AL OTRO LADO DE LA MIRADA

POR FRANCOIS VILLANUEVA PARAVICINO

Padre decía que las legañas de las mascotas ayudaban a ver a las almas en pena, los fantasmas moradores o los aparecidos de apariencia tétrica. Desde que me quedé solo con Bero, aquel bulldog inglés de rostro de diablo anciano y arrugado, me dieron ganas de comprobar las creencias de mi viejo; quien, como tenía que ser, murió en su ley: ahogado con los vómitos provocados por el excesivo consumo de alcohol.

Una tarde fresca y soleada, cuando en el sofá miraba el televisor, un viento poderoso abrió la ventana de par en par con tanta fuerza que partió los vidrios. Me puse de pie de un salto, sobresaltado, y salí corriendo afuera para poder culpar a un ventarrón impertinente. Sin embargo, como la más inesperada de las sorpresas, el aire estaba estancado con total tranquilidad y calma que se destruyeron aquellas suposiciones. 

Al regresar, el televisor apagado enaltecía el silencio sepulcral que me recordaba que yo vivía solo en casa. ¿Apagué el televisor antes de salir? ¿Quién apagó el televisor? ¿Por qué la ventana se abrió con aquella potencia? Sufrí una terrible incertidumbre y, pese a todo, una terrible incomodidad nació de mis entrañas. ¿Acaso eran las almas, los fantasmas o los aparecidos de los que hablaba papá? 

Cavilaba con total desazón, cuando el sonido de las trizas siendo esparcidas por Bero me sacó de la introspección. Volví a la realidad y clavando la mirada en aquel can, que de pronto se detuvo y me miró frente a frente, sentí la necesidad de sentir sus legañas oculares en mis ojos. Tal vez así podría identificar a aquellos espíritus que irrumpían trastornando la paz y la tranquilidad del hogar.

Fui al dormitorio para buscar algodón y, al conseguirlo y salir, encontré a Bero encima del sofá. Lo abracé con cariño, le sobé la espalda y, con mucho cuidado y afecto, le empecé a frotar las pestañas y los párpados, buscando atrapar sus legañas. Al rato, tenía aquellas legañas en el algodón: lechosas, supurantes, amarillentas. Será mejor acabar de una vez esta farsa, me dije, y, también con mucho cuidado, empecé a colocarme aquellas legañas en mis propios ojos. 

Al instante, solo sentí incomodidad y una visión viscosa y turbia, pero después, como un malestar general que nacía desde los pies y trepaba hasta la coronilla de la cabeza, sentí un porrazo en la frente. Al recuperarme de inmediato, en vez de la sala de mi casa, ardía un abismo con llamas negras y azules, que todo lo contrario al fuego al rojo vivo, arrojaba hálitos de gelidez y heladura extrema.

Me puse de pie sorprendido, anonadado, por completo estupefacto, y, dudando de los propios sentidos, lamenté haberme aventurado en aquella encrucijada; y, cuando quise limpiarme aquellas legañas malditas, sentí unas costras gruesas y duras que cubrían mis ojos. Pese a que podía ver con normalidad, aquellos recubrimientos se habían fundido con la piel de mi rostro. Lancé un grito de terror y, a lo lejos, pude ver que tres genios o demonios llegaron volando y resplandeciendo desde lo alto, vestidos con trajes de guerreros antiguos y sosteniendo cada uno en sus manos una lanza.

―¿Cómo osas violar este reino? ―preguntó uno de ellos, con tono acusador.

―¿Por qué nos visitas, loco? ―inquirió otro, con voz dura y áspera. 

―¿Acaso quieres la muerte? ―cuestionó el tercero, incriminador y severo. 

Yo caí de rodillas y me puse a llorar desconsolado, quejándome de mi mala fortuna. ¡Qué hice! ¡Qué hice! Me lamentaba. 

―Has profanado el mundo de los muertos, loco, y este universo está destinado sólo para las almas de los que en vida fueron; y únicamente al dios Hades. Es decir, has retado a un dios.

Yo sólo podía llorar desesperado y quejarme desconsolado, arrodillado y con las manos cubriéndome el rostro, como si evitara la vergüenza sagrada. Sin embargo, de la nada, escuché un fuerte fragor y estridente estrépito, con gran horror clavé la mirada donde se hallaban aquellas apariciones; en medio de un espectáculo tremebundo pude ver como crecían hasta alcanzar un tamaño gigantesco, se transformaban en las tres cabezas del Cancerbero y, al final, en aquel ser mítico del Hades.

―El dios Hades quiere destruirte, y cuando un dios quiere destruirte, primero destruye tu cerebro ―rugió aquel ser monstruoso y terrorífico―. Ahora sufrirás el tormento de los infelices.

Yo, paralizado de terror, sufriendo una angustia tormentosa, aquejando un terror inefable, entonces fui despedazado, devorado y triturado por las tres fauces de Cancerbero; que, como verán, no me dividió en dos, sino en tres partes, cada una para su hocico violento. Mi ser se fragmentó en trocitos, como aquellos colores de los vitrales; pero pese a todo no perdía la conciencia: sufría un dolor profundo, lamentaba las dentelladas, no podía soportar la trituración, sentía heridas mortales en cada fragmento de mi ser. Y yo era consciente de ello. 

Las babas ácidas de aquel monstruo empezaron a disolver las partecitas de mi cuerpo, y yo soportaba con gran desesperación aquel derretimiento, aquella disolución, aquella desaparición total del ser en aquellas terribles fauces. Pude apreciar mi existencia entera en aquel trance: el accidente trágico de mamá en la infancia, el abandono total de sí mismo de papá, mi adolescencia huraña y casi misántropa, la llegada de una juventud dolorosa, solitaria y terrible, y la muerte de papá abandonándome a la suerte. Todo ello desapareció en un instante. 

En un abrir y cerrar de ojos, me descubrí en medio de la sala destruida, con todas las ventanas rotas, los muebles destrozados, e incluso el televisor hecho pedazos, y, con gran pesar e impresión dolorosa, hallé el cadáver destripado de Bero, en medio de una laguna de sangre. Escuchaba mil voces en la cabeza, y no me dejaban pensar con claridad. Quería reflexionar con coherencia, pero malos pensamientos e ideas turbias me cegaban. Al intentar mirarme, me descubrí desnudo, achacoso, sucio, malherido, como un ser abandonado. 

Avancé unos pasos, casi tambaleando, y sentí mareos y arcadas. Las voces eran infinitas y me producían pánico, desesperación y paranoia. Y, al final, caí en la cuenta de que había perdido el juicio, la cordura y la razón. Lamenté encontrarme en medio de aquella terrible encrucijada, como un laberinto inexpugnable o una trampa mortal, y, buscando un remedio a aquellos males, avancé hacia las trizas y, escogiendo un pedazo de vidrio de regular tamaño, me degollé hasta perder la razón.

PERFIL IRRADIACIÓN

Francois Villanueva Paravicino (Huamanga, 1989). Autor de Cuentos del Vraem (2017), Los bajos mundos (2018), Cementerio prohibido (2019), entre otros. Ganador del Concurso de Relato y Poesía Para Autopublicar (2020) de Colombia. Ganador del I Concurso de Cuento del Grupo Editorial Caja Negra (2019). Finalista del I Concurso Iberoamericano de Relatos BBVA-Casa de América “Los jóvenes cuentan” (2007) de España.