó lentamente sobre la carne, como si liberara una tensión incapaz de resistir.
—No —respondió Julián, a la vez que dejaba el cuchillo a un lado y colocaba la carne sobre la pesa. La balanza crujió levemente—. Son dos pesetas.
Mientras envolvía la carne en un papel grueso de estraza, Lucía buscó las monedas en su bolso y las dejó sobre el mostrador con un gesto elegante.
—¿Lo conocía? —preguntó ella de pronto—. Se llamaba Miguel. Era pescador.
—¿A su esposo? No, no creo haberlo conocido.
—Nadie lo conocía realmente. Solo yo.
—¿Era buena persona?
—Para algunos, tal vez. Pero no para mí. Y sospecho que tampoco para quien lo mató.
Julián terminó de envolver el paquete y se lo entregó. Lucía lo tomó con ambas manos.
—Gracias —dijo él, mientras recogía las monedas.
—Gracias a usted —respondió ella con un tono que resultó casi distante.
Al llegar a la puerta, la mujer se detuvo y giró para mirarlo una última vez.
—¿Sabe algo? Es curioso cómo los muertos, aunque callados, siempre buscan y atormentan a los causantes de su muerte.
Julián no respondió. Se limitó a verla salir mientras un escalofrío le recorría el cuerpo.
Durante un largo rato, permaneció quieto, mirando las manchas de sangre en el mostrador y las cicatrices de la mesa. Por primera vez en años, sintió que la carnicería no estaba tan vacía como siempre había creído.

Alexander Batista (La Habana, 1996). Autor de El Caballero de la Luna, plaquette publicado en 2020 por la editorial Winged. He participado en el taller de literatura fantástica y ciencia ficción “EA”, donde he enriquecido mi visión literaria, demostrando un compromiso continuo con la creación y el aprendizaje en el ámbito literario.