DR. D. MAUSTRAP | POR JOSÉ IGNACIO HERNÁNDEZ

Limpió el facón ensangrentado en el pasto y volvió a las casas con lentitud, sin mirar para atrás. 

Cumplida su tarea de justiciero, ahora era nadie. Mejor dicho era el otro…

J. L. Borges, “El fin”

Yo sé que la culpa es mía, empecé. Y también es tuya… Nunca logro resolver esta parte. No puede tener otro título. No es que el doctor me vaya a encontrar muerto con el cuento entre las manos, desesperadas, no. El doctor va a repetir una historia hasta el infinito. Un interminable ir y venir, un espejo, un vos y yo, nosotros, vosotros, ellos. En algún momento (es evidente) las leyes se escaparon de sus manos y tomaron otros nombres. Pobre rey –sí, me agrada–, quedó muy confundido. Solo y sin nombre. Voy a repetir demasiado por ahora, después lo arreglaré. Pero no voy a discutirlo más. El nombre que tomó este cuento, que es varios nombres, no importa porque sólo pertenece a quien lo lee, a quien ahora lo tiene en sus manos.

Me quedé ahí parado, al costado del galpón, pensando dónde podría conseguir tinta dentro de todo barata. En el mercado no tenían otra cosa que resmas de papel. Cuando perdí mi colección de literatura francesa sentí una profunda necesidad de escribir. Todo ocurrió de manera rápida y definitiva. Desde el mercado caminé de regreso a la ratonera –perdón, quise decir el galpón–. Estaba cerrado: Irene todavía no volvía del centro. Ahí me quedé, como decía, a pesar del frío. Ella siempre me regaña por haber arrojado la llave de la casa en la alcantarilla. Por eso, desde que encontramos este lugar, se encarga personalmente de administrar las llaves y candados del portón de entrada, el pasillo y el baño.  

Había pasado poco más de una hora, cuando doña América apareció con el carrito de la feria. ¡Más audaces los jóvenes de hoy! No se le achican ni al frío, gritó.

– ¡Estoy helado! –. (Tenía que seguirle la corriente para que me invitara a su casa.) 

– ¡Pero claro, hijo! ¿Qué pasó? ¿La Irene todavía no vuelve? Están largas las colas en el banco hoy. 

– Sí, debe ser.

– ¿No querés pasar y esperar en casa?  

Saqué una hoja y dejé un mensaje para Irene debajo del portón.  

La casa de doña América estaba a dos cuadras bajando por la misma calle. Me invitó a la cocina. Sacó un ollón del horno para llenarlo con agua. Cuando empezó a burbujear, reservó un poco en dos tazas para hacer el té. De camino hasta la mesa le subió el volumen a la radio. 

– Tomá asiento –señaló una silla. 

Preguntó: 

– ¿No te molesta que le ponga una gota de ron?

– No, para nada. Mejor así.

– Mmm, el puño del chiquilín es imparable. ¡Imparable! Yo sabía que anoche le iba a ir bien. Nadie le hace sombra. No cualquiera es chiquito y bravucón en el ring. 

Hizo como que recordaba algo: 

– ¿Desde cuándo era que ustedes estaban en el barrio? 

– Y, desde hace unos años ya. 

– ¿Y cómo fue que llegaron al galpón? ¿Les gustaba la zona?

– No, no. Para serle franco, perdimos la casa y encontramos este lugar. Tuvimos que deambular bastante, eso sí. Por ahora nadie lo reclama. Creo que nadie lo va a hacer. ¿Quién va a querer echar a dos viejos de un galpón? Hasta le pusimos cerraduras nuevas. 

En ese momento, llamaron a la puerta. Era Irene.

– Si no hubieras tirado la llave, algo podríamos haber hecho. 

– Ya está, Irene. Por favor. 

– ¿Cómo te fue en el médico?

– No, no fui al médico. Sólo fui al mercado.

– Pero, ¿cómo? ¿Y tus migrañas? Vamos a tener que hacer algo… lo que decías sobre las rentas… 

– No, ya no va a poder ser. 

– ¿Y ahora? ¿Vas a dejarme sola también?

– No, ¡por amor de Dios! Yo puedo con las migrañas, Irene. ¡Por favor! El libro está casi terminado, algo vamos a vender seguro. Ya vas a ver. Un cuento más y termino. Vendemos eso o el reloj pulsera. Vas a ver. 

– Hace quince años que estás con ese libro.

Ni bien cruzamos el portón, me encerré a escribir. Yo sé que la culpa es mía. Y también es tuya, continué. En algún momento, los nombres se olvidan… No. Horrible. (Tachado.) Pero sé que nuestra es la culpa. Nadie nace sin ella. Mía y tuya, porque somos el mismo. Estás en mí. Bendita sea, al fin de cuentas, esta querida ratonera, porque me enseñó a mirarte a los ojos. Ya no voy a pedir perdón. Voy a hablar. Sí. Voy a decirte que ninguna de estas páginas es importante. Que hay más valor en los asuntos de tu corazón. Que escribo porque me duele vivir. Que tengo miedo. Miedo a que las letras se pierdan y me dejen mudo frente a esta soledad. Miedo a esa joven cama adentro que, sin preguntar, se llevó al niño para siempre, y me dejó solo con el hombre que todos los días adivino en el espejo. Miedo a confesar que, a pesar de todo, esa chica me gustaba. Miedo a la muerte. Miedo a que me digan no voy a ser más tu amigo porque yo soy sano, vos enfermo. Miedo al amor. Miedo a las lágrimas. Miedo a esos libros que me dicen demasiadas cosas sobre mí. Miedo a mi cuerpo desnudo. Miedo a lo que aquí escribo. Miedo al encanto de la noche. Miedo a que pienses que mis palabras son abstractas, cuando no lo son. Miedo a que no te guste lo que escribo, porque habla de mí. Miedo a que me veas como a un pájaro, cuando no soy más que un gusano, un hombre viejo que sólo conoce las cosas por sus sombras y vive para contarlas. (Ese es mi mundo, esas sombras que me tragan.) Miedo a mí mismo, a lo que soy y pude haber sido. Miedo a la tristeza cuando sale de mi cuerpo y me deja sin palabras. Miedo a la mirada, al aliado en el espejo. Miedo al hambre. Miedo al hambre con sabor a lechuga y limón y nada más. Miedo al sol que me delata cuando camino en la plenitud del día. Miedo al encanto de la noche, nunca lo suficientemente larga, nunca menos hermosa. Miedo a mi nombre, a ese yo que el mundo ha concebido para justificarme sin saber nada de mí. Miedo a tener uno de esos sueños en los que soy el rey del que hablo cuando despierto. Nadie se rebaja en la vida por mostrar algunas lágrimas. Estas letras, a veces, no son más que eso. No creas, entonces, que vuelo. Volar es lo que deseo. Y mientras así sea, yo tendré la culpa. 

(Citar: “Siempre suena sobre negros muros el aliento solitario de Dios”.) Porque no son mis dudas, cosas del ayer, las que conducen mi ánimo, sino la certeza de que esta mente, mi alma, es insalvable.

Irene me llama para poner la mesa (pasaron quince minutos). Sirvo los platos y nos sentamos a comer.

– Tengo que decirte algo –. Me mira en silencio. Cómo ha cambiado estos últimos años.

– ¿Qué? Decime.

– Yo hoy tampoco fui… al banco. No fui.

– No entiendo. ¿Por qué? ¿Te tocaba ir otro día?

– No pienso ir. Ya no tiene sentido. 

– Pero, ¿adónde fuiste hoy, entonces? ¿Para qué saliste? ¡Irene! 

Sigue masticando, sin decir palabra. 

No me atrevo a insistir. 

Hasta aquí llega mi cuento. 

Las letras empiezan a salir borrosas… Siento la visión borrosa. Me vino la migraña. Cómo quisiera salir a buscar mi pipa… Poco a poco dejo de pensar. 

Se puede vivir sin pensar…

Caminó tembloroso hasta su pieza. Al recostarse, palpó la mesa de luz y se llevó una pastilla a la boca. Recordó que Irene había salido a comprar algo ese día. No era uno de sus ovillos de tejido. Algo parecido, como una cuerda gruesa. Por eso no quiso ir al banco. Lo tenía todo planeado. 

Se puso de costado, sintió las piernas y un brazo entumecidos. Buscó la mancha de humedad en el techo. Nunca la había visto tan definida. Sonrió y dijo:

– Qué idiota. Era la otra pastilla. Irene tenía razón… tendría que haber ido al médico…

Cerró los ojos.

José Ignacio Hernández (Mendoza, Argentina, 1988). Escritor simbolista y estudiante de música. Publicó en diversas revistas, entre ellas Ulrica Revista (Buenos Aires), Santa Rabia Poetry (Perú), Phantasma (Chile), Autores (Madrid). Participó en la antología de cuento psicológico, de la Editorial Palabra Herida, y en la segunda antología de poesía, de Autores. Asiste al taller literario dictado por Diego Niemetz.