POR ARANZA HERNÁNDEZ GARCÍA
Cada texto literario posee en sí mismo distintos elementos que, en conjunto, permiten el desarrollo idóneo de la trama o historia; uno de ellos es el espacio. El espacio resulta indispensable para brindarle sentido a una obra; para configurar el carácter de los personajes; para que el autor pueda evidenciar ciertos aspectos que él crea convenientes; etc. En la literatura fantástica, el espacio puede encargarse de reflejar la manifestación de lo sobrenatural —lo extraño, lo insólito, lo otro— o bien, de originar lo fantástico. En este sentido, el presente escrito tiene como objetivo analizar —a partir de la vertiente neofantástica— el hogar como elemento clave de lo fantástico en “La casa de azúcar” de Silvina Ocampo. Este relato, a diferencia de los pertenecientes al género fantástico del siglo xix, no instaura ningún miedo o terror. No pretende devastar la realidad a partir de lo sobrenatural, más bien orienta absolutamente todo a una visión natural y racional, de ahí que pueda catalogarse como neofantástico, pues en éste
se asume el mundo real como una máscara, como un tapujo que oculta una segunda realidad (…) La primera se propone abrir una “fisura” o “rajadura” en una superficie sólida e inmutable; para la segunda, en cambio, la realidad es (…) una superficie llena de agujeros como un colador y desde cuyos orificios se podía atisbar, como en un fogonazo, esa otra realidad.
(Alazraki, 1990, p. 29)
En “La casa de azúcar”, la vida matrimonial de la protagonista, Cristina, y su esposo transcurre en un ambiente aparentemente normal, sin embargo, su realidad poco a poco se fragmentará con la aparición de algo que no pertenece a su contexto, pero que irá teniendo pequeñas alusiones dentro de él. En tal caso, la búsqueda de un hogar marca el inicio hacia lo fantástico. En el momento en que el esposo de Cristina encuentra “una casita en la calle Montes de Oca, que parecía de azúcar (…) [y] brillaba con extraordinaria luminosidad” (Ocampo, 2006, p. 36), la realidad comienza a fisurarse, por esa extraña imagen que emana aquel sitio.
A la llamativa apariencia de la casa se le adjudica el misterio y la superstición, pues para Cristina vivir en un sitio ya antes habitado era de mala suerte; pensaba que “el destino de los ocupantes anteriores influiría sobre ella” (p. 36). Aparentemente, esto no tendría fundamento, pero el espacio del hogar refleja una parte de quienes somos; además, proporciona un ambiente de refugio e intimidad, y la protagonista lo sabía. Sabía que su hogar no podía estar “contaminado” por otros gustos, otras manías u otros pensamientos que pusieran en riesgo su identidad o que la convirtieran en otra persona. No obstante, su esposo adquiere aquella casa de azúcar —antes pintada de color rosa y de apariencia romántica—, ya habitada por alguien más.
De tal manera que este sitio —tanto en su interior como en los límites con el exterior— se presenta, desde el inicio del relato, como un espacio que denota misterio y causa extrañeza. Ello no es gratuito, pues la apariencia y descripción de la casa —blanca como el azúcar— constituirá, metafóricamente, una manera de “aludir a una realidad segunda que se resiste a ser nombrada por el lenguaje de la comunicación. La metáfora corresponde a la visión y descripción de esos agujeros” (Alazraki, 1990, pp. 29-30) que poco a poco aparecerán e invadirán la vida de Cristina y su esposo.
De acuerdo con lo anterior, existen cinco momentos clave para la irrupción de lo fantástico en el hogar. El primero de ellos ocurre en un momento en que parece que la felicidad y la tranquilidad del matrimonio nunca se romperá, sin embargo, pasa algo inesperado: una llamada telefónica en la que se preguntará por Violeta —la inquilina anterior—. El marido de Cristina teme que su engaño sea descubierto y adquiere una actitud obsesiva por mantenerlo oculto. De esta manera, la casa de azúcar “despliega su potencial significativo, siendo, por un lado, metáfora de la pureza y dulzura del idilio amoroso que la pareja pretende vivir en ella y, por otro, una amenaza de disolución futura de este amor (como el azúcar que se disuelve en el agua)” (Kunz, 2021, p. 55).
Pese a los intentos del esposo por mantener la serenidad de su vida matrimonial, acontece otro suceso, esta vez en la puerta de la casa. Se trata de la llegada de un vestido de terciopelo al que Cristina protesta en un inicio, pero que, finalmente, termina por aceptar, incluso con entusiasmo. Es a partir de ello que el narrador advierte un cambio en el carácter de su esposa: “De alegre se convirtió en triste, de comunicativa en reservada, de tranquila en nerviosa. No tenía apetito (…) ni tenía ganas de ir al teatro o al cinematógrafo” (p. 38).
Esto se acrecentará con otras circunstancias clave, ambas acontecidas en el jardín de la casa. En primer lugar, la inesperada entrada de un perro que parecía conocer a Cristina y al que ella bautiza con el nombre de Amor. En segundo lugar, la aparición de la dueña del perro, una muchacha que aporta nuevos elementos de extrañeza. Por medio de ella se sabe la apariencia anterior de la casa; el misterio que emanaba ahora que parecía de azúcar; el verdadero nombre del perro y la confirmación de que la inquilina anterior era Violeta, una mujer misteriosa con distintas aventuras amorosas. Esto último se comprueba con el quinto momento de extrañeza: la aparición, en la entrada de la casa, de un varón vestido de mujer que confunde a Cristina con Violeta y le reclama sobre su relación sentimental con un hombre llamado Daniel.
Todas estas circunstancias que ocurren y todas estas alusiones a la figura de Violeta se vuelven tan poderosas que la protagonista abre la posibilidad de cambiar sus gustos; de cambiar su nombre a Violeta; de frecuentar otros lugares e incluso de aceptar, pese a sus supersticiones, un hogar que ya había sido habitado. Finalmente, Violeta no sólo estará presente en los gustos de Cristina, sino que encarnará en ella: “Sospecho que estoy heredando la vida de alguien, las dichas, las penas, las equivocaciones y los aciertos (…) Soy otra persona, tal vez más feliz que yo” (pp. 44-45). Es en ese momento que la segunda realidad se filtra completamente.En resumen, el hogar establece una realidad determinada que poco a poco es invadida por otra que se filtra a través de distintos hechos: la apariencia de la casa y sus significaciones; las inesperadas alusiones a la figura de Violeta y la transformación de Cristina. Ante tales irrupciones que no pertenecen a la realidad racional del matrimonio, la casa, que era en un principio un sitio de cotidianidad y de seguridad, se convierte en un espacio que encierra a los personajes en circunstancias indescifrables, un espacio en el que se acumulan pequeñas fisuras que implantan una segunda realidad, pero, sobre todo, se convierte en un espacio capaz de transformar. Por lo que no solo es “el escenario donde se sitúan los personajes y acontecen las acciones, sino que (…) se erige en protagonista o en el elemento estructurador de la trama, revistiéndose de coherentes formas y múltiples sentidos (…) cargados de significación” (Álvarez Méndez, 2003, p. 551).
FUENTES
Alazraki, J. (1990). ¿Qué es lo neofantástico? Mester, 19(2), 21-33.
Álvarez Méndez, N. (2003). Hacia una teoría del signo espacial en la ficción narrativa contemporánea. Signa. Revista de la Asociación Española de Semiótica, 12, 549-570.
Kunz, M. (2021). Persecuciones fantasmales en dos cuentos de Silvina Ocampo: “La casa de azúcar” y “La red”. Entropía, 2, 51-79.
Ocampo, S. (2006). La casa de azúcar. En E. Montequin (Ed.), La furia y otros cuentos (pp. 35-47). Sudamericana.
Aranza Hernández (Hidalgo, 2000). Egresada de la licenciatura en Letras Hispánicas por la Universidad Autónoma Metropolitana. Ha participado en distintos congresos de literatura e impartido —gracias a su especialidad en didáctica de la lengua y la literatura— talleres de lectura y redacción a nivel universidad. Actualmente realiza encuentros de escritura creativa y continúa en el campo de la enseñanza.