PEQUEÑA FLOR: EL DESEO, LA MIRADA Y LA PALABRA EN CLARICE LISPECTOR | POR DANIELLA TRUJILLO OSPINA

Que nadie se engañe, sólo consigo la simplicidad con mucho esfuerzo.
Clarice Lispector

Ahora la imagen que tengo en mi mente es la de Clarice Lispector. Debo confesar que aquella mujer se me presenta misteriosa, emotiva y seductora. Gloria Gervitz en una nota introductoria, describe la literatura de Lispector como un tejido espeso, como “una tela mojada que pesa una enormidad y no cubre sino más bien desnuda” (2011, p. 5). De ahí que su escritura nos dé la sensación de que estamos a solas con la propia respiración, como menciona la propia Gervitz (2011), con una interioridad sin adornos que nos enreda y nos sobrecoge ferozmente. En sus poemas, cuentos, ensayos y novelas nos volcamos ante un profundo mundo revestido de cotidianidad, algo que Miguel Cossío Woodward describe como impresiones fulminantes de la realidad, trozos de vida que arden como carbones (2008).

En el fondo, esta viveza flagrante que envuelve la escritura de Lispector no busca más que mirar la complejidad de la condición humana sin el velo de determinismos morales o cuestiones enraizadas en el bien y el mal (Canedo, 2010). Lo que presenciamos es ciertamente una virtud, pues con facilidad sus palabras se abren a la propia vida y a sus secretos más oscuros. Por ello es que gran parte de su obra nos resulta erótica, pues en este movimiento de regreso (o descenso) al interior de ella misma y de sus personajes se expande un profundo deseo que interroga la vida, traicionando con perspicacia el mundo racional, transgrediendo los límites textuales/corporales y revelando una sexualidad que se desborda y no se agota en regímenes de conducta preexistentes (Andrade, 1994; Canedo, 2008).

En 1960 se publica Laços de familia, una obra que reúne sugestivas historias de la vida cotidiana donde gravitan relaciones sutilmente peligrosas y triviales entre parientes, amigos y conocidos. La fuerza de estos relatos reside en lo enigmático, trascendental y angustioso de la relación que se genera con el otro y consigo mismo. No es fortuito entonces que cada cuento nos produzca una continua sensación de extrañeza que no termina por desaparecer, una pequeña incomodidad que nos descoloca de aquello que estamos habituados a sentir, un pequeño salto a lo transgresor y desconcertante.

El cuento A menor mulher do mundo hace esto y mucho más. La simplicidad de su relato, produce un enigmático movimiento que pone a la luz lo problemático de la propia condición humana. Por ello vale la pena subrayar que pese a que pareciera reducirse a un relato que habla del encuentro curioso entre seres humanos de mundos lejanos y aparentemente inconmesurables, resulta ser, por el contrario, un deslumbrante escrito que desnuda la tiranía, el amor, el deseo y el miedo en lo humano.

Para empezar, no debemos ignorar el poder que produce la mirada sobre los cuerpos de los individuos. Aquí la historia comienza con la mirada de un explorador francés llamado Marcel Pretre sobre “uma mulher de quarenta e cinco centímetros madura, negra, calada” (Lispector, 2016, p. 193). De entrada, es él quien mira y ella la que es mirada como espécimen extraño y salvaje, como objeto. La capacidad de mirar del hombre y la pasividad de la mujer al constituirse como objeto que se mira, deja entrever la manera como las sociedades reproductoras del colonialismo y, en adelante, del capitalismo han fijado un sistema de relaciones que acentúa el sometimiento y la segregación de unos sujetos sobre otros, en este caso de hombres sobre mujeres.

Categorías socialmente construidas como raza y género, al igual que ciencias modernas como la antropometría, han servido para justificar la instauración de un sistema que problemáticamente ha fijado miradas, a todas luces, excluyentes, degradantes y diferenciadas. Al personaje de hombre blanco “colonizador” no le es posible “despigmentar” y desproveer de toda condición de inferioridad a la mujer que se mira, entendiendo que las medidas de su cuerpo rompen con cualquier parámetro de normalidad conocido.

Se aprecia así que la definición de negritud, feminidad y corporalidad aparecen en un primer instante como marcas de bestialidad e irracionalidad (Federici, 2010). Como sugiere Fanon [1952] 2009), el esquema corporal se vuelve tan determinante en la vida de los individuos que convierte a la humanidad en esclava de su apariencia, siendo en muchos casos lo negro, lo raro y lo femenino asociado a la no-humanidad, la zona de no ser, lo que es totalmente negado, como le ocurre a la protagonista que curiosamente las encarna todas.

Otro momento significativo sucede cuando Pretre tiene que obligarse a no perder los límites o desvariar ante una rareza que él detalla tan oscura e indiscutible, dejando entrever que para un individuo que no tiene otra arma más que la razón no hay nada más neurótico que el contacto con lo irracional y lo bestial (Fanon, [1952] 2009). Por tanto, su única opción es abordarla desde su racionalidad (Canedo, 2009) a través de una relación que la apropia y la fija en su propio lenguaje. Como señala la brasileña Ana Luiza Andrade (1994) el mismo acto de nombrarla por parte del explorador se convierte en una especie de bautismo cristiano.

La animalidad de Pequeña Flor pone en riesgo las consolidadas bases culturales del que la mira y la aborda desde su lenguaje (Andrade, 1994); no sin dejar de lado que su animalidad representa una “mezcla de precaria existencia y de vitalidad feroz, con la cual aparece significado el universo femenino” (Cróquer, 2000 citado en Canedo, 2008, p. 154). Esta “vitalidad feroz” supone ser el blanco de un inusitado canibalismo proveniente ahora de una sociedad moderna que la observa por medio de la fotografía que Pretre difunde en los diarios. Curiosamente, aunque Pequeña Flor se ha escapado de ser devorada físicamente en su propia tierra por los salvajes bantúes, su imagen pasa a ser devorada y consumida por la sociedad “civilizada” que experimenta su “descubrimiento” a través de los medios de información (Andrade, 1994).

Al ser descubierta ya existiendo, Pequeña Flor es sobredeterminada desde un exterior que la convierte en objeto de múltiples deseos. Más aun, llama la atención que su “hallazgo” dentro de la sociedad moderna rompe con los límites del mundo de lo posible para estas personas, como sostiene Canedo (2008). En otras palabras, lo que representa Pequeña Flor en los individuos no es sólo la posibilidad de transgresión de las leyes de la naturaleza, sino también la posibilidad de nuevas formas del deseo hacia ese “otro” que se presenta como una mujer tan diminuta, distinta, oscura y bestial. 

Muy en sintonía con los planteamientos de Foucault (2003), debe señalarse que aunque el comportamiento sexual ha sido la circunstancia más llamativa del deseo en la historia de la humanidad, éste no se constituye en su dominio exclusivo. En tal sentido, el deseo se vuelve pura experimentación del universo íntimo, cotidiano e insignificante (Canedo, 2008), donde pareciera que se le pidiera a ella que siguiera encogiéndose para satisfacción y complacencia de los otros. Ha medida que suceden estas reacciones, el deseo de quienes la observan es fijado por el mismo lenguaje que emite significantes de todo tipo, poniendo de manifiesto una relación conflictual entre los sujetos (Lacan, 1958). 

Ahora bien, el interior de Pequeña Flor es igualmente desconcertante e inquietante. El placer que siente con ella misma y con lo que la rodea desde el momento del encuentro con el explorador, va más allá del horizonte de lo humanamente apropiado. Lo que vive Pequeña Flor en ese instante rebasa cualquier experiencia posible dentro de la esfera de la racionalidad y la objetividad del mundo moderno. Así pues, advertir estas chispas de goce y calidez desde su propia pequeñez ante situaciones u objetos aparentemente intrascendentes deslumbran todo cuanto estamos habituados a sentir. 

Lo que le ocurre a Pequeña Flor es una de esas “felicidades clandestinas” que Clarice Lispector desnuda maravillosamente en sus historias. Clandestinas porque generalmente se encuentran prohibidas por “la esfera masculina, que ordena y regula la vida cotidiana; que esconde a los seres periféricos y la violencia escondida en lo cotidiano, pues enloquecen el orden” (Canedo, 2008, p. 151). Tal felicidad puesta en movimiento en lo profundo de su oscuridad, no sólo proviene de la tranquilidad de no ser devorada por ese extraño; sino también del amor que siente por ese sujeto que está delante de ella, así como por sus objetos. 

El deseo de esta pequeña mujer brota a sus anchas sobre cuerpos y objetos de manera asombrosa y sin distinción alguna. Su único recurso, su propia profundidad, la abre intensamente al mundo sin impedirle amar todas las cosas y personas con igual ímpetu o desinterés. 

Pues bien, lo oscuro parece irradiar una luz tan infinita que perturba e incomoda a su observador, el propio Pretre. Es ahí donde Lispector vuelve a hilar tan hondo en su escritura batallando con la intensidad y variedad de las emociones, las cuales para cualquiera parecieran insignificantes y marginales. 

Tal experiencia de amor en Pequeña Flor se vive desde lo que Bataille (1987) denomina como “erotismo de los corazones”, siendo éste el más libre de todos los erotismos que experimenta el ser humano, pues tiene la potencia de superar los límites de todo objeto y de todo cuerpo, desafiando así a la propia muerte desde el momento en que el individuo se embriaga de deseo. No es menor que este antropólogo considere el erotismo como una exuberancia de la propia vida, una experiencia de extrema intensidad que nos embarca hacia una aventura ininteligible. 

De otro lado, aunque hemos planteado el deseo de Pequeña Flor como un acto extraordinario que se extiende con toda su fuerza sobre lo humano y lo no humano sin diferenciación alguna; debemos detenernos en un segundo asunto que no resulta tan evidente. Aquí va: Pequeña Flor desafía cualquier atisbo de amor romántico. Sucede entonces que su protagonista vive el amor como la amante y no como la amada; es decir, como la que da agencia, significa y moviliza el acto, y no tanto, como la que es objeto de ello. 1

Pues bien, pese a que ella es vista como objeto (en general, por la sociedad moderna que la observa), en ningún momento se siente objetivada. Su manera de amar no pasa por ser la mujer que espera a ser conquistada o quiera ser correspondida por su amante. Más bien, su amor deviene en completa apertura en dirección hacia el otro, bajo una profunda libertad que prescinde de la espera o la sumisión a la que habitualmente la mujer ha sido condenada. Tal vez por eso el hombre cuando la mira sonreír de esa manera se perturba y se sonroja púdicamente, pues esa diminuta mujer derrumba todo cuanto él conoce del amor: como aquella relación que lo colocaría únicamente a él como el sujeto predilecto para dar inicio a la erotización y consumación de su encuentro, así como para dar rumbo a su destino. 

Nuevamente, la mujer que protagoniza las historias de Lispector logra superar los límites de lo posible en lo más íntimo y visceral de la existencia humana. El tono seco de su escritura, al que hace mención Gloria Gervitz, no es más que una deslumbrante destreza que adquiere para mostrar de manera implacable las sutiles fisuras y tensiones en las que estamos inmersos cotidianamente. Lo hondo de su pensamiento no hace más que poner en cuestión aquello que se sumerge entre lo vulnerable y lo potente, lo animal y lo humano, lo extraño y lo conocido, mediante revelaciones que desconciertan y perturban en gran medida nuestras más resguardadas certezas. 

No es menor el trabajo contenido en toda su obra literaria. La aparente simpleza con la que desnuda y transgrede el orden provisional que sostiene nuestras existencias, demanda una aguda determinación y una completa sensibilidad ante el mundo. Esta tensión absoluta de apertura es la que permea su escritura, develando así la intensidad de emociones tan vitales como el deseo, y de recursos tan poderosos como la mirada y la palabra.

Notas

1 Lo que se condensa en esta idea está en gran parte relacionado con varios de los cuestionamientos que ha propuesto el post-estructuralismo, en tanto posibilita preguntarse por la capacidad de agencia de los sujetos y examina cómo los individuos tienen un lugar en la constitución de las estructuras sociales. [↑]

Fuentes

Andrade, A. L. (1994). El cuerpo-texto caníbal en Clarice Lispector. Discurso. Teoría y análisis, 1-16.

Bataille, G. (1987). O erotismo. Sao Paulo, Basil: L&PM Editores S/A.

Canedo, A. (2008). Clarice Lispector: la cotidiana locura del placer. Revista de Estudios Hispánicos, 151-157.

Canedo, A. (2010). La herida vital o el amor en la escritura de Clarice Lispector. Revista Ciencia y Cultura, (25), 91-110.

Cossío Woodward, M. (2008). Prólogo. En: Lispector, C. Cuentos reunidos. Madrid, España: Ediciones Siruela, 7-20.

Fanon, F. [1952] (2009). Piel negra, máscaras blancas. Madrid: Ediciones Akal, Vol. 55.

Federici, S. (2010). Calibán y la bruja: mujeres, cuerpo y acumulación primitiva. Madrid, España: Traficantes de sueños.

Foucault, M. (2003). Historia de la sexualidad. 2 – El uso de los placeres. Buenos Aires, Argentina: Siglo XXI Editores.

Gervitz, G. (2011). Nota introductoria. En: Lispector, C. Material de lectura. El cuento contemporáneo 90. Ciudad de México, México: Universidad Nacional Autónoma de México, 3-5.

Lacan, J. (1958). El deseo y su interpretación. Versión crítica. Seminario 6.

Lispector, C. [1974] (2008). Cuentos reunidos. Madrid, España: Ediciones Siruela.Lispector, C. (2016). A menor mulher do mundo. En: Todos os contos. Rio de Janeiro, Brasil: Editora Rocco Ltda, 193-200.

Daniella Trujillo Ospina (Cali, 1992). Antropóloga y aficionada al ciclismo. Cursó la Maestría en Estudios Latinoamericanos de la UNAM y actualmente cursa el Doctorado en el mismo programa. Ha publicado variedad de artículos y libros en coautoría sobre cuestiones y problemáticas rurales en Colombia. Empecinada en vaciar sus ojos leyendo literatura latinoamericana.