Para mí, el agua significa muchas cosas.
Creo que los seres humanos son como
las plantas. No pueden vivir sin agua, se
secarían. Las personas, sin amor u otro
alimento, también se secan.
Tsai Ming-liang
Hace más de diez años me hicieron entender el funcionamiento de las máquinas de refrescos. De niño, parte de la magia de ir a comer al Burguer King era encontrar la bebida perfecta; esa perpetua búsqueda me convirtió a los ocho años en un barman experimentadísimo. Chorros desproporcionados de 7Up, Mirínda, Nestea, Manzanita Sol, Pepsi, !ah!, sólo así dejaba de ser repugnante aquel jarabe negro. Nunca le agradecí a PepsiCo cuán considerado fue con mi paladar. Hielo, mucho hielo, hasta desbordar el líquido del vaso. Imaginaba los poquitos de refresco deslizándose en un tobogán de cobre recubierto de salitre con rumbo al drenaje, provocando un nuevo sabor en la orina. Nunca he conocido a alguien que compruebe aquella teoría. Lo mejor era refill infinito, pero aquella libertad puso a prueba los límites de mi hígado, en un par de ocasiones.
Trece años pasaron y me encontré frente a mi segunda sentencia hepática. En esta ocasión una fase más avanzada que la primera. A los veintiún años ahora el culpable era yo. Yo, yo y yo. Esteatosis hepática no alcohólica. Cuando tenía once era únicamente hígado graso, pero la Doctora Chablé echó la culpa sobre a mis padres. Los estragos de los excesos y ansiedad de la pandemia me llevaron al consultorio del Dr. Bogar, a finales del 2021.
—Papi, esta vez fue tu culpa, pero no te preocupes, ya hablé con tu papi, esto tiene solución. Además, esto ya te había pasado hace diez años, y te recuerdo que esto no se cura, se trata. No es degenerativo a menos que tú así lo decidas. —Pronunció mi Jumfry Bogar en carne y hueso.
—Doctor, pero ¿y el sabor amargo en la boca?
—Ese es porque tienes elevadísima una enzima llamada amilasa sérica, producida en el páncreas, órgano encargado de la saliva. Cuando bajes esos índices, se irá el sabor a moneda.
Me mostró una fotografía de él, a los treinta, pasando por la misma situación. Intuía que había tenido problemas de peso, siempre vestía ropa ridículamente holgada. Un día se lo pregunté, si era una manera de demostrar que bajar de peso gracias o no al miedo era algo de qué enorgullecerse. Me respondió que no, que era porque no acostumbraba a gastar mucho dinero en prendas para la labor médica, que el resto de su ropa, por así decirlo “normal”, es así, normal, de su talla.
El tratamiento comenzó con indicaciones bastante sencillas. Adiós a los:
- Refrescos
- Jugos procesados
- Lácteos
- Carnes porcinas y bovinas
- Alcohol
- Harinas refinadas
- Carbohidratos
Y lo que sí:
- Agua, mucha agua, más de dos litros al día
- Verduras, de todo tipo
- Carne de pollo y pescado
- Frutas, pocas al día, las menos dulces, por ejemplo uvas
- Proteínas y grasas vegetales
No lo sé, a muchas personas les parecía extraño verme convertido en vegano, pero, primero que nada: nunca dejé la carne, pero para explicar mi dieta lo más sencillo era decir que me uní a este régimen. Cuando tuve mi primer diagnóstico, me volví vegetariano parcial. También comía carne. Me declaro culpable de abonar a los crímenes cometidos por una industria tan feroz y vil. Comía con mi mamá en restaurantes vegetarianos, además de probar todo tipo de ensaladas caseras, pero sobre todo bebidas. Los jugos naturales de frutas, pero de las menos dulces, pero lo mejor fue descubrir ese amor que perdura hasta hoy: el agua.
Desde 2011 elegí por voluntad no tan propia, o dictada por el miedo, como según usted, querido lector lo decida, dejar las bebidas carbonatadas. Pero sí extraño jugar con las máquinas de refrescos cada vez que puedo pecar y comer en Burger King.
Debido a que no puedo ver mi hígado y páncreas, mi lengua me ha hecho saber en qué estado me encuentro. Estos últimos años me he convertido en la máquina de refrescos. A veces, me surte saliva amarga, como si ya no hubiera jarabe, y otras, de sabor normal, imagino que rellenaron la caja de sabor insaboro. Pero, ante cualquier descuido de los trabajadores de mi cuerpo, hay un bálsamo: agua fría.
Eso de sentir que chupaba una moneda todo el puto día se disipaba al tomar un trago de alucinante agua. Fría, muy fría, lo más helada que se pudiera, casi congelada era lo mejor. Un vaso sudoroso de frío al despertar patea mi cerebro a tal grado que recuerda que tenemos que mantener vivo a este cuerpo. A lo largo del día, cada trago despeja mi mente, me hace abrazar al aire. Cargo conmigo una pequeña brisa arrebatada del resto de las otras.
Al año siguiente llegó otra cosa: mi próstata se inflamó. Orinar significaban latigazos en el área del pubis, un infierno. Prefería no beber nada durante el día. Tomar un trago de agua evocaba mi más grande y repetida pesadilla. En aquel sueño, llego tarde, a una cita, a la escuela, a ver a alguien. Me aprietan el abdomen con alambre de púas, mientras conduzco. Cuando ya no puedo usar los pedales, paro el vehículo, me quedo varado en tráfico. En el asiento, sólo puedo retorcerme, los gritos se ahogan y pierden entre los claxons de los carros, con cuarenta grados a la sombra, sin aire acondicionado y con la aguja del tanque de gasolina por debajo del cuarto. El resto de los autos se detienen a observar el espectáculo. Algo así es orinar con prostatitis. Cada gota ardía como si saliera lava de mi uretra.
Despierto, bebo agua, y desaparece. Todo se despeja. Pasaron algunas semanas y pastillas, y a las semanas se fue aquella sensación.
Aquellas tardes en las que no tomaba tanta agua como debería, me recordaba a aquel momento de la pandemia en el que me obsesioné con el té y con los baños a altas horas de la noche. El agua hirviendo cayendo en la taza, revolviéndose con los sobres de yerbas, mismos que al hidratarse y asentarse adquirían sabores amargos. El tiempo se ralentizaba, los fotogramas de mi vida bajaban de golpe, el audio ambiente era inexistente, el único canal le pertenecía al golpear de la cuchara con el sobrecito de té, cuando lo exprimía en un intento de aprovechar todas las hierbas. Con planos detalle me centraba en las texturas grabadas en la plata de aquel cubierto. Esas madrugadas quemándome la lengua descubrí una nueva forma de mantener los labios húmedos. Mi favorito era el amargo sabor del té de fuego. Yerba mate, té negro y verde, era la mezcla original, pero mi toque especial era añadirle el jugo de un limón.
Lo tomaba durante la noche, aunque también solía beberlo por las tardes, pero el calor húmedo de mi región cambiaba la experiencia de beber té, era un poco fastidioso, pero me acostumbré. Pero eso no detuvo que mientras bebiera sudara a cascadas. Transpirar era normal al tomar uno de jengibre y limón. Garganta inundada, frente empapada. Aun así, no me bañaba por las tardes, sino por las madrugadas. Durante mucho tiempo creí que era parte de la típica idiotez experimentada durante la adolescencia, pero no, hasta hoy soy perseguido por extraña sensación al bañarme. Sobre todo, en aquella época llena de COVID.
En aquellos tiempos, prefería aguantar el resto del día sin meterme en la ducha. Pasada la medianoche, con el chorro más frío que pudiera esperar, adoraba recibir esos baños de luna. Elvis le dedicaba a la dueña de la noche y a mi oído, suave, terso, sin desafinar, y en primera fila, Blue Moon. La verdad es que no sé cómo explicarlo, siquiera sé si hay alguna justificación lógica para sentir repudio al aseo personal; sólo puedo ser honesto. Me cansaba la idea de colocarme debajo de una regadera. Pensar en que la temperatura de mi cuerpo puede cambiar bruscamente es aterrador. Siento los olores, no me asquean del todo, me dan igual. Es hasta que alguna cita importante se aproxima que decido afrontar el horror. Comienzo de a poco, primero un pie, después la coronilla, quizá un brazo es lo que le sigue. Al cabo de un rato, el agua se apodera de mí. Me enamora, me habla al otro oído, al que no me habla Elvis, para recordarme que todo estará bien. Me da un beso tan largo como decida estar en el baño. Después me seco y me siento distinto, mejor.
Hoy, no tengo nada. Sigo tomando agua, a veces extraño ese sabor que le aderezaba el nivel alto de la amilasa sérica, pero sigo tomando helada, lo más fría que puedo. También me baño a veces, y veo y escucho el agua de la que habla mi querido Tsai Ming-liang.
Brandon Blanco Arauz (Villahermosa, 2000). Estudiante de Comunicación en la UJAT. Fue productor del programa Cinerama 35, emitido entre el 2020 y 2022 por TV UJAT. En 2023 fue parte del compilado Ensayistas del Trópico, publicado por la Universidad Olmeca, también participó en el Taller de Cine Independiente, impartido por y en el Centro Cultural Villahermosa, el cual le permitió realizar y exhibir su primer cortometraje: ¿Dónde está la pizza?