LA RAZÓN DE LA SINRAZÓN: EL ENSAYO COMO INTELIGENCIA ANDANTE | POR OMAR JASSO

La razón es el demiurgo que atrapó a Descartes. La razón como ratio, es decir división, porción, rebanada del mundo. Trozo de eternidad, fugaz como el dinero de los bancos, que promete poder en la abstracción concreta de una cifra volátil. El valor es etéreo, fugitivo, pero aun lo fugitivo se concreta en las formas de la muerte. La muerte es racional; la vida, andante. La muerte va de tajos de un continuo indiviso, fluvial, y es tan solo una gota del deseo. La razón que se mira a sí misma es, evidentemente, irracional, porque requiere un salto metafísico1: inventar corolarios, axiomas que denuncien alguna eternidad que no es más que una piedra que las aguas azotan. Pero las piedras se desgastan, y hay una gran derrota en la entropía. No son distintos a esas piedras, por ejemplo, los trascendentales kantianos, ni las fórmulas (del latín pequeña forma2) con las que aún sueñan los lógicos que se enfrentaron, fracasando, a la razón incongruente de las paradojas. Si la razón se mirara a sí misma como una igual, y no debiera sostener su mirada en una ordinalidad racional en la que ella misma, como ente contemplado, fuera un fenómeno cardinal, se volvería loca de tanta intemperie, porque esa operación paradójica tendría que replicarse infinitamente (“y no hay razón para nada / de haber razón para tanto”, escribió sor Juana). Ese es el método de Cervantes, de Kafka.

Gil Villegas, siguiendo al filósofo Georg Simmel, dice:

Si tanto Baudelaire como la última estrofa del Fausto de Goethe parecen sintetizar la esencia de la modernidad en la posibilidad de “destilar lo eterno desde lo transitorio”, mediante símbolos y parábolas, entonces el ensayo sería la mejor forma de expresión literaria para captar la moderna realidad, fragmentaria y fugitiva, incluso cuando ésta pareciera quedar reducida a una mera vivencia individual. […] El ensayo es un “fragmento de la modernidad” en el que la esencia de la totalidad fluida, fracturada y disuelta del mundo, es captada en una forma fragmentaria por excelencia. (Gil, 1998, p. 14)

Si algo ha descalabrado a la razón capital de la modernidad ha sido la conciencia de que el lenguaje es mundo, que la conciencia es mundo. La herramienta más confiable del pensamiento ilustrado para conocer el mundo, la razón, es también experiencia. Si el pensamiento moderno es fragmentario, y el pensamiento es mundo, deducimos que el mundo, en cierto modo, es fragmentario en la modernidad. Y quizá antes que eternidad, parece haber una voluntad de poder en el lenguaje de la inteligencia (esto lo advierte Yépez en Yo Acuso! (Al Ensayo) (y Lo Hago) cuando habla, foucaultiano,3 de lo policiaco del ensayo). La eternidad es una forma de poder, porque da un centro inmóvil, una certeza. La conciencia es percepción organizada, pero sus órganos no están dentro de su cuerpo, sino que son externos (como el exoesqueleto de un cangrejo): la pura razón de la conciencia no se sostiene a sí misma, sino que vive inmersa en lo que experimenta, en lo que juzga. “Las cosas no son lo que parecen, pero tampoco son de otro modo”, reza el Sutra de Lankavatara.

El ensayo, como ente moderno, muestra la razón no ya como una roca, sino como un flujo; de ahí que Chesterton escribiese: “El ensayo es como la serpiente, suave, graciosa y de movimiento fácil, y también ondulante y errabundo” (Chesterton, 2022). Para Octavio Paz, siguiendo a Ortega y Gasset, el ensayo es “una forma de movimiento o exploración y descubrimiento, y no de construcción y colonización” (Gil, 1998, p. 16). Se abandona, así, la fuerza de la razón que erige summae filosóficas, grandes tratados sistémicos, y el ensayo resulta una exploración ya no categórica, sino experiencial. Y es también en términos de la experiencia, del viaje de la inteligencia, como Montaigne aborda la escritura del ensayo:

Si se trata de una materia que no entiendo, con mayor razón empleo en ella mi discernimiento, sondeando el vado de muy lejos; luego, si lo encuentro demasiado profundo para mi estatura, me detengo en la orilla. El convencimiento de no poder ir más allá es un signo del valor del juicio, y de los de mayor consideración. A veces imagino dar cuerpo a un asunto baladí o insignificante, buscando en qué apoyarlo y consolidarlo; otras, mis reflexiones pasan de un asunto noble y discutido en que nada nuevo puede hallarse, puesto que el camino está tan trillado, que no hay más recurso que seguir la pista que otros recorrieron. (Montaigne, 2003)

La descripción de Montaigne nos hace pensar en un viajero; muestra elementos espaciales que remiten a una suerte de geología de la mente, y es ese escenario el que atraviesa la inteligencia que no tiene solo el papel de sistematizadora, sino el de aventurera. Vivian Abenshushan está de acuerdo con Montaigne y, en general, con tal visión andante del ensayo. En Contra el ensayista sin estilo, escribió: “Informal, diverso, inacabado, el ensayo divaga sin proponerse dar con una verdad general, pero sin renunciar por eso a encontrar una verdad íntima, particular. Su espíritu contradictorio (preso de la duda) acepta la precariedad de sus aproximaciones, pero su minucia de verdad lo salva del nihilismo o la complacencia” (Abenshushan, 2007).

Vivian muestra que no peca de romántica: está de acuerdo con el arrojo ondulante, semejante al del flujo de conciencia, pero comprende que en el pensamiento escrito hay un doble movimiento de ligereza y gravedad. En ese sentido, para Chesterton, creer en la pura experiencia del viaje es una sinrazón:

Hay una especie de cualidad irracional e indefendible en muchas de las frases más brillantes de los ensayos más bellos. […] Hay un lugar para el ensayista meramente ocioso y errabundo, como hay un lugar para el viajero meramente ocioso y errabundo. […] Y ya sea materialista o moralista, escéptico o trascendental nuestro sistema es necesario que sea un sistema. Después de caminar durante cierto tiempo, la mente necesita llegar adonde se propone o regresar. Una cosa es viajar con esperanza y decir medio en broma que eso es mejor que llegar, y otra cosa es viajar sin esperanza porque se sabe que nunca se llegará (Chesterton, 2022).

Hay, entonces, un problema que nos remite al equilibrio entre lo indeterminado y lo determinado, entre lo suelto y lo reglado. Todo escritor, sea novelista, poeta o ensayista, parte de un impulso liberador, parte de un soltar. La escritura es imaginación en su sentido de creación de imágenes, incluso si entendemos la creación como una transfiguración de elementos previamente conocidos. Si hay novedad, aun si se trata solo de una forma distinta de expresar una misma experiencia contada de mil formas por tradiciones anteriores, entonces hay movimiento, soltura. Pero una fuerza grave, acaso la policía del sentido a la que nos remite Yépez, custodia con las fórmulas previas, de color ordinal, que hacen a la inteligencia volver sobre sí misma, reafirmarse en perpetuo ritornelo. Tal es la ley del discurso, la moral del discurso4: de entre todo lo fugaz, solo lo que retorna es permanente.

La prosa, sin duda, está siendo filtrada. Y parte de ese embudo, buena parte de esa summa de restricciones imperceptibles, de vigilancias —llamadas estilo, llamadas temática, llamadas párrafos, llamadas título— es exacerbada por el ensayo, el cual es contradictorio porque, por un lado, busca ir más allá del flujo, más allá de la fragmentación y, por otro, es el género más cuidado, es el género de mayor constricción, el más educado —el ensayo mayordomea lo literario— y por eso las revistas están llenas de ensayos y si uno ve a los ensayistas, los ensayistas somos los escritores más cuadrados. (Yépez, 2012, p. 101)

Ante la contradicción que señala Yépez sobre el ensayo, Hugo Hiriart pone, en metafórica geografía, al ensayo en medio del tratado y del aforismo. La disposición no es casual, sino que nos habla no ya de contradicción, sino de un espíritu de medianía dorada, aurea mediocritas. La figura nos remite a Ícaro: el ensayo tiene alas, por lo que no está preso en la rigidez de la tierra, pero esa libertad de vuelo debe ser responsable con su propia vida. Y la vida del ensayo, en Hiriart, depende de la claridad para con los lectores. No hay otro compromiso: la altura excesiva lo condena (al respecto, dice Vivian: “Como cúmulo de erudición y paráfrasis ostentosa, el ensayo no se me presenta más que como un objeto obsolescente [Abenshushan, 2007]); la vagabunda inmensidad del mar, que nunca se termina a sí mismo, lo ahoga (en esto, claramente, está de acuerdo con Chesterton). En El arte del ensayo, Hiriart nos dice:

El único compromiso del ensayo es no aburrir; quitando eso tiene hospitalidad de tribu del desierto y lo admite todo: el chisme, la tentativa, la extravagancia, el juego, el dicterio, la cita de memoria, el coqueteo, la arbitrariedad. Y es ilimitado: cualquier tema es bueno para un ensayo, desde la sesuda disquisición sobre la realidad política hasta la receta de cocina y la mosca de Proust que Alfonso Reyes oyó zumbar. Todo se vale. (Hiriart, 1999)

Hay, pues, un hilo delgado que sostiene la voz del ensayista: la inteligencia, que no siempre es equivalente a la razón. La razón, más bien pétrea, es la fuerza fragmentaria y grave; la que dota de peso, de realidad, el discurrir sin destino de la mente. Y para la mente, más volátil, que admite todo espacio sin señalar ningún particular camino, no hay real distinción entre lo fantástico, lo imaginario, lo real y lo verosímil. La inteligencia, que sería entonces la protagonista del ensayo, se vale de la razón, del argumento, para dar solidez a los caminos de la mente, aun si fueren fantásticos. No es la eternidad, sino la gravedad de una costumbre puesta por la razón en un estadio ordinal, lo que se destila en los minutos rotos de la humanidad contemporánea. El ensayo no revela, así, lo eterno, sino que juega con el centro racional de la noción de eterno en un tablero heteróclito, la mente, donde las muchas experiencias fugaces no están ya subordinadas a su orden. Los centros de orden discursivo se alteran, como la naturaleza cuando escucha la música de Polifemo. No solo lo eterno en lo transitorio, sino lo transitorio que es lo eterno. La eternidad se mueve. La eternidad es fugaz.

Notas

1 Yépez escribe, en Yo Acuso! (Al Ensayo (y Lo Hago): “La finalidad metafísica (e inconsciente) del ensayo es reemplazar la realidad por un juego de delirios personales. Tlön es el ensayo”. p. 98. [↑]

2 Piénsese en las Formas platónicas, que se sitúan en una ordinalidad de la que el mundo concreto, el mundo de los fenómenos, es cardinalidad. [↑]

3 “Se puede decir la verdad siempre que se diga en el espacio de una exterioridad salvaje; pero no se está en la verdad más que obedeciendo a las reglas de una “policía” discursiva que se debe reactivar en cada uno de sus discursos” (Foucault, 1992, p. 31). [↑]

4 Moral proviene del latín mos, moris, que significa costumbre, manera de vivir. [↑]

Fuentes

Abenshushan, V. (2007). Contra el ensayista sin estilo. En Una habitación desordenada (pp. 101‐108). UNAM / Equilibrista.

Chesterton, G. K. (2022). Sobre el ensayo. Internet Archive. Recuperado de archive.org

Foucault, M. (1992). El orden del discurso. Tusquets.

Gil Villegas, F. (1998). El ensayo: precursor de la modernidad. Vuelta, 257.

Hiriart, H. (1999). El arte del ensayo. La Jornada. Recuperado de jornada.com.mx/1999/10/04/sem-columnas.html

Montaigne, M. (2003). De Demócrito y Heráclito. En Ensayos de Montaigne. Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. Recuperado de https://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmcqz259

Yépez, H. (2012). Yo Acuso! (Al Ensayo) (y Lo Hago). En Contraensayo. Antología de ensayo mexicano actual (pp. 97-102). UNAM.

Omar Jasso (Estado de México, 1990). Escribió Tierra (Editorial Literal, CDMX, 2020), y textos suyos aparecen en las antologías Los reyes subterráneos (La Bella Varsovia, España, 2015), Ritmo. Poesía joven de México (UNAM, CDMX, 2018), Poetas parricidas (Cuadrivio, CDMX, 2014), y en las revistas Palabrijes, Carruaje de pájaros, Revista Kametsa, La Pulcata, entre otras.