POR ANTONIO RUBIO REYES
Que otros se jacten de las páginas que han escrito;
a mí me enorgullecen las que he leído.
Jorge Luis Borges, “Un lector”.
I
Ha sucedido ya varias veces. El bolígrafo aguarda, paciente, a mi lado, cuando sucede la magia: el libro logra conectar conmigo. Me dice algo importante. Algo que deseo guardar. Un lugar al que quiero volver. Se trata, quizá, de una frase encantadora o de un juego ingenioso del lenguaje. Quizá sea una oración inteligente o la tesis del autor. Paro la lectura. La tapa del bolígrafo cae. La tinta despide un olor tierno, como el de un chicle. Subrayo. Y, mientras subrayo, estoy releyendo.
II
Me gusta subrayar libros. Respeto a las personas que no los subrayan. Pero esas personas están equivocadas. Consideran que es un «sacrilegio», algo impensable, una violación al objeto–libro, a la belleza imperturbable del libro pensado para las vitrinas. Tengo una postura crítica con respecto a la sacralización del libro como objeto, un objeto imperturbable que no puede ser tocado. Para mí, subrayar es un ejercicio de intervención, una manera de volver orgánica mi lectura, de hacerme partícipe como lector. También es un acto mnemotécnico, para no olvidar que estuve ahí, para volver a toparme con el pasado y dialogar con el lector que fui. Con certeza, es un ejercicio de relectura que permite un breve análisis de lo que me encuentro leyendo. A su manera, se trata de la forma más pura de crítica literaria.
Finalmente, se trata, ante todas las cosas, de una historiografía de mis lecturas, una colección de palabras relacionada con mi educación sentimental: cierto lenguaje ya añejo, casi extinto, está vinculado a algunas mujeres que he amado en determinados poemas; otros versos me regresan a casas en las que viví y he abandonado; algunas estrofas intensas me recuerdan a los amigos muertos y a la música de las lluvias de verano. Cada estrofa, cada verso, perfectamente subrayado por mi bolígrafo. Recordando a Machado, todo pasa y todo queda. Nosotros pasamos. Nuestros subrayados se quedan.
III
Los libros deben prestarse, deben ser leídos más de una vez, deben huir de nosotros para evitar la cárcel de nuestras bibliotecas personales, objetos de una cruel pornografía de la lectura en la que estos solo nos sirven para nuestro placer visual, superficiales e inmóviles, tremendamente inmaculados. Nuestros libros deben ensuciarse, acumular polvo y torceduras, deteriorarse hasta el quebranto. Solo así los libros cobran vida y además pueden morir.
Cuando prestamos un libro, también estamos resguardando un fragmento de nosotros mismos, como un secreto frágil, pues esta persona, suponiendo que leerá el libro, nos reconocerá en la lectura. En cierto modo, leer un libro subrayado es una suerte de plática entre el autor, el lector que estuvo y el lector que llegó.
Por eso abogo por que la lectura sea un acto vivo más que un acto sagrado. De esta manera, la literatura permanece viva.
IV
Uno podría elaborar una historia de la literatura solo deteniéndose en las anotaciones y subrayados que los lectores dejan en sus libros. Sería, ciertamente, una historia sobre la emoción humana, una relación de nuestra educación sentimental a través de la literatura. También nos contaría sobre las lecturas de personalidades icónicas de la escritura. Sin duda nos encantaría coincidir con las frases que Borges, Pizarnik, Cortázar y Rulfo subrayaron en el pasado. Nos reencontraríamos con ellos, felizmente, en otra mirada de la literatura.
V
Breve antología de algunos versos que he subrayado:“Tómame en la noche / cuando los labios y la piel recuerdan” (Kavafis, “Regresa”); “También de tu soledad hicimos una ciencia” (Isabel Zapata, “Diorama con oso polar”); “Fui como la hierba y no me arrancaron” (Álvaro de Campos, “Escrito en un libro abandonado en un tren”); “con la lengua muerta y fría en la boca / pienso mover la voz a ti debida” (Garcilaso de la Vega, “Égloga tercera”; “Allá donde unas cuantas buganvilias en un vaso de agua / bastan para hacernos un jardín” (Gloria Gervitz, Migraciones); “Morir es descalzarse de la lengua” (Elisa Díaz Castelo, El reino de lo no lineal); “Nunca, como a tu lado, fui de piedra” (Rosario Castellanos, “Elegía); “No perdono a la muerte enamorada” (Miguel Hernández, “Elegía”); “El amor son las cosas que pasan. / Nuestro amor muerto no pasa” (Raúl Zurita, Canto a su amor desaparecido); “Ella tiene miedo de no saber nombrar / lo que no existe” (Alejandra Pizarnik, Árbol de Diana); “Es seguro que nuestra venganza será el amor” (Cristina Peri Rossi, Estado de exilio); “Si alguna vez / mi voz deja de escucharse / piensen que el bosque habla por mí / con su lenguaje de raíces” (Jorge Teillier, “Si alguna vez”).
Antonio Rubio Reyes (Ciudad Juárez, Chihuahua, 1994). Maestro en Estudios Literarios por la UACJ. Publicó Blu (Anverso, 2019), La santa patrona del tex-mex (Crisálida, 2021), Los funerales del agua (Fósforo, 2021) y El árbol derribado (Buenos Aires Poetry, 2022). Junto con Amalia Rodríguez y Urani Montiel recibió el premio de crítica literaria Guillermo Rousset Banda por Cartografía literaria de Ciudad Juárez (Eón, 2019).