27 de octubre de 1962. Sábado negro. La crisis nuclear había sido difundida por todas las naciones: los misiles de Cuba partieron con destino a los Estados Unidos. La guerra fría se calentó en cuestión de minutos: aliados de ambos bandos lanzaban misiles por todo el globo, destruyendo sus principales ciudades. Acá, en México, sólo se escuchaban las noticias, y la gente quedó en shock. El pánico nos encerró, nos paralizó; las calles se quedaron solas: la ciudad era un desierto de asfalto.
En la radio dicen que las casas arden y que los sobrevivientes serán devorados por la radiación. Europa es un cenicero inhabitable por al menos mil años. México y los demás países latinoamericanos abrirán sus fronteras, junto al decreto de uso, sin excepciones, de mascarillas, así como la repartición de pastillas de yodo que, no obstante, de nada servirán contra la nube mortífera que los vientos polares traerán a todo el hemisferio sur. La desconfianza mutua, la incertidumbre y la anarquía se vuelven realidad. La radio es un reloj del apocalipsis.
Mi familia y yo nos vamos hacia los montes, donde hay grandes cavernas, mientras todo se tranquiliza o se vuelve negro hollín. La radiación empieza por el norte, luego va cubriendo todo el territorio nacional. Después de siete días, lleva la mitad de la tierra. Los expertos indican que sólo nos quedan un par de semanas antes del invierno nuclear. Nada sobrevivirá, incluido lo verde. Nadie en este planeta será testigo de un nuevo amanecer. La radio se despide con una plegaria: que Dios nos bendiga a todos.
Desde lo alto de este monte se puede ver la agonizante ciudad. Los cielos son grises; las montañas, copos de ceniza. Tengo frío, hambre y sed. He tosido sangre, pero no les he dicho a mis padres: ya tienen bastante con el velorio de mi hermano. Luego le sigue el de mi madre. No tengo fuerzas para seguir. Mientras espero a la muerte pienso en que Oppenheimer tenía razón, y antes de partir, mi cerebro me regala un último vistazo de mi vida, de gente que ni conozco y de sabores que se vuelven amargos. Ya en el ocaso, me pregunto si habrá quien nos suceda y, sobre todo, si es que acaso entenderán nuestra lección.
Mayra Chico (Xochitepec, Morelos, 1993). La literatura es su pasatiempo: le gusta escribir poesía e historias que surgen de su imaginación. Lee todo lo que puede y lo plasma en estos escritos.