CALLE 8, ESQUINA CON SUR 7 | POR MARTHA LETICIA ARÉVALO REYES

Respiró profundo y pensó de qué modo hacerlo; al final resolvió que el más sencillo era el correcto. Era media mañana, pero no había sol. No hacía frío, no hacía calor. El sonido del tráfico se construía nada más de algún carro perdido atravesando la avenida principal a una distancia considerable. Había llegado a la calle que le habían dicho, la observó. Un par de banquetas mal pintadas y descoloridas terminaban en un callejón marcado por un terreno baldío. Podía escuchar el murmullo de los rezos del monasterio de enfrente. Olía a sopa. El barrio se veía casi olvidado, gris, pobre. Los cables de luz atravesaban de un lado a otro. Las casas eran de un piso, descoloridas, con ventanas semiabiertas y macetas de cubetas de plástico. Contó mentalmente las puertas desde el inicio de la calle: una, dos, tres, cuatro, cinco; rectificó la cuenta a media voz: uno, dos, tres, cuatro, cinco. 

Podía sentir el corazón en todo el cuerpo y los brazos tensos. Se acercó a la puerta a paso lento, y pretendió verse calmado. Se compuso la chaqueta de cuero café oscuro. Procuró estar correctamente fajado. Se ajustó bien el sombrero y tocó a la puerta de lámina. Escuchó unos pasos en chanclas que se apresuraban a abrir. La respiración se le aceleró, los nervios se le carcomieron, y un cosquilleo le recorrió el pecho. Llevó la mano con dirección al cinturón para prepararse, pero atendió a la puerta un chamaquito de unos once años. El hombre lo vio a los ojos. El mocoso llevaba un short de tela azul y una camiseta del Necaxa. Dudó por un segundo, pero de todas formas habló: «buenos días», dijo, «busco a Juan Cisneros», y en automático quiso arrepentirse, dar media vuelta, retirar lo dicho, volverse para su pueblo; pidió a la santa providencia que el morrito le dijera que no estaba en casa, que no era ahí, que no sabía ni siquiera de quién le hablaba. El niño le sonrió: «mi tío Juan vive en la casa de al lado», y al hombre se le hizo chiquito el corazón. «Toque tres veces y con eso le atiende», le añadió, como si se tratase de un amigo cercano y el hombre conociera a Juan de toda la vida. «Gracias, hijo», dijo el hombre con un movimiento de cabeza y se retiró. No escuchó el sonido metálico de la puerta al cerrarse sino hasta que el niño se cercioró de que el hombre había llegado al lugar indicado. Se detuvo frente a la casa. Escuchó el sonido de la olla exprés, el arrullo de una mujer calmando a su bebé y la televisión con un partido de fútbol. El hombre respiró profundo un par de veces más y volvió a la rutina de acomodarse la vestimenta. Se limpió el sudor de la frente con un pañuelo, acomodó su mano derecha para que el movimiento fuera rápido y certero, y con la izquierda tocó tres veces a la puerta. 

Esperando a que le abrieran, desvió la mirada hacia la ventana con barrotes despintados, se percató de las cortinas de encaje y pensó que se parecían a las de la sala de su mujer, y por un segundo se volvió cobarde. Hizo cuentas y pensó en retirarse, total que podía inventar cualquier pretexto, pero antes de poder dar el paso para irse, atendió la puerta el sujeto al que venía buscando: de cara sonriente, con bigote, de ojos claros, de cabello negro y narizón. Y al verlo ahí, el hombre recordó todo su coraje y la cólera le inundó el alma; el rostro se le puso caliente y sintió una presión en las sienes, como si de repente se le hubiese alterado hasta la gravedad del cuerpo. «¿Juan Cisneros?», preguntó sosteniendo la mirada, y poco a poco vio cómo a Juan se le borraba la sonrisa y una expresión de terror se dibujaba de lleno. El hombre supo con certeza que Cisneros sabía de qué se trataba. Sintió un segundo de compasión por aquel hombre que se veía tan mísero, y aunque supo que no resolvía nada, de todas formas, levantó el revólver.

Martha Arévalo (Córdoba, Veracruz, 1995). Es escritora y guionista. Estudió Lengua y Literaturas Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México y la Licenciatura en Cinematografía en la Escuela Veracruzana de Cine Luis Buñuel.