POR EDUARDO JAVIER CORREA FLORES
La ciudad de México es una de las diez mega urbes que existen en el planeta, en Latinoamérica sólo es superada por São Paulo, no obstante, el gigante del Valle de Anáhuac ha ido absorbiendo lentamente los municipios del Estado de México, Morelos e Hidalgo; lo que ha llevado a preguntarse cuál es su dimensión total. Los límites de la urbe se han ido difuminando ¿Dónde comienza y dónde finaliza la ciudad? Es debido a esta naturaleza fluida e inestable que gran parte de los habitantes han debido formar una red de relaciones que los llevan a vivir en un lado y trabajar en otro, estudiar acá para dormir allá, el chilango es un pez que migra, es un glóbulo más en el torrente sanguíneo que comunica al gigante.
Yo nací en el Distrito Federal, antiguo nombre de la Ciudad de México, pero durante treinta años viví en uno de los subcentros periféricos de la ciudad, una de sus fronteras al oriente de la megalópolis: Ixtapaluca.
El acceso a la ciudad para los habitantes del oriente de la ciudad es la temible avenida Zaragoza, en algunos casos, como el mío, implicaba tomar la autopista México-Puebla, para después ser parte de la comunidad que usa el transporte colectivo metro. Un viaje a la ciudad implicaba en promedio un total de dos horas; es debido a ello que pasé la mayor parte de mi juventud encerrado en el transporte público. En el metro de la ciudad comencé novelas que debí terminar en el autobús de vuelta a casa. Comí, dormí, y viví entre las venas de una ciudad que no duerme, rodeado de todo tipo de personas, vendedores ambulantes, oficinistas, estudiantes, carteristas, narcomenudistas, hippies. La multiplicidad es imposible de contar.
Durante años observé todas las mañanas un ejército de zombis desmañanados que caminaban lentamente entre los andenes de la estación Pantitlán. La periferia al oriente de la Ciudad de México es una red de colonias que se unen a través de carreteras secundarias, casi todas ellas —como los caminos de Roma— confluyen en el temible punto nodal: avenida Zaragoza, estación Pantitlán. Desde ese lugar se puede comenzar a vagar por la ciudad que explota en smog y ruido.
Ensimismado y meditabundo en mitad de la corriente que remontaba a contraflujo, aliviado por no tener que morir aplastado por la masa humana que se interna en el monstruo, casi me pierdo del espectáculo de unos ojos y una sonrisa. Entre empujones y gritos ella se me pierde, un amor de andén, un amor peregrino ha cruzado frente a mis ojos.
Las ciudades migrantes viven de amores peregrinos. Historias inconclusas que ocurren en mitad de los vagones, historias que no tienen el dolor de los rompimientos, historias de profunda intimidad. Los amores peregrinos no se resuelven, o se resuelven en un par de jornadas, poco menos de una semana, quizás un poco más, pero no adquieren la trascendencia del recuerdo agotador, de las pasiones que retumban en la sangre, que restallan en la memoria; son amores fugaces y felices como el volar de las estrellas.
¿Te parece bien que te quiera nada más una semana? No es mucho, ni es poco, es bastante. En una semana se puede reunir todas las palabras de amor que se han pronunciado sobre la tierra y se les puede prender fuego. Te voy a calentar con esa hoguera del amor quemado. Y también el silencio. Porque las mejores palabras del amor están entre dos gentes que no se dicen nada. (Sabines, 1967)
Imagino los amores peregrinos como algo natural de las ciudades de paso, ocurren en los camiones, en los bares y en las plazas; allí se hacen realidad. Me parece imposible que ocurran en aquellos pueblos pequeños donde todos los días la gente va a los mismos lugares, donde el vecino es un conocido y donde las familias son siempre las mismas, por lo general en aquellos lugares los amores adquieren los matices de tragedia ¿Qué dolor debe ser el ver al ser amado casado con un familiar? Lorca lo entendió bien y escribió Bodas de sangre. Parte de la magia de los amores peregrinos es que a ellos les corresponden los besos que apenas y ocurrieron, o no hubo tiempo para darlos, los abrazos que por poco no se suceden, juramentos que se saben siempre a juego, sombras que se estrellan en la nada. Un pequeño instante que los vuelve trascendente, es quizá por su propia fugacidad que resuenan como ecos de la eternidad —sin ellos no existiría La Divina Comedia— Ya lo dice Borges en su ensayo Historia de la eternidad (1967):
La vida es demasiado pobre para no ser también inmortal. Pero ni siquiera tenemos la seguridad de nuestra pobreza, puesto que el tiempo, fácilmente refutable en lo sensitivo, no lo es también en lo intelectual, de cuya esencia parece inseparable el concepto de sucesión. Quede, pues, en anécdota emocional la vislumbrada idea y en la confesa irresolución de esta hoja el momento verdadero de éxtasis y la insinuación posible de eternidad de que esa noche no me fue avara. (p. 367)
A solas entre la multitud —con una sonrisa en el rostro— me reconozco como el otro de algún yo. Testigo de una historia que no fue. Soy un yo que es muchos yo. La afortunada pregunta con mil respuestas inválidas tiene una epifanía: Los amores peregrinos nos vuelven a la realidad. Un millón de almas sigue con su vida mientras dejo que los túneles me engullan. “Voy camino a ninguna parte, pero tengo prisa de llegar” (Los estrambóticos, 1997, 1m15s) La canción suena en mi mente mientras mis pies van dejando ese momento. El momento se transforma pronto en un recuerdo. “Una estrella sino es fugaz parece eterna en un segundo. un momento de eternidad da sentido a este mundo” (Danza invisible, 1996, 0m27s). Años más tarde habré de volver sobre este instante, ese recuerdo, en una ciudad diferente. En la tarde que me traerá a la memoria los amores peregrinos “A” me contará que todos somos espejos. —Eso que miras en mí es el reflejo de lo que eres— me dirá al finalizar la fiesta por mi cumpleaños en un lejano año que aún no llega. Sin embargo, esa conversación aun no atraviesa mi mente. Aún no lo sé, pero años más tarde viviré de amores peregrinos, de despedidas sin dolor, de noches en que la multitud nos cobija; Jordan Baker en El gran Gatsby decía: “Y a mí me gustan las fiestas grandes. Son tan íntimas. En las reuniones privadas no hay ninguna intimidad” (Fitzgerald, 2014, p. 40). Las ciudades de paso son el refugio de esos amores.
Contraria a la Ciudad de México, que descansa en un valle, la ciudad de Guanajuato es una osamenta desperdigada entre montañas. Cuando llegué a vivir a Cuevano imaginé la ciudad como un pueblo pequeño donde los amores peregrinos no serían posibles; según cifras del INEGI su población es apenas superior a los doscientos mil habitantes. Pensé que en una ciudad donde todo tiene pinta de eterno nada podía ser efímero. Pero Guanajuato es una ciudad de migrantes donde cada año los turistas se mueven como colmenas por sus callejones.
La ciudad me había mostrado su rostro duro, inclemente, rostro de calavera descarnada que se funde al calor del medio día. Piedras que irradian la temible temperatura hasta que los pies sienten su dolorosa dentellada. Su faz es temible, una serie de arrugas le surcan el poco cuero que le queda. ¿Cómo llego al Carpincho? —Camino de la izquierda subiendo por la mejilla hasta llegar a la cuenca desnuda de su ojo— Ciudad temible, ciudad barroca, ciudad laberinto donde un gigante vigila desde las alturas. Ciudad triste, sin lluvias, ciudad desnuda, sin caminos que desollen la melancolía de la tres de la tarde. La ciudad con amaneceres ocultos hace brotar sus días sin concesiones. La primavera trajo sus brazos cáusticos de soledad, dudas y un encierro monacal que se robó todo el aire.
Las nubes llegaron con el verano, y su danza lenta llenó de flores y verdor las mejillas pelonas de la dormida y adolorida calaca por donde camino. Ciudad lluvia, ciudad río, ciudad cascada. La corriente se llevó los días de calor. Amigos que llaman, amigos que vienen, amigos que van. El cráneo guarda una última carta; una carcajada y las torres bailan a su compás —¿un temblor? aquí nunca tiembla— La ciudad con sus cuencas y gargantas comienza a resplandecer entre la niebla.
Descubrí tarde que en Guanajuato la vida comienza de noche, la ciudad suspira con los rumores nocturnos de trompetas y cantos. La ciudad recubre sus huesos. Callejones que viven de luces, cometas y aves de papel multicolor. El sensual sonido de un saxofón estalla entre las estrellas, su origen es desconocido. “Esta vida es igual a un libro cada página es un día vivido. No tratemos de correr antes de andar, esta noche estamos vivos. Solo este momento es realidad” (Luis Enrique, 2009, 2m23s) La ciudad al fin me besa mientras sujeto su cintura al ritmo de un baile que desconozco. Guanajuato es la ciudad de los muertos de día, Guanajuato es la ciudad de los vivos de noche.
Aquella tarde de mi cumpleaños en que mi amiga habló de los espejos, y yo recordé los amores peregrinos, no sabía que “J” vendría. Algunas pocas notas se habían prefigurado en las conversaciones con los amigos —fiesta el viernes— señales de lluvia que no presagian tormentas. Esperando un suspiro en el fondo de mi habitación salí al camino de la luna ¿Quién camina por la osamenta al medio día cuándo las estrellas iluminan los callejones? Solo unos momentos a la luz de una farola con un cigarro encendido. ¿Si es esta la ciudad o me he vuelto a equivocar de escenario?, ¿son las puertas del metro o las de Guanajuato viejo?, ¿es octubre de 2021 o marzo de 2008? Sus ojos se confundieron con los míos, lo digo o sólo lo pienso: “Quiero ver tus ojos, Verlos solo una vez más Y si quieres me iré” (Los locos del ritmo, 1995, 0m39s).Luces del amanecer, “J” camina por la ciudad. Odio Cuevano por las mañanas, lo odio más al medio día; y sin embargo camino en una ciudad que requema mi piel, camino con ella sin pensar, camino por ella entre las cuencas, sobre la mejilla descarnada donde se esconde Idiomas. El taxi a unas oficinas desde las que miro cómo su sonrisa se plasma en cada una de las casas, de las avenidas y barrancas; la ciudad se ha vuelto una extensión más de su ser ¡qué bonito es Guanajuato! No durará, lo sé, “J” dejará la ciudad por la tarde y me olvidará como uno más de los amores peregrinos. Raúl Zurita escribió Los poemas muertos y sin saberlo un día me dirá: “Es como si el mundo entero entonces no fuese otra cosa que el cúmulo incontable de imágenes jamás dichas, de novelas jamás escritas, porque su belleza era demasiado rotunda para ser contemplada por algo más que no fuese un ser solo.” (2005) Los amores peregrinos existen para decirnos que la eternidad existe en un momento y que la vida terminará con nuestro ser, no sin antes habernos mostrado su enormidad.
Fuentes
Borges, Jorge Luis. (1974). Jorge Luis Borges obras completas. Emecé Editores.
Danza invisible. (1996). La eternidad no dura [Canción]. En Por ahora. DRO East West S.A.
Fitzgerald, F. Scott. (2014). El gran Gatsby. Editorial digital. Recuperado de: https://www.imprentanacional.go.cr/editorialdigital/libros/literatura%20universal/el_gran_gatsby_edincr.pdf
Los estrambóticos. (1997). Camino a ninguna parte [Canción]. En Piel de banqueta. Universal Music México S.A de C.V.
Los locos del ritmo. (1995). Tus ojos [Canción]. En Pólvora. Orfeón Video vox
Luis Enrique. (2009). Yo no sé mañana. [Canción]. En Ciclos. Chazz Music.
Sabines, Jaime. (1967). Yuria/ algunos poemas sueltos. Recuperado de: https://www.poeticous.com/jaime-sabines/espero-curarme-de-ti?locale=es
Zurita, Raúl. (2005). Los poemas muertos. Recuperado de: http://www.letras.mysite.com/rz251105.htm
Eduardo Javier Correa Flores (Ciudad de México, 1985). Licenciado en Letras Hispánicas por la UAM. Estudiante de Maestría en Literatura Hispanoamericana en UG. Fanático de la literatura policial, el futbol, la poesía y el café, no necesariamente en ese orden.