Renata Allen, Clases de natación, Caracola Ediciones, 2025.
Médula de la agua La médula de la agua comienza y termina con la vocal «a», es una grieta que se esparce la agua, es la luna, dijo mamá apuntándola con las uñas de afluentes que nunca desembocan; luego vi su lúnula intacta que sería de la uña un arrecife, coral, estrella de mar y un útero es el arrecife de la luna, me arbitra en ondas de caracol, la estiro entre los dedos para acreditar la fertilidad: banderita roja si la mar está picada con negra ni siquiera remojarse, flujo transparente si quiero una hija, si quiero la agua de la luna. La agua. La luna. La hija. La mamá. Su lúnula.
Todas las mañanas Todas las mañanas: mamá y su café. Lo llevaba en un vaso con tapa y lo cargaba como si fuera otra hija. —Mi hermanita el café también comenzaba a nadar—. Otras mamás eran sirenas porque no cargaban más que un bolso, cubiertas tornasoladas, estrellas de mar semidormidas en las baldosas taconeando de un lado a otro con la potencia de sus aspiraciones muertas. Mamá ni siquiera se batía con su propio cabello; mamá, un nubarrón en el cielo de mi piscina, una ballena resquebrajada, uno de sus tan añorados acertijos: ¿cuántas letras se necesitan para delinear la palabra «amor», mamá? Puras promesas de diluvio en este desierto familiar, unos bosquejos en la arena. ¿Cuántas clases de natación, dime? ¿Cuántas para salvarnos? ¿Cuántas para dar con papá? Mi credencial marcaba el nombre de otro hombre. El guardia me marcaba, todos los días, como la bastarda del socio; un hinchado dedo aplastando mi apellido, su apellido, como si en sus aguas cloradas fuera yo un desatinado químico, un resbalón de algo que de por sí ya es un error, un idiota golpeándose en la esquina de la alberca, el vientre de una cucaracha fingiendo un sobrenado. Toda la vida: un sobrenado de tener papá. Otros papás eran entrenadores y les decían a sus hijas: en sus marcas, listas, ¡fuera! ¡Fuera, fuera!, hacia una carrera donde yo, con los pies todavía en tierra, estaba desde un inicio vetada de participar, vetada, esa es mi palabra. Todas las mañanas: gorrito, traje de baño y goggles. Mis caparazones; pocas veces me olvidaba de algo, pero desatendí otros matices. —Una hija también puede desatender a su mamá—. Debajo me decía: Otra mamá. Dame alguna otra, agua que es como una esfera, una lámpara; una que no deba mentir para sentir que ha vivido. Otro papá. Dame algún otro, agua que es como un seno, delicadezas transparentes; uno que no sea una visión acuática. Visión acuática, esas son mis palabras, nuestras palabras, las que llevaré, como hermanitas, en un vaso con tapa.
Despierta El sueño es una gota de agua y tú, desde adentro, miras lo que los hombres llaman realidad. Te agitas como si estuvieras colgada dentro de una red; tu sexo es sitiado por incontables arpones. El mundo real, te dicen, está fijo, pero solo tienes permitido verlo a través de sus caprichosos reflejos. Oscilas como si el instante más elevado de una ola se contuviera, y agobiada, revientas junto al sueño que es una gota de agua. Mujer, te dicen, ¿hubieras preferido no despertar?
Fisionomías Mi agua tiene muchas fisionomías y tú puedes ser vientre de libélula. Palparme. Pie cerciorándose de mi temperatura; aire que me inquieta junto con esas ranuras blancas donde quisieras zambullirte —porque mi luz acuática es eclipse—. Lo gozoso dura una orgásmica marea: majestuosa cuando elevada, patética cuando trinchera de espuma. En este sudor, de mujer eres náufraga, de náufraga eres buceadora; el barco es lecho, el lecho es sepultura, los peces son felinos y los felinos canicas de la mar jugueteando por nuestros cambiantes y violentos litorales.
Buganvilia La piscina es estanque y yo carpa: pisanque niñarpa. Estancina cariña. Aquí no hay nenúfares, pero tengo buganvilias: nenuvilias. Bugannúfares. Una niñarpa, desde el fondo de la pisanque, besa el tallo danzante de la nenuvilia. Una cariña, desde la superficie de la estancina, besa las tres flores danzantes de la bugannúfare. Porque soy una niña y puedo; porque sé nadar y descubro detrás de una planta y de un cuerpo humedecido a los entornos donde nunca, ni con cien nuevas palabras, o llorosas brazadas, yo rebosaré.