En tanto vamos a hablar de difuntos, este texto no puede más que ser un cementerio, así que ordenemos nuestros muertos: al ingresar, encontrará el lector una primera sección llamada “Cuando el silencio toma la palabra”. Ahí va a ver a Ana María, la amortajada. Es la única sección de este cementerio que no solo no está reseca, sino que tiene vegetación. Aproveche, que después el sol va a apretar. Cuando mire hacia abajo y vea que el barro en sus pies está seco, ya habrá entrado a la segunda sección: “Cuando la tierra toma la palabra”. Allí se encuentra el pueblo de Ixtepec. Va a comenzar usted a sentir un calor agobiante, de ese que ejerce influjos en la conciencia. Acelere el paso y no tome asiento en ninguna piedra. Cuando un viento frío le sople la nuca habrá llegado a la tercera y última sección: “Cuando las tumbas toman la palabra”. Ahí está Rancas. Si escucha usted voces y no sabe de dónde provienen, es porque vienen de bajo sus pies.
Las tres novelas que vamos a recorrer sugieren que la enunciación de ciertas verdades es inconcebible en la vida y que, necesariamente, debe tener lugar desde la muerte. Le ofrezco al lector algunas indicaciones más y lo dejo en manos de los muertos: estas páginas deben ser leídas sintiendo un ligero cansancio en los pies y un sol cegador cayendo en los ojos de tanto en tanto. Si encuentra alguna canilla goteando, haga el favor de cerrarla. Si de alguna tumba se cayó un florero, haga el favor de ponerlo en pie otra vez. Y pise con cuidado, no vaya a ser que alguien se levante y comience a narrar.
Cuando el silencio toma la palabra: Ana María
Después de la muerte no espera la vida eterna, sino la palabra. Esta idea nos ofrece La amortajada (1938), de María Luisa Bombal. La novela comienza con una mujer difunta que entreabre los ojos y es plenamente consciente de lo que ocurre a su alrededor mientras sus allegados la velan y transportan en su ataúd. Bombal elabora un complejo sistema de voces: una narradora en primera persona, Ana María; otras primeras personas correspondientes a los personajes que observan el cuerpo de ella, y un narrador en tercera persona —que en el párrafo final se convertirá a primera— que por momentos cede su lugar a los anteriores. Cada vez que este narrador se aparta tenemos la interioridad de los personajes, que toman la palabra a través del silencio: de pie frente al cuerpo de Ana María, vemos transcurrir el monólogo interior que tiene lugar en ellos. Es la muerte la que habilita esa palabra: los personajes expresan aquello que no fueron capaces de pronunciar cuando Ana María estaba viva. Ahora, tras su muerte y desde el silencio de una mirada frente al cajón abierto, pueden pronunciarse: “Tal vez deseé tu muerte, Ana María” (Bombal, 1941, p. 58), piensa con dolor Fernando, eterno enamorado no correspondido. Incluso si el desconfiado lector elige no creer que Ana María haya muerto y, en su lugar, la entiende presa de un episodio cataléptico, la muerte continúa siendo la que habilita la palabra, porque los demás personajes sí la entienden fallecida. La muerte otorga libertad a la palabra: la novela sugiere que para que ciertos secretos se confiesen, una de las partes debe haber muerto.
La muerte también habilita la palabra de la propia difunta, que reconstruye su vida a partir de la memoria. Es en este estado donde parece tener, no revelaciones exactamente, pero sí la capacidad de enunciarlas: cuando recuerda su historia con Ricardo, llega al momento de su intento de suicidio y confiesa que “quería morir, quería morir, te lo juro” (p. 20). Se dirige a Ricardo y a nadie más; no es un “lo juro”, sino un “te lo juro”; le habla a la persona que provocó su dolor y le confiesa que por ese dolor casi se mata. Los vínculos que en vida quedaron truncos por lo que no fue pronunciado parecen tener una revancha en la palabra que habilita la muerte. Aunque el destinatario de la confesión jamás la escuche, hay una liberación en quien tiene la palabra: “Nunca, nunca supo hasta qué punto lo odiaba todas las noches en aquel momento” (p. 62), explica Ana María sobre Antonio mientras confiesa que se casó con él por despecho. Todas las confesiones tienen la fuerza de aquello que logra ser pronunciado por primera vez. Que Ana María esté muerta —o en su defecto, que los demás la crean muerta— es fundamental para que esta narración exista: ninguna verdad pudo haber sido enunciada si no era frente a su cuerpo amortajado. Ana María se pregunta: “¿Era preciso morir para saber ciertas cosas?” (p. 30). Sí. No solo para descubrir los sentimientos de los demás hacia ella, como ocurre con la sorpresa que le provoca que su hija demuestre por ella una emoción que le era desconocida, sino porque es la muerte la que permite reconstruir la vida con palabras a partir de la memoria. Hay una voz que repite “Vamos” y ella le responde “No” (p. 39). Alguien le pide que termine de morir, pero ella aún tiene que narrar y solo en este espacio habilitado por la muerte puede hacerlo. En esta novela hablamos de narradores muertos por Ana María, aunque todos los demás estén vivos, porque es la muerte la que autoriza la palabra.
Cuando la tierra toma la palabra: el pueblo de Ixtepec
Por si acaso una narradora muerta resultaba inconcebible, Elena Garro redobla la apuesta: ¿qué tal poner a narrar a un pueblo de muertos? Y el lector dirá: “ah, un grupo de personas”. No exactamente. A propósito, ¿ya está el lector sintiendo el calor agobiante? Cuidado con los alacranes.
El pueblo de Ixtepec es quien está a cargo de la narración en Los recuerdos del porvenir (1963). Este narrador toma la forma de una primera persona que, aunque puede ser entendida como una consciencia colectiva de los habitantes de un pueblo mexicano durante la Guerra Cristera, también puede entenderse como una voz que surge de la propia tierra del pueblo: en más de una treintena de ocasiones el narrador repite que los personajes se mueven por “mis calles” (Garro, 2011, p. 28). En un pueblo cuyos habitantes no tienen voz porque viven bajo el terror de la opresión militar, quien toma la palabra es el suelo mismo donde ocurre esa opresión: las calles sobre las que caminan los indios, las casas de los vecinos temerosos de las represalias del general Rosas, las Trancas de Cocula donde se cuelga a los ahorcados. Todos estos espacios físicos son los que toman la palabra por sus habitantes que no pueden hacerlo. Si la historia “la escriben los que ganan”, el otro lado de la historia, el de la derrota, no podía ser narrado más que por un pueblo derrotado.
Así sea que entendamos al narrador como una consciencia colectiva o como el suelo de Ixtepec, en ambos casos se trata de un narrador muerto, porque tanto el suelo como sus habitantes están colmados de muerte. Cada semana los pobladores despiertan y observan que sus vecinos fueron colgados; cada decisión que toman, cada mirada prolongada más de lo debido, están calculadas para no despertar la ira de Rosas. Así, el pueblo vive con la presencia constante de la muerte merodeando. Pero en Ixtepec lo que está también muerto es el futuro. Y en tanto el pueblo no tiene futuro, se aferra a la memoria: “en la memoria hay un jardín iluminado por el sol” (p. 11), reflexiona el narrador. Los tiempos pasados fueron mejores porque el presente es una desgracia y el futuro está vacío. El pueblo se levanta cada mañana para vivir el mismo día; están atrapados en una circularidad donde la vida no es más que un ir hacia la tumba. Allí radica también su estado de muerte: en la quietud que les impide irse. No es casual que la narración tenga lugar desde la cima de una piedra, no solo porque es una prefiguración del final, sino porque en ese estado de piedra vive la población; estado tan opuesto a cualquier pulsión de vida: nadie les prohíbe salir del pueblo y, sin embargo, nadie se va. Los personajes parecen estar bajo alguna fuerza más grande que ellos que los condena a permanecer allí; viven como almas en pena y es también en ese sentido que cargan consigo muerte, aunque estén vivos.
Hay, por otro lado, una insistencia en el estado atemporal del pueblo, y ese vivir por fuera del tiempo enfatiza el hecho de que parezca no haber salida posible para los habitantes; pero, además, aquello sobre lo que no corre el tiempo es aquello que está muerto. El vivir todos los días el mismo día solo puede ser —momentáneamente— interrumpido por un extranjero: dentro de un pueblo donde cada día ocurre lo mismo, las novedades solo pueden provenir del exterior. Por esto “[l]a noticia de la llegada del extranjero corrió por la mañana con la velocidad de la alegría […]. Era el mensajero, el no contaminado por la desdicha” (p. 68). Felipe Hurtado, en tanto extranjero, es portador del cambio. Interrumpir la vida cíclica puede equivaler —esperanza de por medio— a interrumpir la muerte. La noche en que Felipe se fuga junto a Julia, el narrador relata que quedó —Ixtepec— “fuera del tiempo, suspendido en un lugar sin viento” (p. 156). Para poder salir de ese pueblo, para poder escapar a la muerte, tiene que ingresar esta dimensión mágica donde el tiempo se detiene. Hay varias menciones a posibles habilidades mágicas de Felipe, como su llegada en medio de una tormenta con el cabello seco y el farol intacto. Este carácter mágico parece señalar que esa es la única forma en que alguien puede lograr escapar de este lugar: con magia. “Aquí hubo un milagro y no lo vi” (p. 162), pronuncia el hotelero luego de la fuga. Escapar del pueblo es un milagro mágico.
Cuando las tumbas toman la palabra: Rancas
Habrá notado el lector que el aire es ahora más liviano y, sin embargo, no más respirable. Es por la altura de los Andes peruanos. Habrá notado también que el calor fue reemplazado por el frío. Hubiera sido útil dejar en las indicaciones que trajera un abrigo. Pido disculpas por el inminente resfrío.
Redoble por Rancas (1970), de Manuel Scorza, tiene sin dudas al narrador más impreciso de las novelas que recorrimos. La narración alterna capítulo a capítulo entre la historia del pueblo de Yanahuanca y la del pueblo de Rancas. En el primer caso, se narra la lucha liderada por Chacón contra Montenegro; en el segundo, la aparentemente imparable expansión del Cerco y el envenenamiento de las tierras por la explotación minera de la “Cerro de Pasco Corporation”. El narrador se presenta a sí mismo no como un novelista, sino como un cronista y, durante la mayor parte del texto, toma la forma de una tercera persona testigo. En más de una ocasión advierte que “aquí se confunden las versiones” (Scorza, 1997, p. 87). Parece, entonces, manejarse con la información fragmentaria que recolecta de otros cronistas. Sin embargo, en el capítulo 12, entre otros, se leen expresiones como: “riquísimas truchas; desgraciadamente, aquí, las desconocemos” (p. 76, énfasis mío). Hay una primera persona que sutilmente se filtra en esa flexión verbal, develando que la exterioridad del narrador no es tan absoluta como se podría creer. Esta posición del narrador, así como su pronunciamiento como cronista en lugar de novelista, es relevante porque lo que se relata es una historia de represión indígena: si se presentara a sí mismo como novelista correría el riesgo de que su narración se entienda enteramente como ficción. Es una narración de denuncia, donde el cronista procura dar voz a la comunidad de oprimidos hasta tal punto que, en las páginas finales, se aparta por completo y deja el avance diegético en manos de los diálogos de tumba a tumba entre los asesinados.
Las tumbas cuentan lo sucedido y así, nuevamente, solo en la muerte el pueblo tiene la posibilidad de hablar. Las historias de luchas por tierras indígenas son siempre historias de muerte. El mismo carácter infinito del Cerco da cuenta de esta historia de sometimiento y fracaso que jamás termina. Por momentos parece que hay esperanza de victoria, como cuando en la batalla con los cerdos la compañía minera abandona mil cuatrocientas hectáreas. Pero es una esperanza ilusoria. Todo en el relato apunta hacia la muerte: desde la mención de la construcción del cementerio en las primeras líneas hasta la repetida presencia de los buitres. “Un gran enemigo, una compañía poderosísima, ha dispuesto nuestra muerte” (p. 153), sentencia el personero y acierta. Pero lo que también se anticipa es que no habrá silencio luego de la muerte: las ovejas, primeras víctimas mortales del Cerco, aún con la cabeza cortada continúan rumiando. Los indígenas, aún desde las tumbas, narrarán.
El lector caminó el cementerio completo. Los cementerios, igual que las novelas que recorrimos, acostumbran a ser circulares, así que si siente nuevamente los pies embarrados es que siguió de largo y está otra vez con Ana María. Vuelva, que de los muertos también hay que despedirse. La amortajada, Los recuerdos del porvenir y Redoble por Rancas son novelas con complejas estructuras narrativas donde la muerte no es una mera temática, sino la habilitadora misma de la palabra. Los secretos, abusos e injusticias asoman desde ese umbral para ser enunciados. Las voces silenciadas de la vida tienen su oportunidad de pronunciarse cuando la muerte toma la palabra.
Fuentes
Bombal, M. L. (1941). La amortajada. Nascimiento.
Garro, E. (2011). Los recuerdos del porvenir. 451 Editores.
Scorza, M. (1997). Redoble por Rancas. Penguin Books.
Milena Arce (Buenos Aires, 1998). Es estudiante avanzada del Profesorado y la Licenciatura en Letras de la Universidad de Buenos Aires.