DARWIN | POR LUIS FERNANDO RANGEL

Mandó imprimir un engomado con la leyenda “Este hogar es librepensador, no aceptamos propaganda religiosa”. Estaba muy orgulloso de la idea, una parodia del “Este hogar es católico, no aceptamos propaganda protestante” que uno veía pegado en las ventanas de los vecinos.

Daniel Espartaco

¿Quién podría llamar a la puerta un domingo por la mañana? Afuera, un hombre vestido con pantalón negro y camisa blanca, y una mujer enfundada en un vestido largo, esperan. El sol pega de lleno y a ellos no parece importarles. El sudor les corre por el rostro. Hombre sostiene con la mano derecha una sombrilla y con la izquierda carga un montón de hojas con ilustraciones más o menos parecidas a las del libro vaquero.

—Buenos días —saludan apenas Juan abre la puerta. 

Hombre coloca la sombrilla entre las piernas y se limpia el sudor de la frente. Mujer sonríe y parpadea. 

—Venimos a compartirle la palabra del Señor. 

Juan se pregunta a cuál señor se refieren. Está recargado contra el marco de la puerta, listo para recibir su boletín dominical, en donde va a leer detalladamente los motivos que lo llevarán a condenarse. Nunca estará a salvo de la tentación porque el diablo está en todos lados. Sobre todo, piensa, en el cuerpo de la vecina que siempre usa vestidos entalladísimos y en las cervezas que comparte con los pocos amigos que conserva.

Hombre y Mujer comienzan a lanzar preguntas que Juan ni siquiera se molesta en responder. Ellos mismos las responden. 

Hombre y Mujer preguntan:

—¿Usted cree que Dios nos quiere? 

Juan titubea un poco. Trata de decir algo pero ni siquiera puede.

Ellos enseguida responden:

—Por supuesto que nos quiere. 

Juan escucha atento. Siempre le dicen que Dios es amor y que da todo por nosotros. A Juan le gustaría que le diera un millón de pesos, una hielera con cervezas infinitas o una noche con el demonio que vive en el cuerpo de la vecina. Algo dicen sobre el pecado, pero Juan no escucha. Igual no importa porque el próximo domingo se lo repetirán. 

—Los pecadores hacen esto y esto otro —le dirán 

Juan intenta no reírse. Sus padres siempre le dijeron que tenía que ser educado. De no haber sido por eso ya les hubiera azotado la puerta en la cara.

Hombre y Mujer no paran de hablar. Juan busca distraerse. Se rasca la cabeza. Escucha un mosquito zumbar y sigue su trayecto desde su brazo hasta la mano de Mujer. Ella manotea y el mosquito se aleja. Luego vuelve. Zumba. Mujer mueve la mano una y otra vez mientras habla. Atrás, su automóvil, quieto como un monumento al ocio: como una escultura dedicada a su miedo a tomar el volante. 

Juan ve cómo de entre las plastas de concreto de la banqueta se escapan algunas plantas. Piensa que tarde o temprano la naturaleza reclama lo que es suyo. Por eso las personas siempre vuelven al polvo, a la ceniza y al olvido. Hombre y Mujer dicen que el fin del mundo está cerca y debemos arrepentirnos de nuestros pecados. Juan piensa en las plantas. Las imagina doblegadas por el viento, pidiéndole perdón al mundo.

—Dios perdona a todo el que se acerca a él —dice Hombre.

Mujer abre la Biblia, como si la conociera a la perfección, en la página precisa. Incluso antes de encontrar el versículo, comienza a decirlo. No se equivoca. Extiende el índice y repasa la hoja hasta que se detiene.

—Juan tres dieciséis: porque tanto amó Dios al hombre…

Juan los interrumpe.

—Que dio a su hijo… —continúa, con una mezcla de orgullo y soberbia, porque conoce a la perfección el versículo. 

Hombre y Mujer sonríen tímidamente. Juan recuerda a su viejo maestro de preparatoria que una tarde le enseñó a rezar el Padrenuestro en latín. También recuerda la insistencia de aquel hombre en explicar la Biblia.

—Cuando en la Biblia dice que Jesús pone la otra mejilla —solía decir— no es porque quiera ser golpeado de nuevo, sino porque está exigiendo respeto. Cuando se golpeaba con la parte externa de la mano, era un golpe de desprecio, que además mostraba superioridad. ¿Entienden? Yo soy mejor que tú. Eso querían decir. Pero cuando se golpeaba con la parte interna era porque se trataba de un igual. Y recuerden, Dios dice que todos somos iguales.

Juan quiere abofetear a Hombre. No porque lo respete, sino porque le irrita ver que finge ser feliz. Mantiene en el rostro una sonrisa que al final del día seguramente le causa dolores en las mejillas. Además tiene una dentadura perfectamente blanca. De no predicar la palabra del Señor, bien podría dedicarse a ser modelo para comerciales de pasta dental o dedicarse a posar para las fotografías de stock de las revistas de personas felices.

Juan también se pregunta qué harían Hombre y Mujer si en ese preciso momento comenzara a terminarse el mundo. Imagina que el cielo se abre y una lluvia de fuego cae sobre la tierra. De seguro Hombre y Mujer correrían despavoridos por toda la calle mientras pequeños demonios salen de las entrañas de la tierra y persiguen a los pecadores picándolos con sus tridentes. Al fondo, dos humanos descarnados cargan un borrego de oro brillante como el mismísimo sol. 

Juan, entonces, gritaría de emoción:

—Aleluya, el juicio final, por fin. 

Ya saben, la resurrección de los muertos y todas esas cosas. 

Pero el mundo no se está acabando. Juan vuelve los ojos a Hombre y Mujer, que se despiden amablemente. Le extienden la mano y le entregan un ejemplar de su revista religiosa.

—Dios lo bendiga.

Emprenden la huida y Juan imagina que tras la próxima puerta a la que van a llamar se esconde un hombre que reza todas las noches con la devoción de quien no quiere ser descubierto. Seguramente en su sótano guarda el cadáver de dos o tres niños. En su pecho lleva tatuado Dejad que los niños se acerquen a mí con una perfecta caligrafía gótica.

Juan cierra la puerta. Dentro de la casa —en alguna pared— un Cristo tiene el costado atravesado por una lanza. En la sala hay una pequeña pecera con cuatro peces color oro. Enseguida, un candelabro. Juan deja ahí el boletín y vuelve imaginar el fin del mundo. Justo un día antes el atardecer le recordó a la crucifixión. El cielo rojo parecía ser la sangre del costado de Cristo. Luego, el cielo estrellado. Imagina que desde detrás de las montañas surge un dragón y devora al niño que duerme bajo la luna. Trata de recordar con precisión las palabras bíblicas que anuncian el fin del mundo, pero no puede.

Juan piensa en la resurrección y el juicio final. Saca un cigarro de la cajetilla que guarda en un bolso del pantalón; el encendedor lo guarda en el otro bolso. Y al prenderlo, imagina el fuego como las llamas del infierno. Da la primera calada. Fuma mientras camina rumbo al refrigerador en busca de un refresco. Hace calor. No entiende cómo Hombre y Mujer caminan alegremente bajo el sol. Parecen hormigas. Aunque piensa que al final de cuentas todos somos hormigas. Él se imagina como una hormiga mientras busca un poco de azúcar. Además se preguntan cómo es posible que Hombre y Mujer siempre siguen el mismo recorrido que parece trazado por la mano de Dios.

Regresa a la sala y se sienta en el sillón para darle la última calada al cigarro. Guarda el humo por un momento hasta que lo escupe en medio de un pequeño ataque de tos. Entonces lo apaga en la suela del zapato. La ceniza le queda en la mano, un poco apenas, la suficiente. Juan suda. Hace muchísimo calor. Se rasca la cabeza y la ceniza mancha su frente. Ahora su mano está limpia. Luego se asoma por la ventana y ve a Hombre y Mujer limpiarse el sudor. Están lejos: sí, parecen hormigas. 

Afuera, las otras hormigas, las verdaderas, dibujan en el piso un camino negro, como un hilo. A Juan se le antoja imaginarlo como un rastro de pólvora. Después bebe del refresco a medias que encontró en el refrigerador. Ya ni siquiera tiene gas y solamente sabe a azúcar, pero está helado y con eso basta. Mientras bebe, piensa en la posibilidad de ser una hormiga y explotar a la menor provocación del sol. Piensa, también, en los peces. El agua está helada y quiere sumergirse para refrescarse. Maldice la hora en que la evolución lo condenó al sol y a la infinita tristeza. 

En las costas los peces se arrojan a la arena con la esperanza de evolucionar. Esperan que las escamas se vuelvan plumas. Sería mejor ser un ángel. Al menos Hombre y Mujer lo piensan. Lo cierto es que a Juan le gustaría ser un pez, pero no como los que guarda en la pecera frente a la cruz, sino estar en el mar para nadar en aguas heladas y esconderse en las profundidades del mar para escaparse de la mirada de Dios. 

Juan ve la pecera y luego desvía la mirada a donde está el boletín que Hombre y Mujer le dieron. Su padre lleva muchos años muerto y cuando murió, Juan sintió que ese momento era el que precedía al fin del mundo. Se pregunta si estará en un lugar como el de los paisajes maravillosos de los folletos que Hombre y Mujer reparten. Entonces se pregunta cuándo se va a acabar el mundo. Luego escucha dos disparos. Se imagina la explosión primigenia. El Big Bang. Se asoma por la ventana y todo está en calma.

Luis Fernando Rangel (Chihuahua, 1995). Escritor y editor. Su libro más reciente es La mano de Dios (Editores UACH, 2024). Forma parte de Sangre Ediciones y Fósforo. Literatura en Breve. Ha ganado el II Premio Internacional de Poesía Nueva York Poetry Press, el IV Premio Nacional de Poesía Germán List Arzubide y los Juegos Florales de Lagos de Moreno.