Preámbulo
Matilde Serao (Patras, Grecia 1856-Nápoles 1927). Notable escritora cuya vida se circunscribe entre dos grandes acontecimientos históricos: la Unificación italiana (1861) y los primeros años del gobierno fascista de Mussolini. Si bien, Serao dedicó sus esfuerzos, en primera instancia, a forjarse como educadora, fueron sus trabajos literarios los que la catapultaron a la fama nacional e internacional. No obstante, para nutrir y pulir su pluma, Serao se sirvió del periodismo. Con su experiencia como columnista de periódicos en el Corriere del Matino y, como fundadora, del Corriere di Roma logró elaborar y publicar algunos pequeños bocetos de novelas con descripciones vívidas de los barrios de Nápoles. De hecho, a partir de su oficio periodístico es que logró conjugar el retrato de una Nápoles en la que se confronta un pasado fantástico, lleno de historia y tradiciones, con un presente marcado por la industrialización del sur de Italia, y con ella, el empobrecimiento de muchos y el enriquecimiento de unos pocos. La historia que a continuación se presenta es un pequeño atisbo de lo que implicó el trabajo literario, periodístico y hasta antropológico de esta escritora napolitana.
‘O munaciello1
Esta fue su historia. En 1445, año de la fructífera Encarnación, reinando Alfonso de Aragón, una joven de nombre Caterina Frezza, hija de un comerciante de paños, se enamoró de un noble trabajador, Stefano Maricorda. Y, como es costumbre en el amor, el trabajador la colmó de grandísimo afecto, de tal suerte, que nunca fue vista pareja tan igualmente enamorada y fiel. Pero, todo aquel amor no estaba exento de dolor, pues, la disparidad de la cuna les prohibía el enlace matrimonial. En la casa Maricorda se libraba una gran guerra contra Stefano. Caterincita, en su casa, era atormentada de diferentes formas por el padre y los hermanos. Pero, por cada continuo y fuerte pesar en que, se podría decir, se comía veneno y se bebían lágrimas, los enamorados tenían horas de inestimable dicha.
Avanzada la noche, cuando en las calles de los mercaderes no había caminante alguno, Stefano Maricorda envuelto en oscuro manto, con el que se protegían ladrones y amantes, penetraba por estrechos y negros pasillos. Subía por una escalera fangosa y zanjada en la que podía, fácilmente, romperse el cuello. Entraba sobre un techo y desde allá descendía, terraza por terraza, con una desenvoltura y seguridad que el amor reforzaba. Llegaba a la terracita donde lo esperaba, temblando de miedo, Caterincita Frezza. Querido lector, si alguna vez temblaste de amor, imagina aquellos momentos y no pidas más descripción a esta débil pluma.
Empero, en una noche profunda cuando las almas más se abrían a la celestial beatitud del paraíso, manos traidoras y burguesas aferraron a Stefano por sus espaldas, privándolo de alguna defensa. Stefano fue arrojado a la calle, mientras Caterincita, gritando y torciendo los brazos, se aferraba a la ropa de los asesinos. El bello cuerpo de Stefano Maricorda yació horriblemente magullado por una noche y un día en la fétida calle, hasta que algunos parientes piadosos lo recogieron para darle honrada sepultura. Pero, en verdad, fue aquella muerte vulgarmente violenta, porque hay dudas respecto al destino de aquella alma arrancada de la tierra y mandada frente al Señor cargada pecados.
Caterincita huyó de casa loca de dolor. Luego, fue piamente atendida por las monjas de un convento. Un día aquélla dio a luz a un niño pequeñito, pequeñito, pálido y con los ojos aterrados. Por piedad hacia aquel pequeño ser, las monjas lo dejaron a la madre para ser criado y cuidado. Sin embargo, con el pasar del tiempo, el niño no creció mucho. La madre, cuya mente se encontraba confinada en la bella y gallarda figura de Stefano Maricorda, se afligía. Las monjas le aconsejaron rezar a la Virgen para que le diese una radiante salud al niño, y así lo hizo; además, lo vistió con un hábito negro y blanco, cual pequeño monje. Pero, otra cosa había dispuesto Dios en su infinita sabiduría.
Su hijito, teniendo más años, no creció mucho. Se parecía a aquellos graciosos enanos que alegran muchas de las cortes de poderosos soberanos. Aunque ella continuó vistiéndolo de pequeño monje. Por ello, la gente lo llamaba vulgarmente el niño munaciello. Las monjas lo amaban, pero los comerciantes reprobaban al niño por su enorme y casi monstruosa cabeza, por su tez pálida y por sus extraños ropajes. Algunas veces lo insultaban, como hace comúnmente la gente con las personas débiles e inermes. Cuando ‘o munaciello pasaba delante de la bodega de los Frezza, tíos y primos salían de sus puertas para insultarlo.
No me corresponde indagar sobre las injustas palabras que le eran dirigidas a munaciello, pero es verdad que éste las compartía a su madre con tristeza y melancolía. A veces, un golpe de cólera lo cegaba, entonces, su madre lo hacía arrodillarse y rezar. Poco a poco, en los barrios bajos donde caminaba, se corrió la voz que ‘o munaciello tenía en sí algo de mágico, de sobrenatural. Cuando ‘o munaciello llevaba la capucha roja, que su madre le había confeccionado con un pedazo de lana púrpura, era un buen augurio. Pero, cuando la capucha roja aparecía con menos frecuencia, ‘o munaciello era ofendido y maldecido.
Era él quien atraía el aire fétido en los barrios bajos, quien les llevaba la fiebre y la enfermedad; él, que viendo los pozos arruinaba y descomponía el agua; él, que llevaba la mala suerte a los negocios y al amado pan; él, como espíritu maligno, hacía al rey dar de brincos. Apenas ‘o munaciello doblaba la esquina cabizbajo, desconfiado y temeroso, corría o se escondía entre la multitud del coro de maldiciones que lo lastimaban. Huía sin hablar, rechinando los dientes, atormentado más por la impotencia de su pequeñez que por el vil insulto de aquella burguesía. Caterincita Frezza había muerto, no lo podía consolar más. Las monjas lo empleaban por algún breve tiempo en el huerto, pero, en la penumbra, se atemorizaban viéndolo como una aparición diabólica.
Hasta que un día ‘o munaciello desapareció. No faltó quien dijo que el diablo se lo había llevado consigo por los cabellos, como es común decir de cada alma a él vendida. Pero, para hacer honor a la verdad como cronista, debo añadir que hubo muchas sospechas, y no sin razón, de que los Frezza lo habían estrangulado y arrojado a las cloacas por encontrarse ciertos huesos pequeños y un gran cráneo. El discernir entre lo verdadero de lo falso y especular entre lo que es y no es fábula, se lo dejo y encomiendo especialmente a la prudencia y sabiduría del lector.
Esta es la crónica de los hechos. Empero, nada se acabó –añadiría yo, oscura comentadora moderna– con la muerte del munaciello. Más bien ha recomenzado. La burguesía, que vive en las calles pequeñas y oscuras, ignora el alba, el atardecer, el mar, desconoce el cielo, ignora la poesía y no sabe nada del arte. Esta burguesía que no conoce, que no se conoce a sí misma, inflada de vanidad, inflada de naderías; esta burguesía que no tiene, ni tendrá jamás el don celeste de la fantasía, tiene su folletto.2 No es el gnomo que baila sobre la suave hierba de los prados, no es el espíritu que canta sobre la orilla del río; es el magnífico folletto de las viejas casas de Nápoles, es ‘o munaciello. No vive en los nuevos barrios aristocráticos de Mergellina, Rione Amedeo, Corso Salvator Rosa, Capodimonte; la parte espaciosa, luminosa, elegante de la ciudad no le pertenece. Pero, por los callejones que desde Toledo descienden por las tétricas calles de los Tribunali y de la Sapienza, por la triste calle de Foria, por los barrios oscuros y bajos de Vicaria, Mercato, Porto y Pendino el folletto burgués extiende su indiscutible reino.
Donde estuvo vivo se presenta como espíritu; donde apareció su pequeño cuerpo, la cabeza grande, la cara pálida, los grandes ojos resplandecientes, la túnica negra, la pazienza3 de lana blanca y la capucha negra, ahí reaparece con el mismo semblante para terror de mujeres, niños y hombres. Donde lo hicieron sufrir, alma desconocida y quizás en un cuerpo muy marchito, débil y malsano, ahí él regresa. Pregúntenle a un viejo, a una jovencita, a una madre, a un hombre, a un niño si verdaderamente este munaciello existe y recorre las casas. Les responderán con un mal gesto, como lo harían a quien ofende la fe. Si quieren escuchar sobre las historias, las escucharán; si quieren tener pruebas auténticas, las tendrán. De todo es capaz munaciello…
Cuando el ama de casa encuentra la puerta de la alacena abierta, la vejiga con la manteca de cerdo rota,4 el aceite regado y el jamón mordido por la gata, es sin duda, consecuencia de la malicia del munaciello que entreabrió la puerta, desatando el desastre. Cuando a la sirvienta distraída se le cae el vaso para romperse en mil pedazos, es él quien lo ha hecho caer, él, espíritu impertinente. Es él quien golpea el codo de la niña burguesa que trabaja el ganchillo para pincharle un dedo. Es él quien derrama el caldo de la olla y el café de la cogoma.5 Es él quien agría el vino de las botellas. Si la venta en una bodega va mal, si el superior en el trabajo da regañinas, si un matrimonio convenido se deshace, si un tío rico muere dejando todo a la Iglesia, si en la lotería salen los números 34, 62, 87 en lugar de 35, 61, 88, es la mano diabólica del folletto que ha preparado estas desventuras.
Cuando el niño grita, llora, no quiere ir a la escuela, rompe los vidrios y se raspa las rodillas, es el munaciello quien le mete el diablo en el cuerpo; cuando la joven se torna pálida y sonrosada sin razón, es el munaciello quien le daña así la vida. Cuando la esposa fiel se detiene a admirar al empleado de su marido, es el munaciello quien la tienta; es el folletto quien hace convulsionar a las solteronas. Es munaciello quien desordena la casa, desordena los muebles, turba los corazones y estropea las mentes, llenándolas de miedo.
Sin embargo, ¡oh, buen lector!, la crónica verídica lo menciona: cuando el munaciello llevaba la capucha roja, su aparición era de buen augurio. Es por esta extraña mezcla de bien y mal que el munaciello es respetado, temido y amado. Es por esto que las jóvenes enamoradas se ponen bajo su protección; es por esto que las solteronas lo invocan a medianoche, para que les mande el marido que tanto esperan; es por esto que el desesperado jugador de lotería lo conjura para tener los números precisos; es por esto que los niños le hablan, pidiéndole que les lleve dulces y juguetes. La casa donde el munaciello apareció es mirada con desconfianza, pero no sin satisfacción; la persona que, alucinada, ha visto al folletto, es vista con compasión, mas no sin envidia.
No obstante, quien lo ha visto –generalmente niñas y niños– guarda para sí el precioso secreto, quizás, portador de fortuna. En fin, el folletto de la leyenda se asemeja al munaciello de la crónica napolitana: es, pues, un alma ignota, grande y sufriente en un cuerpo bizarramente pequeño, un alma humana dolida y rabiosa; un alma que llora y hace llorar; que tiene una sonrisa y hace sonreír; un niño que los hombres han torturado y asesinado como un hombre; un folletto que atormenta hombres como un niño caprichoso, los acaricia y los consuela como un niño ingenuo e inocente.
Notas
1 Se rescata la palabra original para respetar el nombre con el que la propia tradición napolitana confiere a esta leyenda. Para su correcta pronunciación, en caso de leerse en voz alta, ha de añadirse que en el italiano la letra “c” se pronuncia como “che”. Ahora bien, en lo que respecta a la “ll” esta se pronuncia como si de una sola “l” se tratase. De tal forma que munaciello ha de leerse como: “munachelo”. Por otra parte, si el lector desea conocer una traducción específica del término munaciello lo puede encontrar con su equivalente en español como “monjecillo”. [↑]
2 Espíritu creado por la fantasía popular de índole bizarra. (Cortelazzo & Zolli, 2004, p. 457). [↑]
3 Hábito de los miembros de algunas órdenes y congregaciones religiosas católicas que cuelga adelante y atrás, sin mangas y abierto lateralmente (Cortelazzo & Zolli, 2004, p. 889). Para una posible traducción de esta palabra búsquese en el diccionario de la RAE el término cogulla: “(Del lat. cucullio ‘capucha’) f. Hábito o ropa exterior que visten varios religiosos monacales” (Real Academia de la Lengua Española, 2014, p. 564). [↑]
4 En el original “la vescica dello strutto sfondata”. Frase traducida literalmente para respetar la expresión napolitana. Ahora bien, la vejiga del puerco una vez disecada, servía de recipiente de la misma manteca. (Vid. https://dettinapoletani.it/bwl-knowledge-base/na-vessica-e-nzogna/). [↑]
5 Cafetera inventada en Francia en 1819 por el francés Jean-Louis Morize. Pese a su origen, se volvió un instrumento típico de las cocinas de Nápoles desde el siglo XIX. (Vid. https://lmo.wikipedia.org/wiki/Cogoma). [↑]
Fuentes
Cortelazzo, M. & Zolli, P. (2004). Dizionario etimologico della lingua italiana. Zanichelli.
Real Academia de la Lengua Española. (2014). Diccionario de la lengua española. México.

Israel Martínez (CDMX, 1995). Licenciado en Ciencia Política por la UAM-Iztapalapa. Ha fungido como docente de Ciencias Sociales y Humanidades en el programa social PILARES-CDMX y en la Universidad Azteca-Ixtapaluca. Actualmente estudia la Licenciatura en Lenguas y Literaturas Modernas Italianas en la FFyL de la UNAM.