ADELFA | POR SANTIAGO SAID

La amé desde el momento en que regresé al pueblo, después de largos años de vivir en la ciudad. Lo que en mis recuerdos fue una pequeña de brazos y pecho, la hallé como una mujer dulce, atenta y terriblemente atractiva. Su cálido aliento y sus maternales cuidados me sedujeron como nunca antes lo había experimentado con otras mujeres que conocí.  

Desde la infancia, me crié con mis tíos paternos, lejos de la despreocupación del campo y la montaña. Mis padres decidieron que lo mejor para mí, su primogénito, era vivir en una gran ciudad para tener oportunidad de mejores estudios y un empleo decente. Desafortunadamente, al graduarme de la universidad, conseguí un mediocre empleo en una oscura oficina de sellos y estampillas. Fui un empleado holgazán y desobediente, y la causa de mi indolencia se debía a mi desprecio por el tono ceniciento que percibía en el edificio donde laboraba. 

Durante años me comporté insolente y perezoso con mi patrón, lo que me valió ser despedido. Colmado de alegría por asumirme libre de aquel tedioso empleo, regresé, después de tan largo tiempo, a casa de mis padres. El ambiente familiar me sentó bien y me dio muy buena pinta que mis ancianos padres me atendieran como a un niño pequeño. Después de todo, a pesar de ser un desconocido para ellos, aparentaron amarme como a un hijo que conocían de toda la vida. Noté, sin embargo, desde un principio, cierta molestia e inquietud en sus miradas. Mi perspicacia me dijo que mi presencia en casa de mis padres no era bienvenida; pero traté de pasar por alto esta sensación.    

Entonces la vi y de inmediato me enamoré. Castaña, tierna y tímida. Sus niñerías de mujer me excitaron demasiado y no resistí en cortejarla a espaldas de mis padres. A pesar de que le era un desconocido, su trato hacia mí siempre fue cordial y caluroso. Desde ese momento, salimos a pasear por la pradera mientras pastoreábamos el rebaño de ovejas que mi padre poseía. Asimismo, solía decorarle su hermosa cabellera castaña con flores silvestres y también le leía poemas de un libro de Bécquer. 

Desafortunadamente, mi madre advirtió nuestra indecorosa cercanía. A los ojos de mis padres, la proximidad que mantuve con Adelfa les resultaba incómoda. Y una noche me aconsejaron guardar mi distancia. Sin embargo, lejos de ignorar la presencia de Adelfa, incrementaron mis deseos por ella. Nuestros encuentros aumentaron, pero siempre cautelosos y discretos. Tanto ella como yo, experimentamos vivas pasiones el uno por el otro, pero no solamente sentimos lascivia por nuestra carne, sino también cariño por nuestra existencia. La primera vez que hicimos el amor fue una paradoja creada a partir de la culpa, el tabú y el distanciamiento infantil.

Cierta tarde, mientras Adelfa y yo paseábamos por el campo tomados de la mano, mi madre nos sorprendió. Al regresar a casa, mi madre ya había contado lo sucedido a mi padre. Sus miradas se dirigieron a mí de modo penetrante y hostil. Adelfa, inocente por naturaleza, se retiró a su recámara y yo me quedé en la mesa para recibir una secuencia ininterrumpida de oprobios y amenazas. «Nunca debiste regresar. Sólo has venido a pervertirla», me dijo mi madre. «¿Cómo puedes abusar de la inocencia de esta pobre crédula?» me cuestionó mi padre. Al final, resolvieron echarme de la casa al siguiente día, antes de que el sol se ocultara. Pero no esperé el crepúsculo del siguiente día. Esa misma noche me fugué con Adelfa en dirección a la ciudad. No la advertí nerviosa o aterrada; todo lo contrario. Se encontraba excitada y alegre.

Rentamos un pequeño y sucio cuarto en los suburbios, que fue para lo único que me alcanzó. Y, a pesar de nuestra miseria, fue la etapa más feliz de nuestras vidas. Pronto hallé en Adelfa un motivo para tolerar un empleo como vendedor en una empresa de café y chocolate. Después de unos meses, nos casamos en una lejana parroquia de cierta delegación, en donde no hubo asistentes; y, en conclusión, nuestra luna de miel consistió en una larga expedición alrededor de la ciudad.

El carácter de Adelfa se hizo cada día más bonachón y eufórico. Por mi parte, me consideré un hombre completo y feliz. Cada día de mi existencia, mi único deseo consistía en regresar al lado de Adelfa, esperar la noche y hacerle el amor. Incluso, en ciertos momentos, tuve deseos de salir a la calle y gritar que la amaba, que la amaba con locura. Nos olvidamos para siempre del pueblo, de mis padres, de las prohibiciones y los prejuicios. Pronto mi situación financiera mejoró, conseguí un mejor empleo como gerente de una fábrica de zapatos y compramos una hermosa casa en una zona privilegiada de la ciudad. Mi vida no podía ser más agradable. Pero una tarde, mientras Adelfa y yo salíamos de un cine, nos encontramos con mi madre. 

En ese momento, la advertí totalmente extenuada, casi desprovista de vida. Su mirada reflejaba odio y tristeza. Al vernos juntos comenzó a sollozar. Dijo que nuestra fuga había provocado la muerte de mi padre. Adelfa, al enterarse de ello, se desplomó. Y mientras trataba de reanimarla, mi madre me acusó de ser el único responsable del fallecimiento de mi padre. «¡Maldito seas! ¡Tu regreso sólo acarreó desgracia y perversión!». «¡Madre, fue inevitable! ¡La amo con locura y ella me ama de la misma forma!». Pero mi madre, devastada por mis declaraciones, bajó el tono de su voz. «Su unión es una aberración. Es tu hermana menor y, lo que lo hace todavía más obsceno, es que ni tú ni ella lo desconocen. Fue por esa razón que te entregamos con tus tíos, para mantenerte alejado de tu hermana». Luego dio media vuelta y desapareció. Aquella fue la última vez que la vi y, por primera vez, sentí un poco de culpa.  

Adelfa desarrolló el gusto por criar canarios y, por ese motivo, instalamos decenas de jaulas en nuestro amplio jardín. Con el pasar de los años, Adelfa comenzó a volverse una mujer taciturna y malhumorada. Trató de encontrar otros pasatiempos para matar la tristeza, como la lectura, la pintura y la música; sin embargo, nada le devolvió aquel entusiasmo y felicidad de un principio. Por momentos, creí que se sentía culpable por contraer una relación incestuosa con su hermano, carne de su carne y sangre de su sangre. Y recurro al énfasis porque, en realidad, la distancia, tanto espacial como temporal, que sufrimos en nuestra infancia, provocó que no nos considerásemos hermanos ni asumiésemos una sensación inmoral por nuestra unión.  

No obstante, estaba equivocado. Adelfa nunca dejó de sentir amor por mí –un amor ilícito y aberrante para los demás–. Lo que realmente le ocurría se debía a un sentimiento de vacío en nuestro matrimonio; dijo sentirse hueca. Me confesó que deseaba sellar nuestra unión con un hijo y, que este ser, creado a partir de nuestro amor, sería la mayor prueba de que nuestra unión era legítima y bendecida por Dios. De esta forma, aquel hueco sería complementado. 

Tras meses de intentarlo, Adelfa nunca se embarazó. Todas las pruebas resultaron negativas y nos sentimos frustrados por ello. Acudimos a un especialista en fertilidad y, después de varios exámenes, aseguró que éramos una pareja perfectamente capaz de tener un hijo, a pesar de los riesgos y prejuicios que implicaba procrear entre hermanos. Sin embargo, Adelfa deseó con todo su ser convertirse en madre. 

Teníamos todo lo necesario para ser padres, excepto un hijo. Ella comenzó a perder el color rosado de las mejillas y se volvió cada vez más introvertida. Bajó drásticamente de peso y sus facciones se deformaron. Cada día la advertía más débil y triste. A partir de que reparé en su gradual decaída, me ocupé en permanecer más tiempo con ella y la llevé a un nutriólogo. Se le recetó una dieta variada y muchos suplementos vitamínicos; pero Adelfa desarrolló una predilección por la carne, en especial por la carne escasamente cocida.

A pesar de su apariencia decadente, nunca la dejé de amar. Incluso, me volví más cariñoso y complaciente. Pero Adelfa se debilitaba día con día. Durante las noches, su apetito solía despertarse y me pedía ir a la cocina por un pedazo de carne. Sus instrucciones eran condimentar un poco el filete y pasarlo por el fuego unos escasos segundos. Posteriormente, Adelfa cogía la carne y la devoraba con glotonería, mientras la sangre le escurría de los labios. Sin embargo, su cuerpo adelgazó a lo largo de los meses. 

En las mañanas regaba las plantas del jardín y alimentaba los canarios, pero en las tardes, cuando regresaba del trabajo, la encontraba tendida en un mar de lágrimas. «Si no podemos tener un hijo, significa que Dios prohíbe a los degenerados procrear». Luego pasó de la culpa religiosa a la preocupación médica. «Mis entrañas deben estar retorcidas y eso impide que pueda embarazarme». Su obsesión por preñarse se volvió una pesadilla para ambos. Adelfa ya no era aquella joven tierna y cariñosa que conocí al regresar al pueblo. Había abandonado aquella parte de su personalidad alegre y espontánea, que la hizo tan adorable para mí y que fue la razón por la cual me enamoré de ella, a pesar de saber que era mi hermana. 

Hacer el amor se convirtió en un acto mecánico. Ya no se trataba de un momento dulce y agradable, sino en otra responsabilidad. Incluso, Adelfa se obsesionó con el sexo más que con cualquier otra cosa. Pero, en última instancia, pareció que los esfuerzos habían valido la pena, pues una mañana me despertó con una prueba de embarazo que agitaba en la mano. Había salido positiva. Jamás la vi más feliz. «¡Por fin! ¡Por fin! ¡Dios no nos ha apartado de su mano!». 

Ese mismo día, cuando regresé del trabajo, descubrí que Adelfa había comprado una cuna, una carriola y ropa para bebé. «Quiero tener todo listo para cuando tengamos a nuestro hijo». Además, había hecho una lista de los posibles nombres, tanto masculinos como femeninos, que iba a llevar el ser que crecía en su vientre. Sin embargo, luego de un mes de euforia e ilusiones, una mañana, Adelfa halló fluidos, sangre y tejidos que manchaban el blanco de las sábanas. Había perdido a nuestro hijo espontáneamente. 

Y al encontrarse desprovista de aquellas ilusiones y esperanzas, cayó en una profunda desesperación. Dejó de salir de nuestra casa, los canarios murieron de hambre encerrados en sus jaulas y las flores del jardín se marchitaron a falta de riego. Del mismo modo, durante las noches, la asaltaban terribles pesadillas que la hacían sudar frío, y siempre se trataba del mismo sueño que la aterraba. «De nuevo he soñado que un ser repugnante brotaba de mis entrañas como de un cascarón». Intentaba calmarla con besos en la frente y caricias ligeras, pero ella comenzaba a convulsionar. Los sueños fueron repetitivos y cada vez más terribles. «¡Protégeme, protégeme de eso! ¡Me ha hablado en mis sueños y dijo que no nos permitirá ser padres!». Con el pasar de los días, Adelfa sufrió de un insomnio inducido a causa del terror que le generaban aquellos absurdos sueños.

Nunca la dejé de amar y sus prioridades siempre fueron mías. Así que la segunda vez prestamos los mayores cuidados. Acudí a un médico para que cuidara del desarrollo de nuestro nuevo hijo y el viejo médico nos tranquilizó al diagnosticar un embarazo sano y sin riesgos. Fue una tarde cuando ella, mientras cosía un pequeño suéter de lana para aquel ser que se desarrollaba en sus entrañas, me dijo que aquella repulsiva voz que le hablaba en sus sueños se le había manifestado mientras estaba despierta. La voz se burlaba de nuestra unión y de sus ilusiones de ser madre. Cuando se encontraba sola, deprimida y llorosa, la voz reía. «Me acosa con palabras infernales». El médico le recetó un medicamento para los nervios, pero aquellas alucinaciones nunca la dejaron tranquila. 

Perdimos a nuestro segundo hijo en las mismas circunstancias. Sus restos aparecieron en forma de fluidos, sangre y tejidos en la sábana de nuestro lecho. Este golpe fue terrible para nosotros. Adelfa experimentó fiebres y debilidad excesiva. Su carácter se hizo cada día más irritable y, de no ser suficiente con ello, comenzó a sentir un violento dolor en el estómago que no la dejaba descansar. Para aliviar un poco el malestar, me pedía su horrorosa dieta: carne cruda para el desayuno, el almuerzo y la cena. Masticaba la carne con apetencia y saboreaba cada bocado. El médico dijo que seguramente sufría un trastorno mental y era necesario estar con ella a diario y evitar que devorase carne cruda. El riesgo de comer la carne en ese estado podía ser fatal; sin embargo, ella nunca enfermó. No obstante, me esforcé en proporcionarle una dieta saludable con vegetales cocidos y frutas, pero las rechazó con aversión. 

Nuestra intimidad disminuyó por su estado de salud, pero siempre procuré hacerle el amor cada vez que se encontraba dispuesta. Y, milagrosamente, volvió a embarazarse. «Dios bendice una vez más nuestro amor», me susurró, postrada en el lecho. Ya para ese momento su rostro angelical y lozano se hallaba cadavérico y gris. Apenas lograba moverse y las pesadillas ya no sólo la asaltaban en sueños, sino también durante la vigilia. Invertí todo mi tiempo, esfuerzo y cariño para cumplir su sueño de ser madre. Contraté a una enfermera que la vigilaba a diario, día y noche; pero todo resultó inútil. Adelfa, después de tres meses de gestación, volvió a sufrir un aborto. Sin embargo, en esta ocasión hubo algo inusual. Su vientre se encontraba hinchado y eventualmente experimentaba contracciones violentas. 

Antes de realizarle un examen clínico, Adelfa, el amor de mi vida, expiró una mañana a un lado de mi lecho. Pero de su vientre aún palpitaba aquella protuberancia, semejante al latido de un corazón. Su cadáver estaba totalmente esquelético, como si los tres anteriores embarazos la hubiesen secado; a pesar de ello, al momento de levantarla, advertimos un peso anormal. El médico que la atendió la trasladó a una morgue donde se le realizó una autopsia en donde estuve presente. Cuando los médicos le abrieron el vientre y le extirparon de sus entrañas aquella aglomeración hirsuta y velluda, no pude reprimir un grito de horror. Tenía vida, pues movía torpemente sus extremidades y lograba girar aquel espeluznante ojo. Y cuando posó aquel perturbador y único órgano visual hacia mí, no logré contenerme y volví el estómago a un lado de la mesa de operaciones.

El médico dijo que se trataba de un teratoma, una extraña especie de tumor anómalo, pero que el de Adelfa era absolutamente singular a cualquier otro antes visto. El tumor de mi esposa había desarrollado dientes, pequeñas y retorcidas extremidades, un horripilante ojo, un diminuto cerebro y un aparato digestivo básico. De acuerdo al examen post mortem, aquel tumor se había formado en el vientre de Adelfa y, al contar con dientes y un rudimentario aparato digestivo, se había alimentado del producto de sus anteriores embarazos. ¡Aquella horripilante malformación, error de la naturaleza o castigo de Dios por nuestro pecado carnal, había devorado a nuestros hijos antes de su nacimiento! 

Las explicaciones del médico me dejaron todavía más aterrado. Indicó que la formación de esta entidad se debía, posiblemente, a la memoria genética de nuestra familia. De esta manera, la protuberancia fue la reminiscencia material de un probable gemelo de Adelfa, que se formó dentro de su cuerpo de manera parasitaria, para poder nutrirse y crecer. Este espeluznante fenómeno, según la definición de la biología celular, es el resultado de una aberración cromosómica que tiene su origen en la reproducción endogámica entre hermanos. 

A partir de esta explicación, descubrí que nuestros padres habían cometido el mismo pecado que nosotros. Al final, el destino se convirtió para mí en un poder de la existencia que me desgarró tanto más inexorablemente, cuanto más lo conocí, puesto que Adelfa y yo repetimos las mismas acciones que ellos, por ser carne de su carne y sangre de su sangre.

Santiago Said (Cuautla, Morelos, 1994). Autor de dos libros de relatos de horror, titulados Catábasis. Narraciones de horror y abyección y Relatos de amor miasmático. Estudió la Licenciatura en Letras Latinoamericanas en la UAEMex, la Especialización en Literatura Mexicana del Siglo XX y la Maestría en Literatura Mexicana Contemporánea en la UAM. Actualmente vive en Auckland, Nueva Zelanda.