POR ARMANDO GUTIÉRREZ VICTORIA
Hace tiempo que deseaba escribir algo sobre Salvador Novo. Pero, como de costumbre, las obligaciones, de cualquier orden, le impiden a uno cumplir con sus propósitos. En esas andaba, entre la indecisión y los textos y tareas por encargo, cuando lo encontré. Era un ensayo, un ensayo sobre Novo que en realidad era mi ensayo. Y no se trataba de un mal juego fantástico, sino de esas veces donde, por azar, nos damos cuenta que ya han escrito, con 10 o hasta 30 años de anticipación, eso que nosotros buscábamos escribir.
El morbo, que no la curiosidad malsana, me llevó a revisar eso que, en mi corazón, sentía que me habían robado. Bien pronto descubrí que ése no era mi ensayo. Tenía el título, claro, pero no el cuerpo. Porque, de todos los poemarios de Salvador Novo, XX poemas era todo, menos esa superestructura clasificada y concienzuda. Le habían enmendado la mueca a la deformidad. Le habían encontrado el sentido oculto a lo que transita y se bifurca en una fiesta infinita. La autora, cercada y cegada por la taxonomía y las definiciones, no encontraba ninguna “escandalosa ruptura” en cuanto a la forma del libro. Incluso, poseída por un mal espíritu contable, elaboraba la nómina de todas las estrofas (106, para quien desee el dato), las colocaba en las cajas de la “cuarteta”, “quinteta” y “tercetos”, como mariposas disecadas. Y, en un acto de malabarismo intelectual sin precedentes, filiaba a Novo –en un solo párrafo– con la lírica popular.
Espero, desde el fondo de mi corazón, nunca llamar a un poema “vanguardista”, como si se tratase de una etiqueta de sopa Campbell’s, por el simple hecho de advertir “un predominio de la imagen”. Porque si nos dejamos seducir por la lógica de las etiquetas, terminamos por coronar como gran poeta de vanguardia a don Luis de Góngora.
Yo las únicas conexiones que encuentro entre la vanguardia y Góngora a través de la imagen son las que encuentra Lezama Lima en su Expresión americana: el enorme banquete barroco de las formas y los sentidos que los hermana a través de los siglos. Pero, ciertamente, dudo que éstas hayan sido las reflexiones que han orientado esa definición tan parca de lo que es un poema de vanguardia. Pero no se me malentienda, pues tampoco es que yo vaya a dar una definición de lo que es un poema de vanguardia. Basta de definiciones, que nos sirven bien poco y sólo terminan por empequeñecerlo todo.
Pero regresemos a los XX poemas y a Novo. Porque ha llegado el momento de las confesiones. Pues yo no vengo a mostrarme como un experto en Salvador Novo. De ninguna manera; aunque, secretamente, me gustaría que así fuera. Es sólo que, como quizá a más de uno le ha pasado, uno lee una obra que le deslumbra, que le fascina y que le genera muchas preguntas y uno va a la crítica, va a los comentaristas, esperando la guía, el Virgilio que nos revele lo que nuestros ojos torpes no supieron ver; pero lo único que encuentra es la pedantería, los presuntos “errores” que en su inexperiencia el autor no supo enmendar. Y de pronto, ahí está, el tono paternalista, la palmada en la espalda, el juicio extirpador: “su mejor poemario es sin duda Nuevo amor” y lo demás es comentario, mera formación, un embrión que apenas empezaba a cuajar o se pasó de tueste. Y uno dice: “¿Pero cómo? ¿Nuevo amor? ¿Y lo demás qué?”.
“¿Pero quién les enseña a hacer crítica?”, me pregunto yo. ¿Es que para hacer crítica literaria uno debe adoptar la pose de intelectual pedante?, ¿es que, sin confesarlo, no les gustó? ¿O es que, en realidad, no tienen nada que decir?
Basta de acusaciones, ahora sí volvamos a Novo. Porque lo primero que hay que notar, con riesgo de caer en la trampa de la lectura biográfica, es la convergencia de los números y del tiempo. XX poemas, que apareció en 1925, fue quizá, un año antes, todos los años de un joven Salvador Novo. Porque, recordemos que Novo nació en 1904. ¿Son cada una de estas composiciones una estancia, como en la pintura sacra, del viacrucis sensual, intelectual y poético de un jovencito de 20 años? Ya hubiera querido yo tener la capacidad, a los 20, de siquiera escribir uno de estos poemas. Porque uno suele olvidar que, muchas veces, uno estudia a niños. Y yo creo que muy raramente la crítica repara en que esos grandes monumentos, grandes maestros, grandes artistas, eran ya genios cuando nosotros estábamos en las diatribas adolescentes, existenciales y pueriles.
Pero comencemos por el final. Sí, por el final, porque esto no pretende, bajo ninguna circunstancia, ser un acartonado y aburrido “artículo crítico” que termine por enterrar en una tumba sin nombre XX poemas. Porque el objeto de estudio mismo nos dicta los términos. Porque la vanguardia es retirar las piezas, desarmar el cuerpo, regarlo por el suelo y acatar no las órdenes, sino la intuición del gusto, del juego, del impulso primigenio de lo vital.
Se ha clausurado mi Sala de Baile mi corazón no tiene ya la música de todas las playas de hoy más tendrá el silencio de todos los siglos. (vv. 65-67)
Estos son los últimos tres versos que cierran el libro. Ha pasado el diluvio. Se termina el desfile. Los invitados se van de la fiesta. Aquí hay una renuncia, una secreta nostalgia por algo que se termina. ¿Es acaso la adolescencia? ¿La mueca del niño que ríe?
Y lloré inconsolablemente porque en mi gran sala de baile estaban todas las vidas de todos los rumbos bailando la danza de todos los siglos y era sin embargo tan triste esa mascarada! (vv. 33-39)
Y es triste porque es la última. Porque se termina la juventud y la vida adulta nos llama, “criatura sin nombre”, y ya nunca sabremos qué son estos placeres, estas fiestas, estas alegrías infantiles de ponerse a bailar.
No todo, sin embargo, se relativiza en el yo. El poeta de vanguardia, contrario a las creencias populares, no vive en su torre de marfil. El poeta de vanguardia “flota en el cielo acuo” de la gran urbe, de la ciudad naciente, sin cultura, sin colores, sin espacio para la vida:
Ciudad nublada y fría, yo no había sospechado este cambio de ambiente y personajes. El alma tiene prisa de viajero como si fuera a despedir a su pasado a la estación. Los trenes son exactos en partir.
Es una ciudad donde se abren “los párpados de acero” para seguir con el juego de Sísifo. Toda esta urbe es más grande que la “piramidal funesta de la nacida sombra”, que el “hipogrifo violento que corre parejas con el viento”, que las “rimas sonoras” dictadas por Talía. Y lo es porque es una urbe de acero, de un metal frío, inanimado. El triunfo de lo inerte sobre la naturaleza.
Y de pronto, estamos vagando por un cementerio en busca de un trozo de algo vivo, y parece que todos los tiempos se juntan y nos arrastran como una gran ola:
¡Si naufragásemos! Andamos como Jesús sobre las aguas y asoman mástiles de los que ya se hundieron en este mar. (vv. 8-12).
Ya ha sido estudiada la naturaleza lírica del agua en poetas como Gorostiza, pero nadie ha entrado al diluvio de Novo. Al tifón carnavalesco de la lluvia y la celebración de todos los tiempos, donde todo forma círculos caóticos y concéntricos. Saludamos a los griegos, a Simbad, hay un pulpo, Galileo, Nueva York y un tiburón de Troya:
Nao de China cofre de sándalo hoy los perfumes son de Guerlain o de Coty y el té es Lipton’s. Mar, viejecito, ya no juegas a los naufragios con Eolo desde que hay aire líquido Agua y aire gratis.
Es la fiesta. Un niño que toma sus juguetes y los dispersa en el agua. Todos se ríen y nadie sabe qué está pasando; sólo saben que pasa algo, un impulso –acaso un instinto– que los lleva a reír. Pero uno también descubre el mundo, se deja impresionar por vez primera. Y de repente todo lo que sabemos ya no nos estorba:
Y sé que el sol, la noche, el alba... El sol juega a esconderse. Oigo el eco de su grito impúber (la luna llega tras el sol). (vv. 14-17)
Porque hemos olvidado el sentido del tiempo y la fecha exacta en que lo descubrimos. El brillante instante antes de las normas de la lógica. Cuando todo era experiencia viva y todo podía transformarse mediante el juego, mediante el ímpetu por lo lúdico, y no sujeto por las estrictas normas de la lógica:
Tenemos doce lugares para pasar las estaciones: el Verano se puede pasar en Junio el Otoño se debe pasar en Octubre. El tiempo nos conduce por sus casas de cuatro pisos con siete piezas. Sala, dos recámaras, comedor, patio, cocina y cuarto de baño. (vv. 1-9).
Y ahí estamos, niños todos, de viaje por la carretera, con unos nopales sacándonos la lengua, con unos maíces formaditos en escuadrón, que nos saludan en nuestra ingenuidad. Magueyes gimnastas y el sol disfrazado de policía, árboles doctores en filología y nubes inspectoras de monumentos.
¿Quién quiere jugar tennis con nopales y tunas sobre la red de los telégrafos? Tomaremos más tarde un baño ruso en el jacal perdido de la sierra: nos bastará un duchazo de arco iris, nos secaremos con algún stratus. (19-24)
No pretendo, bajo ninguna circunstancia, tratar de dilucidar el “sentido último” de los XX poemas de Salvador Novo. Ni tampoco pretendo zanjar la cuestión de la vanguardia, que ciertamente, salta a la vista en todas las composiciones. Lo que busco –y con suerte espero conseguir– es transmitir aunque sea un poco de lo mucho que este poemario me dice, a casi cien años de su publicación. Busco ensayar, con prueba y error, lo que de otro modo no tendría oportunidad de discutir. Los XX poemas de Novo deben ser leídos con esa gracia juvenil que todos hemos tenido a los 20 años; con esa potencia de descubrir, por vez primera, el mundo; de tomarlo, desarmarlo, inventarle una sonrisa burlona, pintarle una cara y un gesto. Tirar todo a la borda y confesarnos, secretamente, lo mucho que nos ha gustado. ¡Calamares en su tinta! ¡Hígado de bacalao!
Tlalpan, septiembre de 2021
Armando Gutiérrez Victoria (CDMX, 1995). Actualmente cursa el doctorado en Literatura Hispánica en El Colegio de México. Editor del libro colectivo Cien Años de Cultura y Letras en Excélsior (UNAM, 2021). Ha participado en distintos proyectos académicos de investigación en la UNAM. Ha colaborado en diversas revistas como De Raíz Diversa, Campos de Plumas, Tintero Blanco, Periódico Poético, Ibídem, Plástico, etc.