No fue mi intención quedarme en Santa Rosa. La neblina espesó y el conductor dijo que era muy peligroso cruzar el norte de Sonora en tales condiciones, en especial tan noche. Me lo merecía por comprar un boleto en esa línea de camiones, aunque era para lo único que me alcanzaba. En la estación no había mucha gente, solo neblina y basura revoloteando. Era diciembre en la sierra. Me acomodé la bufanda y me cubrí con una cobija que había empacado en mi maleta mientras esperaba por mi Uber. Nunca llegó. Es más, la aplicación no mostraba a ningún conductor cerca. Se me ocurrió la tonta idea de dormir en la central de camiones. Me haría un tendido sobre las sillas metálicas y agarraría el primer camión rumbo a Nogales en la mañana.
—¿No viene nadie?
Sentí un aire caliente, una respiración. Un hombre con cola de caballo se había sentado en el asiento de al lado.
—Esas pinches aplicaciones no funcionan aquí. Esta ciudad se está yendo a la mierda.
No me miraba, estaba concentrado en la pantalla que anunciaba la llegada de los camiones.
—¿De dónde es tu acento? —pregunté.
—Te importa una mierda.
Sacó un cigarro.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó.
—Mauricio, ¿y el tuyo?
—Mauricio, ¿qué?
—Mauricio Villaverde.
—Mira, Mauricio Villaflores, tengo un taxi allá afuera. Venía por un cliente que me llamó desde la carretera, pero me caes bien, te puedo ayudar solo por esta noche.
Le dio otra bocanada a su cigarro. Tenía ojos severos, una actitud como de siempre tener prisa.
—¿Y bien, Mauricio Villaflores?
Acepté. Al salir a la calle, el extraño se me perdió en la neblina, e intenté caminar unos cuantos pasos. Pude distinguir un letrero de un OXXO, alguna farmacia y luces de carros. Escuché un chiflido, después un «por aquí» con acento extranjero. El hombre de cola de caballo se desdibujaba sentado en el cofre de un taxi. Dejé mi maleta en la cajuela y me senté en el asiento de atrás con mi maletín negro sobre el regazo. Me insistió en dejarlo atrás, junto a mis otras pertenencias, pero me negué.
—Haz lo que quieras. —Echó a andar el carro.
Me preguntó hacia dónde me dirigía. Respondí que a la zona hotelera.
—No hay zona hotelera aquí.
—Pues al hotel más cercano.
—El hotel más cercano queda a las afueras de la ciudad.
Me miraba por el espejo retrovisor. Respondí que estaba bien mientras me llevara a un hotel.
—¿Qué traes en el maletín? —preguntó.
—Un recuerdo, supongo.
El taxi dio vuelta en un semáforo. A penas se podían distinguir las casas, los edificios, los letreros luminosos.
—¿Ya habías visitado Santa Rosa antes?
—No, es la primera vez.
—Te va a gustar el panteón. Es más, queda de pasada, a ver si nos da tiempo de llegar un rato para que lo veas. Es de los más antiguos de México.
—No logro ver nada afuera.
—Con los años te acostumbras a la niebla.
Sacó otro cigarro. Bajó un poco la ventana del copiloto. Tosí.
—Perdón, ¿te molesta el humo?
—No, estoy bien. Aunque no lo creas, me gusta el olor a cigarro.
—¿Fumas tú también?
—No, yo no. —Abracé con más fuerza el maletín. El aire entraba por la pequeña abertura de la ventana. —Mi hermano.
—¿Qué?
—Mi hermano era… es quien fuma.
Entramos a un camino de terracería, los pedazos de lodo golpeaban contra la parte de abajo del carro.
—¿Sigue con vida?
—Murió la semana pasada.
El hombre de la cola de caballo no dijo nada. Supuse que, de donde él venía, no era normal darle el pésame a un desconocido. Rebotamos con un bache y él pidió disculpas.
—La verdad es que no me llevaba bien con él, ¿sabes? —Le veía los ojos en el espejo retrovisor—. Por lo menos no en los últimos años. De niños éramos muy unidos, Diego y yo, nadie podía separarnos. Recuerdo que Diego empezó a fumar desde muy joven, como a los catorce. A mí nunca me molestó, ni un poco, digo, mi hermano podía hacer lo que quisiera, era el favorito. Por eso mi mamá lo mandó a la Ciudad de México para estudiar odontología y yo me quedé en ese pueblo. Si cree que esta ciudad es pequeña, debería de conocer mi pueblo. Diego encontró trabajo allá y mamá no podía estar más orgullosa y volvió cuando mamá murió. Llegó justo para el funeral y lloró abrazado al ataúd, el muy cabrón, para que todo el mundo lo viera y se apiadaran de él.
—Ya llegamos.
Apagó el carro. La neblina se disipaba. Vi la primera tumba, la segunda, otras tantas. Una capilla, un rejado negro, estatuas de ángeles, imágenes de la Virgen de Guadalupe.
—¿Y el hotel?
—Te dije, te va gustar el panteón. Es una atracción turística.
El hombre de la cola de caballo sacó otro cigarro. Palpé la ventana para sentir el frío del cristal. Abracé mi maletín.
—¿Entonces qué pasó?
—¿Mande?
—Con tu hermano, ¿qué pasó?
—Ah… Nada, él se quedó con la casa, yo me tuve que ir. A eso voy a Nogales, a buscar una nueva vida.
—¿Hicieron las paces?
—Sí. Solo al final, hasta el último momento.
—¿Cómo murió?
—No me siento cómodo hablando de eso.
Tiró el cigarro por la ventana y metió la mano en la guantera.
—Bájate.
—¿Mande?
Giró hacia mí, todavía con la mano en la guantera.
—No te lo voy a repetir.
Al bajar guardó algo en su chamarra y nunca soltó la mano de su bolsillo. Me hizo caminar por lo que creí kilómetros, siempre con el maletín abrazado a mi pecho; no podía dejarlo abandonado en el taxi. Llegamos a una colina con un árbol y una tumba antiquísima, las inscripciones en el mármol eran ininteligibles. Me dijo que me inclinara y cerrara los ojos. Intenté preguntar qué era lo que estaba pasando, pero no me salían las palabras. Sabía que me lo merecía, después de lo que le hice a Diego, de lo que le hice a mamá. Cerré los ojos, casi vi las caras de ellos, casi los escuché regañándome otra vez, y sonó el celular del hombre con cola de caballo. Atendió la llamada, asintió unas cuantas veces, su expresión cambió por completo.
—¿Cómo dijiste que te llamas?
—Mauricio Villaverde.
—¿Villaverde? ¿No Villaflores?
—Villaverde.
Maldijo en otro idioma. Pateó la tierra. Se disculpó conmigo y me dio direcciones para llegar caminando al hotel más cercano. Entonces se marchó, me dejó ahí. Ni siquiera pensé que se había ido con mi maleta, con mi laptop y mi ropa, solo me alegré de estar vivo. Agarré el maletín que había dejado en el suelo y caminé.
—Vámonos, Diego. Busquemos un lugar dónde dormir —dije.
Enrique Gaxiola (Ciudad Obregón, Sonora, México, 1995). Es escritor, o intento de escritor. Alguna vez, cuando tenía diecisiete años, ganó un concurso estatal con un cuento que nadie leyó. Y aunque la literatura mate, no parará, porque escribir historias que nadie lee ya es un síntoma de estar un poco muerto.