«DEVORO ALGO MMMUERTO», DE LORENA AVIÑA: LA ESCRITURA COMO EJERCICIO DE RECONOCIMIENTO | POR LUIS FERNANDO RANGEL

Aviña, Lorena. (2023). Devoro algo mmmuerto. Escrúpulos.

Siempre he pensado que para escribir es sumamente importante hablar de definiciones. Con esto no me refiero a buscar el significado de cada palabra en el diccionario, sino al acto de resignificarlas al redefinirlas: al escribir nos encontramos en el ejercicio del reconocimiento en el que asumimos una voz y una postura ante el mundo y la palabra; es necesario saber desde dónde y para qué escribimos. Desde aquí comenzaré a hablar sobre Devoro algo mmmuerto de Lorena Aviña. Este libro, que leí más de una ocasión, no por la brevedad sino por la contundencia, nos propone tres diálogos confrontativos que se gestan desde una misma voz que ensaya diversas problemáticas: la voz que se enfrenta ante la burla y el castigo por no poder enunciar al mundo con la fluidez de un habla que no se interrumpe; la voz de quien se reconoce como la gorda y se enfrenta tanto a los estándares de belleza como a la lucha interna que nace al buscar encajar en el canon y no encontrar un lugar en la sociedad; y la voz que reclama desde de un dolor a medias, difícil de comprender, por un luto que no terminar por concluir ante un duelo que puede significar mucho o nada, porque la pérdida también es liberación, y en donde la figura de la madre se vuelve un recuerdo doloroso que se desdibuja.

El libro comienza, más allá de sus tres apartados, con un poema que no forma parte de ninguno pero desde el cual se establece una dinámica que nos ayuda a comprender el juego de las resignificaciones y las definiciones a lo largo del poemario. Aquí Lorena Aviña confiesa su poética al enunciar que “cada cierto tiempo dejo de escribir / para poder ahogarme y luego sentencia luegoescribrofrénetica” para después decir “me gusta ver las palabras mezcladas” en este juego de disponer del apartado visual en el que las palabras sirven para construir(nos). Está consciente de que el acto de la escritura es un ejercicio de reconocimiento. Aquí lo que se reconoce, además de la poética, es el cuerpo. El epígrafe de Manuel Vilas con el que arranca el libro, lo sentencia de forma tajante: “La vida te va robando el alma / hasta que te la quita entera / y te da a cambio, como consuelo / o como pago, un cuerpo”; y la poeta sabe que si sólo queda un cuerpo, desde ese cuerpo es que se habla de la disfemia, la gordofobia, la enfermedad y la muerte.

“Destazar” es un acto sumamente salvaje. Nos habla de cercenar, de los pedazos, los restos: así es el habla que se interrumpe, que se corta, que se enfrenta a la dificultad de decir algunas palabras o de pronunciar determinados sonidos; porque las palabras se vuelven sílabas y las letras se alargan o que se acortan para entender que los tres tristes tigres que tragan trigo en un trigal terminan por ser una “t” infinita y una “r” dolorosa. El primer apartado del libro aborda la disfemia. Aquí el ejercicio de la lectura resulta incómodo y se hace desde la plena conciencia del lenguaje y el habla: de quien se detiene a repasar cómo es su habla cotidiana y asume su voz tartamuda para trasladarla al poema en un ejercicio arriesgado pero contundente. Por eso es incómodo, porque el poema está escrito desde la disfemia misma, como quien habla con el temor de sufrir la burla y el castigo, porque no puede hablar como los demás, es decir, fluido. Quien lee se enfrenta al juego de las palabras que se sustituyen, como si se tratara de cambiar el miedo por la burla o viceversa, en un ejercicio de buscar las palabras que no detonen la tartamudez, que buscan otra forma de enunciar al mundo, huyendo de los sonidos que pueden delatar la disfemia. Quien lee se enfrenta, también, al juego de sonidos para saberse en un laberinto de palabras en el que no hay salida. Por eso la autora dice “si mi cara no tiene e e espasmos, no la ggolpeo”,  “_ _ es se cambia a tercero” y “siempre la misma letra / repetida”. Destazar es mutilar, cortar: es morderse la lengua. 

“Engullir” es un acto grotesco. No se trata de tragar, sino de hacerlo de forma violenta, apresurada. Así es enfrentarse a un atracón de comida y a las consecuencias de la culpa y el castigo. La violencia es el tema que atraviesa el segundo apartado del libro. Aquí se asume una voz periférica desde un cuerpo no estandarizado por los cánones de belleza al no ser parte de lo que “se debería de ser”. Aquí habla la gorda, quien busca darle la vuelta a los chistes de mal gusto y ver lo que se oculta tras la risa fácil, es decir, todo el sufrimiento que se esconde detrás. La voz que habla escribe desde el dolor a través de la reescritura e intervención de los tips de las revistas que son, a fin de cuentas, una versión actualizada de los consejos innecesarios de quien ofrece milagros “sin mala intención”, pero con el prejuicio detrás de que un cuerpo sano es un cuerpo delgado hasta sus últimas consecuencias. La voz que habla, escribe desde el reclamo constante al que se enfrenta una persona gorda porque interioriza los comentarios desafortunados de los demás. El texto nos enfrenta a una mirada que juzga y causa incomodidades en un cuerpo que se exhibe desde una aparente monstruosidad por ser voluminoso: aquí se dice que la gorda no puedo hacer tal o cual cosa porque se sabe que, aunque no se diga, la idea de “persona” no toca a los gordos. Sin embargo, la violencia no viene solamente de los otros, sino que la violencia termina por ser el hambre a la que se somete la persona como una forma de castigo: oír la voz del hambre debe ser atroz, así como engullir también resulta terrible. Pero al final de cuentas se busca un diálogo del cuerpo con la paz y reconocerse en esa paz. Por eso la autora dice “Recuerda que te obligó a hacer dieta. / Guarda el rencor en tu pastel de cumpleaños” y “s i   q u e d o  m u y  g r a n d e”. Engullir es violento: es desbordarse y contenerse. 

“Inhumar” es un acto doloroso. El tercer y último apartado del libro trata sobre los recuerdos: recordar es traer de nueva cuenta a los muertos, desenterrarlos y una vez que están afuera, hablar con ellos. ¿Qué tenemos que decirle a nuestros muertos?, ¿qué tienen que decirnos ellos a nosotros? Porque a veces resulta más fácil hablar con los muertos que con los vivos, es decir, dialogar desde la reflexión ante la partida de un ser que nos oprime y una vez que nos liberamos del peso de la existencia del otro, ver las cosas de otra manera. Por eso aquí Lorena Aviña habla de las despedidas: porque no nos despedimos solamente una vez, sino que cada acto de separación conlleva una despedida y un proceso en el que al encontrarnos con nuevos recuerdos nos despedimos poco a poco de cada aspecto en el que nos vemos reflejados. Además, si no logra reconocerse desde el amor, busca reconocerse desde otros lugares: tal vez desde la decepción, como cuando ve en las frutas que se están pudriendo una metáfora de su relación familiar; o desde la hoja en blanco como un espacio para la rabia, para la escritura catártica, ya que es el único lugar en el que puede hablar con claridad y franqueza ante un hecho tan doloroso como la muerte, la decepción y el odio. Entonces una vez hecha la búsqueda no queda sino huir, como los pájaros, que se alejan en parvada. Por eso la autora dice “Pienso en tu muerte como un milagro de vida” y “Mamá… / gracias por haberte muerto / es la única forma que tengo para decirte que te amo”. Inhumar es doloroso: es enfrentarse a la muerte dos veces. 

El poema, recuerdo que un maestro lo decía, es una partitura: la enunciación visual es sumamente importante. Lorena Aviña lo sabe. Por eso juega con las posibilidades de la hoja en blanco como una partitura en la que el sonido se marca a partir de juegos tipográficos y las intervenciones, como con letras en diferentes pesos, desde regular hasta bold para destacar aquello que es difícil de pronunciar, como si al hacerlo más visible tropezaramos; líneas en donde deberían ir palabras, en el ejercicio de buscar otra forma de decir las cosas; diagonales para cortar las palabras como quien habla sílaba a sílaba, letra a letra; diferentes tamaños en la tipografía, como si algunas palabras pesaran más que otras; textos que se abren y se cierran, como la piel que se expande y se contrae, que no encuentra su lugar, que ocupa más espacio; hasta intervenciones de textos de portales digitales desde una censura que resignifica el mensaje original para apropiarse de él. John Cage ya nos había dicho que el silencio no existe y que la música de su famosa composición 4′33″ era el ruido que lo envolvía, aquí el poema es partitura y nos envuelve el ruido de fondo: la voz temblorosa, la carcajada ahogada, el llanto contenido, el grito autoritario, pero sobre todo las palabras de amor, resistencia y orgullo, todo para hablar desde el desprecio, para que quien lea sepa lo que es quererse en esas condiciones.

Luis Fernando Rangel (Chihuahua, 1995). Escritor y editor. Sus libros más recientes son La mano de Dios (Editores UACH, 2024) y Must be the season of the witch (Granuja, 2023). Ha recibido el II Premio Internacional de Poesía Nueva York Poetry Press, los Juegos Florales de Lagos de Moreno en cuento en 2021 y el IV Premio Nacional de Poesía “Germán List Arzubide”, entre otros. Textos suyos han sido traducidos al inglés y al italiano, y aparecen en revistas y antologías de México, Ecuador, Colombia, Argentina, Chile y Estados Unidos. Forma parte de Fósforo. Literatura en breve y Sangre Ediciones. Ha sido becario del FOMAC (2017, 2023), del curso de verano de la Fundación para las Letras Mexicanas (2017) y del Festival Interfaz de ISSSTE Cultura (2015). Es Licenciado en Letras Españolas por la UACH. Actualmente es Jefe de Unidad Editorial de la Facultad de Filosofía y Letras de la UACH.