LAS ALHAJAS | POR JULIO MARÍA FERNÁNDEZ MEZA

El Dr. Argaiz seguía sin creer que la taquería La Oriental se había vuelto tan ridículamente influyente que el Senado aprobó por unanimidad la reforma de la multinacional para cambiar de sede la Biblioteca Palafoxiana y abrir una sucursal en la bóveda que había ocupado por 450 años en el Centro Histórico de Puebla.

Como él y cualquier persona con una pizca de cultura sabían, en 1773, el abad Fabián y Fuero donó sus libros a la biblioteca, mandó a levantar la bóveda en que ésta se había albergado y ordenó la construcción de los dos primeros pisos de la estantería de maderas finas. Se inspiró en el noveno obispo de la diócesis poblana, Juan de Palafox y Mendoza, por quien la biblioteca lleva, merecidísimamente, su nombre. Más de un siglo atrás, Palafox donó su librería, compuesta de unos cinco mil volúmenes, a los colegios tridentinos, y fue la base de la que sería la primera biblioteca pública de América. Corría el año 2223 cuando se superaron los cien mil volúmenes de toda ralea, incluyendo nueve incunables, biblias y atlas de los siglos xvii y xviii, una edición excelsa del Quijote y algunas ediciones prínceps. El acervo se integraba, sobre todo, por homilías, apologéticas y hagiografías con una que otra adición pintoresca de literatura. Y si bien ya no era la biblioteca con la mayor cantidad de volúmenes en la América española, como llegó a serlo centurias atrás, nadie pondría en duda su valor histórico.

No fue sencillo que se alcanzara esta cifra, porque la Palafoxiana tuvo que afrontar la historia mexicana: sobrevivió a la Independencia, cinco intervenciones extranjeras, la pérdida de más de la mitad del territorio nacional, las leyes de Reforma, la Revolución Mexicana, la Guerra Cristera, las siete décadas en que el partido hegemónico gobernó y los cien años en que el siguiente partido hegemónico (que no era sino su refundición) se mantuvo en el poder, y todo ello sin añadir la lucha contra el narcotráfico que nunca parecía tener fin. Y a las desgracias humanas se sumaron las naturales: poco faltó para que los terremotos de 1999 y 2187 hicieran añicos el recinto; poco faltó para que se destruyeran los libros o las alhajas, pues Palafox afirmó que los libros eran las alhajas más convenientes del obispo.

Mal que bien seguía en pie y no siempre se las vio negras. En 2005 se inscribió en el Registro de la Memoria del Mundo de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO por sus siglas en inglés). En 2150 se reprodujo la totalidad de la bóveda, el inmobiliario y el acervo en el archivo holográfico de la Organización de las Redes y Agencias Unidas de Accionistas y Conglomerados (UNASCO por sus siglas en inglés).

Esta última iniciativa debería de tener contento a Argaiz, porque la Palafoxiana estaba resguardada en el ciberespacio y porque casualmente coincidía con la fecha de su nacimiento. A decir verdad, el director de la biblioteca —tal era su cargo— estaba deshecho. Que se contara con el holograma fue lo que convenció a las bancadas de aprobar el cambio de sede, más aún después del segundo temblor. A sus 73 años, el Dr. estaba en la edad en que pocas cosas lo sorprendían, pero nunca supuso que el arribismo se impondría ante los siglos y los sismos. Tenía vocación de historiador. Más que sentir amor por la biblioteca, la llevaba en los huesos. Además de compartir el apellido del primer biógrafo de Palafox, se había dedicado a estudiarla. Antes de que lo nombraran director, publicó un montón de artículos, capítulos y hasta un par de libros de cabo a rabo sobre la Palafoxiana. Había consagrado buena parte de su vida a mostrar el amor por la biblioteca. Pero de nada le había servido la erudición al encarar el problema en que estaba metido.

Desesperado por encontrar una solución se había partido la cabeza una y otra vez: prórrogas, amparos, sobornos, ninguna opción sonaba viable. Se había hecho un intento tras otro sin éxito. Argaiz se avergonzó de querer sabotear directamente el proyecto de La Oriental, si bien carecía del espíritu incendiario de los agitadores y anarquistas. Le frustraba estar al frente de la biblioteca sin tener ni… pulcra idea de cómo salvarla. Peor aún, los miembros de su equipo eran desusadamente condescendientes. Validaban cada propuesta y elogiaban todos los pros sin criticar ni uno solo de los contras. No trataban al Dr. a punta del «ora» típico de los poblanos. Saludaban con cortesía, sonreían sin falta, y desde luego no proponían nada. Él se refería a ellos como «ceros a la izquierda». La expresión revelaba que el director era añejo de cuerpo y alma. Cuando los espetaba, sus subordinados desviaban la mirada, tratando de entender lo que quería decir, disimulaban sus risitas y enseguida se enfrascaban en sus neurocelulares. Se diría que tenían el tacto de no hacerlo enfadar. La displicencia de su trato denotaba que no sentían conmiseración hacia su jefe. El Dr. Argaiz ya exhibía unas ojeras portentosas a causa de los desvelos y las pesadillas. En la más recurrente, los libros se abrían por sí solos y a coro lo llamaban traidor.

Al día siguiente debió de haberse presentado tarde al trabajo, aunque se levantó a primera hora, como si no le pesara el cansancio. Estaba por iniciar la jornada, a punto estuvo de revisar y firmar los ciberoficios de siempre, el mismo papeleo digital de todos los días, cuando quiso ir a la biblioteca. En vista de que ninguno de sus empleados había llegado todavía, se dirigió hacia allá, aliviado de no tener que supervisarlos en ese momento.

Entonces sintió una cierta serenidad, como cuando era joven y había magia en su vida. Se sentó a contemplar las estanterías en una de las sillas de cedro que rodeaban las mesas de lectura. Gozaba del privilegio de sentarse en cualquiera de las sillas sin que nadie se lo reprochara y ciertamente nadie iba a llamarle la atención. Con excepción del equipo y el Dr. Argaiz, que acudían allí con frecuencia, la biblioteca no recibía visitantes desde hacía mucho. Él precisaba calma, un respiro, lo que fuera que atenuara su desconsuelo.

Sin levantarse del asiento miró los volúmenes. No se dispuso a consultarlos. Se acordó de los que había leído en la Palafoxiana —apenas un puñado— y de los que había hojeado —un puñito más que el puñado. El hombre vio los libros y no se sintió triste de haber leído pocos. Había disfrutado de los libros de la colección personal que alojaba en casa, un impresionante repertorio de obras historiográficas y de estudios. Pero los suyos no podían compararse con el acervo de la Palafoxiana. Recordó los libros raros, para los que había que ponerse guantes y cubreboca con tal de leerlos: joyas bibliográficas como la Crónica de Nuremberg, que permanecía en buenas condiciones en el siglo xxiii, casi un milenio después de haberse impreso, o el Atlas de Ortelius, renombrado por ser el primer atlas moderno del mundo. Las declinaciones del Dr. estaban oxidadas y no llegó lejos al revisar aquellos textos en latín, aunque adoró las ilustraciones, los mapas, las figuras, las letras góticas, el papel de lino. Luego rememoró la Doctrina cristiana, referida como obra primitiva porque se imprimió en Nueva España hacia el final del siglo xvi. Pese a estar escrita en español, Argaiz la leyó a medias, pues le pareció muy aburrida. Y así remembró más libros que le agradaron o que se deslucieron de su mente. Sintió un extrañamiento. Tanto había pasado desde que recorrió ese legajo de papeles. Con algo de sorna, y quizá más de pena, se dijo que el tiempo pasaba volando y que la vida se le había ido. Sintió que ya no le reprochaban su pazguatería, sino que se cerraban de pronto y que ninguno se dirigía a él.

El ruido de afuera interrumpió su disquisición. Estridentes como siempre, los dispositivos automatizados de La Oriental comenzaron a vender sus productos a los transeúntes, puntuales para ofrecer al cliente tacos árabes de desayuno con la cancioncita de sobra conocida en la Angépolis. El hombre estaba tan tranquilo al contemplar los volúmenes que naturalmente se olvidó de la maniobra a esas horas. No era como si las máquinas lo estuvieran retando. Así operaban día a día y Argaiz ni podía darse ese lujo. No hizo el menor esfuerzo de cerrar las ventanas. Más bien dio unas vueltas con la esperanza de que terminara su miseria. Pensó que si de pronto los cacharros estallaran debido a que algún redentor averiara sus mecanismos —y habría de ser alguien como él, con consciencia de las clases obrera y robótica—, las calles se atestarían de muertos y, ay, qué dolor, qué pena, pero la empresa se iría a bancarrota y se derogaría la reforma. El Dr. apenas esbozó una sonrisa. El mundo podía acabarse por el invierno nuclear, el cambio climático o una tormenta solar y, sin embargo, ninguna debacle haría que la gente despreciara los tacos.

En su camino se cruzó el facistol de la biblioteca. Al igual que tantas otras veces, él lo hizo girar. Se quejó de que el invento de Grollier de Servière era tan inservible como todo lo que estaba allí. Quién querría leer siete libros de corrido con ese ruidero. Sintió un retortijón de tripas. No soportó más, tomó su maletín y se largó de una vez por todas.

El Dr. Argaiz renunció como director de la Biblioteca Palafoxiana. En vez de presenciar la tragedia prefirió que el equipo asumiera su responsabilidad como debió hacerlo desde el inicio. Como buenos mexicanos, hablaron pestes a su espalda y lo tildaron de cobarde. El Dr. hizo caso omiso de las habladurías. No podía conciliar la idea de que el acervo y el inmueble que lo alojó a lo largo del tiempo se conservaran en otra parte. Nada reemplazaría el original, ni la nueve sede ni el holograma. Pero en el fondo sabía que los otros tenían razón. Por eso estaba desangelado. El conocimiento podía albergarse en cualquier punto del ciberespacio, en ese ámbito sin fin ni principio. Todo estaría bien y en orden. Jamás hubo batalla que perder, porque ni la hubo. Los libros eran cosa del pasado. Ya no eran los cúmulos de sabiduría que alguna vez fueron, sino unas antiguallas más bien curiosas y del todo inservibles. Obstinado, y congruente con su vocación, Argaiz se aferraba a las alhajas que Palafox y tantos otros después de él se esforzaron en reunir.

En menos de una semana el Dr. consiguió chamba en una de las pocas librerías de viejo que aún existían. Aquí entre nos, está mejor que nunca. Se la vive leyendo, porque ahí ni se paran las moscas. Lo bueno es que ya no tiene que investigar. No tiene más pesadillas y está durmiendo a gusto, lo suficientemente bien para una persona de la tercera de edad. Claro, extraña la biblioteca. Cuando nadie lo ve, le da por hacer garabatos. Voy a ser honesto. Su habilidad en el dibujo deja mucho que desear, aunque le echa ganitas como todos nosotros. A nadie le ha mostrado el boceto de los tres cuerpos de la estantería y los libreros cubiertos de tela de alambre donde reposan los volúmenes. Una impecable obra de arte, de aquellas que desaparecen en un parpadeo, porque de arte no hay ni jota.

Sus dos o tres compañeros de trabajo se entretenían en contarle chistes verdes, como esos de que ya no se la paraba el entendimiento y tantas otras finuras por el estilo. Argaiz también fue joven como ellos y se alzaba de hombros ante sus guarradas. Como la convivencia era casi nula, lo fustigaban de «oras» sin que se diera la conversación. Eso sí, reconocen su brillantez. Todavía no lo persuaden de que muestre su diseño en La Oriental, al que el Dr. nombró La Alhaja. Apenas es un bosquejo, pero por algo se empieza. Se trata de un facistol en miniatura, que se enciende al presionar el botón deliberadamente decorado a la churrigueresca. Se presume que su rendimiento nada tiene que envidiarle a los aparatos de ahora, al menos en teoría. El acabado es de talavera y provee al comensal la irreprimible oportunidad de agasajarse de siete tacos de sopetón, según su paladar y necesidades.

Julio María Fernández Meza (Veracruz, 1985). Es escritor, crítico literario y docente mexicano. Es Doctor en Literatura Hispánica por El Colegio de México. Ha publicado cuentos, ensayos, microrrelatos, prólogos, aforismos en revistas y antologías, así como artículos especializados y capítulos de libro, en México, Estados Unidos, España y otros países. Ha obtenido obtenciones de creación y de crítica literaria.