BIENAVENTURADOS LOS QUE VUELVEN A CASA

POR OSCAR M. JORDAN

Diego sostenía con ambas manos su ejemplar perfectamente bien cuidado de El Fantasma de la Ópera; mientras leía, juraba adentrarse en la historia, al teatro y a sus rincones oscuros, mirando al causante de tanto horror alojado en un recoveco color negro sin la máscara que le cubría el rostro desfigurado. «¡Ya es hora, muchacho!», escuchó de abajo y podía jurar que los gritos de su madre emergían desde la punta de las escaleras, él era capaz de escuchar las llaves bailar en las manos de ella. Giró los ojos y, con pesar, respondió al llamado gimiendo con fuerza. La noche era ya una realidad y, con ella, la hora de dormir se acercaba inminentemente. 

―Desde abajo puedo escuchar tus diálogos, jovencito ―la madre de Diego entró a la habitación una vez se deshizo de las llaves colgándolas en su lugar después de un día muy arduo de trabajo―, ¿quieres contarme qué lees hoy?

Diego levantó con orgullo y una sonrisa seca el libro que lo atrapó tanto antes de que su madre interrumpiese. A ella en el fondo le apuraba un detalle que no pronunció, pero que la inquietaba más de la cuenta tan pronto volvía a poner un pie en su hogar; «Mi niño habla únicamente cuando lee»

―¿Me leerías un poco, cielo? ―la exigencia por la hora de dormir se difuminó en cuanto a su mente llegaron las inquietantes imágenes de Diego leyendo en voz alta, siempre dentro de su habitación, a solas y, más allá de lo que representaba tal acto, en el resto de su día no pronunciaba siquiera los buenos días. 

Diego se negó con la cabeza, tapándose la boca con la carátula de pasta dura de su libro, uno de sus preferidos, al mismo tiempo en que su madre se acercaba más a él con el rostro emanando pena y frustración. 

―Cielo, necesito que te abras conmigo, soy tu madre. Lo que sea que pienses, lo que sea que sientas para no quererme hablar ni a mí, ni a nadie es algo que podré entender únicamente si me lo explicas. No quiero esperar más tiempo, quiero ayudarte, todos queremos ayudarte, en el instituto, tus amigos, pero no podemos hacer nada si no me explicas qué ocurre.

Ella poseía tal calma en sus palabras que persuadieron al pequeño Diego para, primero, bajar el libro de su rostro y, después, intentar abrir la boca. El intento inútil por hablar le inspiró buscar algo con qué comunicarse; su madre miró el cuerpo de su pequeño levantarse de la cama adornada por una cobija pesada color rojo y yendo hacia su pequeño librero, donde tomó un cuaderno a rayas y una pluma del mismo color que su cobija calientita. «Me ha dicho que no puedo hablarle a alguien más que no sea a él», escribió David en la libreta. 

―Pero ¿quién, cariño?, ¿quién podría pedirte algo como eso?, ¿te han hecho daño? ―el tono de la joven madre cambió en cuanto leyó las letras de su hijo, el escalofrío que solo una madre puede sentir cimbró el cuerpo de la mujer, quien se aferró al lado de la cama en donde se hallaba sentada. 

«Mi hermano», escribió Diego en la libreta con la mano temblándole, arrepintiéndose de lo que hacía. Su madre tendría más preguntas que hacer y escribir sin más que en un trozo de papel y una pluma color rojo le resultaba agobiante. 

―Mi cielo, tú no tienes hermanos, eres él único muchachito que es mi sangre ―a su madre se le escapó una sonrisa que de primer momento fue fiel, pero que se convirtió lentamente en una poderosamente nerviosa. 

«Dice que pronto estaré listo para leer el último libro que quiere que le lea en voz alta. Con él».

―¿Qué libro, Diego? ―la seriedad y una incomodidad fidedigna se hicieron presentes en sus ojos; Diego, de pronto, ya no era el único ser que temblaba, su madre se le unió sin darse cuenta de ello. 

El pequeño Diego se volvió a levantar y de su librero tomó un libro más que yacía escondido detrás de unos cuantos que lo cubrían por completo, escondiéndolo; el nuevo libro era mucho más pesado y mucho más grande que el que antes tenía en manos y su madre lo notó con horror, mismo que le inspiró deformar su rostro con una expresión que jamás creyó sentir en la vida. «Esto no es verdad, Dios mío, esto no es verdad».

Diego, con esfuerzo, arrojó el pesado libro sobre su cama al sentirse incapaz de completar su camino, el gran cúmulo de hojas se postró frente a los ojos de su madre, la portada rezaba en letras mayúsculas: DAEMONOLOGIE (Beati qui inde reverti).

La madre de Diego, sin preguntarse siquiera, recordó aquel episodio de su vida en el que, antes de tener a su pequeño en brazos, el infierno se sintió real. El hijo biológico de quien fue, en vida, su anterior pareja, tomó la decisión de terminar no solo con su vida derramándose alcohol en todo el cuerpo, sino terminar con la de su padre y su novia. 

Las palabras en grande en el título del libro traído por las manos de Diego le hicieron recordar, además, aquellas tormentosas palabras que tomaron largos años en difuminarse en un muy desafortunado recuerdo y que aquel muchacho desorientado y fuera de sí pronunció antes de prenderse fuego abrazando al cadáver de su padre: Voy a venir por ti, “mami”, ¡y va a ser un gran espectáculo!, te lo prometo. 

―Bienaventurados los que regresan ―leyó ella en el subtítulo del libro antes de deformar más la expresión casi inhumana de su cara. 

Con fuerza, tomó a Diego de la mano y, sin preguntar absolutamente nada, lo dirigió a su cuerpo, y envolviéndolo en un abrazo dijo con desesperación y miedo. 

―Tenemos que salir de… 

Del otro lado de la puerta que el niño cerró, alrededor del umbral que delimitaba la madera, se asomaron unas cuantas, pero poderosas, llamas de color naranja intenso, el humo no tardó en aparecer y la temperatura en crecer exponencialmente. La joven madre no tuvo el tiempo para tocar el picaporte de la puerta sin que se quemara la palma de su mano. Diego lloraba con desesperación, cubriéndose de nuevo la boca como si intentara redimir la osadía que, sabía, había ocasionado.

El fuego de afuera se escuchó consumir gran parte del espacio al tiempo en que las llamas se extendían dentro de la habitación de Diego, pero no era lo único que se escuchaba.―Toc, toc… ¿quién es?… ―detrás de la puerta prendida alguien comenzó lo que parecía ser un chiste de inframundo― Soy yo, mami, ¡Ya es hora!

PERFIL IRRADIACIÓN

Oscar Manuel Vargas Jordan (Ciudad de México, 1998). Escritor desde hace ya seis años, sus libros auto publicados son Mientras estés conmigo, La primera era de cambio y Caminos de cempasúchil. Amante de la literatura del terror.