POR CHRISTINE HÜTTINGER
Yo Netzahualcóyotl lo pregunto:
¿Acaso de veras se vive con raíz en la tierra?
No para siempre en la tierra:
Sólo un poco aquí.
Aunque sea de jade se quiebra,
Aunque sea de oro se rompe,
Aunque sea plumaje de quetzal se desgarra.
No para siempre en la tierra:
Sólo un poco aquí.
Netzahualcóyotl
Afuera, un huracán bramaba. Zumbando, siseando, silbando, acechando tras la nube. La lluvia se vertía en cántaros. El agua precipitada golpeaba fuerte, azotando aquella ventana ciega, dejando estampada una multitud de diminutas huellas, un universo de lágrimas diáfanas… como la plata. Se proyectaban al suelo, concentrándose en un charco, a cada instante más ancho. La negra tierra vegetal reblandecía sus bordes, nivelándose su superficie merced al paso adicional del agua. Absorbida. Inundada.
Amarillo era el color de la pequeña estancia, en donde ella se resguardaba. Amarillo como el sol. El piso, las paredes, los marcos de su ventana, los escasos muebles, todo, todo estaba iluminado con el mismo tono de amarillo cálido y brillante. Los colores que por la ventana se filtraban, constituían la única variación en este espacio cromático. Estos intrusos colores dependían del tiempo, de la atmósfera cambiante del día.
En ese momento, a esa hora penetró del exterior un tono grisáceo. Una fuerte irritación produjo la opacidad punzante que provenía de afuera, en dramático contraste con la nítida claridad del interior.
En tardes normales, el aire se teñía de un tono morado, poco después de un cielo cubierto de rojo agonizante, como preámbulo cotidiano a la blancura de un cielo nocturno en que, como vidrios fracturados, asomaban las primeras estrellas. Cielo terso; frágil; intocable. Era entonces cuando el amarillo salvaje adquiría su expresión más decidida, más victoriosa, antes de perderse en la nada, si es que ella —no siempre lo hacía— no encendía una lámpara. Esos eran sus momentos, los únicos, los que ella esperaba.
Ella debía permanecer ahí. No podía salir; tenía que quedarse, sujeta. Amarillo fue su destino. Tenía ya la certidumbre de que nada cambia. Las más de las veces, se hallaba tranquila. Estaba resignada a su propia circunstancia. La había aceptado. Sólo de vez en cuando, destellaba la zozobra en ella. Entonces, daba vueltas ensimismadas en el amarillo. Se apresuraba, corría, crispaba las manos, gesticulaba y se retorcía con inermes muecas de defensa. La respiración más corta. La musculatura tensa. Semejantes asaltos de inquietud, como los círculos concéntricos del agua, eran cada vez más breves y cada vez más distantes. En realidad, el último de ellos se difuminaba en la memoria… había transcurrido ya tanto tiempo. Sus largos y solitarios días eran el reflejo repetido de lo cotidiano. Quehaceres y horarios integraban la resaca de las horas. Indistintos los días, trenzándose sin costura en el amplio tejido de los años, de la vida. Todo ello había devenido en una sensación de indiferencia.
Tan marcada rutina registraba una excepción. A ella no le complacía hacer memoria de tal acontecimiento. No obstante ello, cada vez que se hacía presente, lo hacía con una viveza y una frescura, que era como si lo estuviese protagonizando en ese mismo instante: Fue durante un verano; el calor se untaba con pesados dedos sobre su vida amarilla. Era una virtual opresión de la que ella se afanaba en aliviarse. Se desnudó casi por completo. Se despojó de un deslavado mandil de algodón a cuadros, quedando con la enagua de rosa encarnado, el pecho ceñido de blanco, la piel marcada por estrías. Los hinchados pies, empapados de sudor y surcados por grandes venas azulosas estaban metidos en zuecos. Reconsideró la conveniencia de aligerar aún más su vestimenta. De cualquier manera, en esa soledad nadie se sentiría afectado por esta falta a las normas locales de pudor.
De forma súbita, llamaron a la puerta y antes de que ella respondiese, entró el hombre. En ocasiones anteriores, ella desde su ventana se había percatado de su presencia, pero sin ningún dejo de asombro, en idéntica manera en la que no le atribuía importancia a nada. Él se mostró acalorado, el rostro enrojecido y finas gotas de sudor perlaron la frente y el labio superior. La escudriñó con atención, pero fugazmente, plantado ante esa intimidad –más fuerte que la desnudez- con su pálida piel, de suave femenina redondez, anunciando ya, de manera apenas perceptible, la paulatina conversión en un cuerpo provecto, de lenta y progresiva flacidez, desplomándose despacio, lentamente. La mirada de él se clavó en la mirada de ella. No hubo lugar para palabras, fórmulas, etiquetas. Ella lo supo. La fina vaina de frases y preguntas convencionales estuvo ausente.
Él, húmedo de sudor, la miró, semidesnuda. Con un solo paso se colocó junto a ella y la atrajo hacía sí. Con la mano enmudeció la boca, evitando un grito que parecía sólo molestarlo a sabiendas de que ahí, en las afueras, nadie lo escucharía. Con un brusco tirón arrebató la escasa ropa que cubría a la mujer. Ahora estaba desnuda. Estuvo inerme. No intentó siquiera un acto de defensa. El hombre la vio a los ojos. Bajo el fruncido cejo, estalló una mirada directa que, muy al fondo, formuló una pregunta, inquirió. La arrinconó. Ella percibió un olor áspero. La empujó hacia la pared. Allí estuvo, petrificada en el sitio, inmovilizada. La sostuvo con el propio peso de su cuerpo. Con una mano liberó los broches de su pantalón. Ella no alcanzó con la vista estos movimientos, pero los percibió. La verga se levantó erecta pegada a ella. La recargó. Limó su cuerpo con su cuerpo. Le separó los muslos y la penetró con violencia. Se la chingó. Agarró su cabellera y tirando de un grueso mechón, la derribó al piso, continuando con el frenesí sexual. Ella estuvo ausente. No fue ella a quien esto pasaba. Al fragor de la embestida, el pene brincó fuera del coño. Entonces, la penetró de nuevo. Más, aún cuando ella misma su presencia negaba, de repente percibió la aterciopelada lanza hendiendo con suavidad su cuerpo. Sólo por un instante. Sensación de delicadeza dentro de ella, ternura que la besó. Después, todo concluyó de prisa. Él se vino, sacó su verga, ella yacía desamparada en el piso, él se puso el pantalón, lo abotonó y salió del cuarto amarillo. Ella permanecía inerte, por mucho tiempo.
Al caer la noche, cuando al fin la obscuridad se cernía sobre el brillo de su cuarto con tiznadas manos, ella, desde su lugar en el piso, vio asomar por la ventana la maliciosa cara de la luna llena.
Christine Hüttinger (Salzburgo, Austria). Estudió Letras Alemanas e Historia en la Universidad de Salzburgo. Doctorado en Historia por la misma universidad. Actualmente es profesora-investigadora de tiempo completo en el Departamento de Humanidades de la Universidad Autónoma Metropolitana Azcapotzalco. Ha realizado numerosas publicaciones de crítica y traducción literarias.