EL ERÓGRAFO 

POR MISAEL MAQUEDA

I

¡Tan-Tan!…

Raúl Velázquez y Mendoza recibió una llamada bastante inesperada aquella tarde de abril: se le reconocía por su gran aporte a la narrativa erótica contemporánea y deseaba la Fundación otorgarle el premio Miller. De esa manera, se convertiría en el autor más joven en la historia del premio al obtenerlo a sus, tan sólo, 56 años de edad.

 De entre su bibliografía destacaban títulos como La noche de la iguana, Se non sei tu, Annina, l’amore, La fábula de Orión y un extrañísimo compendio de cuentos llamado Los pecados de Penélope en el que extendía la concepción del erotismo más allá de los asuntos o meramente sentimentales, o meramente carnales, elevándolos a una especie de misticismo o de revelación (o eso dijo su editor al momento de publicarlo). 

Fue aquel libro motivo de tesis por huestes inagotables de estudiantes que asediaron las puertas de su casa, hambrientos por conocer más acerca de la génesis de ese volumen. Llegaban como langostas a comerse sus últimos cabellos con sus preguntas: ¿Tendría alguna relación con la poesía mística del Siglo de Oro? ¿Tendría un trasfondo crítico a la alienación que produce en el individuo la sociedad postcapitalista? ¿Tendría alguna vena feminista su obra cumbre? ¿Tendría un ocultamiento del yo, convirtiéndose él mismo en su Penélope? ¿Tendría que ver esta Penélope con la homérica? ¿Tendría que ver con…? ¡Tendría que ver con…!

Él respondía simplemente que se le había ocurrido cuando vio la etiqueta con el nombre de una cajera y que le había gustado cómo sonaba. Que también se había imaginado la forma de escapar de un empleo tan rutinario como es el ver un ir y venir de clientes día tras día y que a él sólo se le podía ocurrir que mediante el erotismo era posible liberarse de aquellos lastres del trabajo. Y, acto seguido, los invitaba a salir de su casa porque tenía trabajo importante que hacer.

Algunos lo consideraban una especie de eremita o de asceta. No bebía. No fumaba. Todas las mañanas salía a dar una caminata, y cuando era más joven corría la milla. Llevaba una dieta estrictamente vegetariana. Vestía un traje sencillo y, para las galas, uno de tres piezas, cuidando siempre el más mínimo detalle. Confesó en alguna entrevista que se dedicaba a escribir, por lo menos, cuatro o cinco horas diarias sin detenerse. 

Así que en cierta medida fue una sorpresa que hubiera aceptado sin dudarlo el reconocimiento. El más perspicaz podría sospechar que lo hacía por la generosa cantidad de dinero que lo acompañaba, pero, a decir verdad, ése no era un asunto que le preocupase. No era rico, pero no vivía mal. Después de todo, y una auténtica rareza a su edad, no tenía familia de la cual preocuparse. Ni esposa, ni exesposa; ni hijos ni exhijos, ni siquiera algún ilegítimo que se hubiera enfrascado en su telemaquiada personal para encontrar a su padre ausente. Nada.

Y no por ello quiere decir que no tuviera encuentros con mujeres. ¡Si en su juventud se había ganado la fama de ser un galán! Muchacha tras muchacha, siempre con una distinta junto a él, paseaba, comía y cenaba. Sin embargo…, no, tampoco era eso… definitivamente no era gay. O bueno, hasta donde lo sabemos. Tenía amigos, claro, ¿íntimos? Tanto como lo permiten las normas. Pero dejemos ese derrotero un momento, pues un secreto más grande se tenía guardado.

Era necesario para recibir esta compensación económica el pronunciar un discurso, breve y poderoso o largo y divagativo sobre su tarea como escritor. Así que bajo la marcialidad que lo caracterizó, tomó una pluma y preparó un único borrador que después corregiría en algunos aspectos mínimos.

Lo dejó macerarse para la premiación.

Llegó el día y todos se encontraban engalanados para escucharlo pronunciar sus palabras que sin duda serían esclarecedoras sobre la narrativa erótica contemporánea.

Subió al estrado tras sus correspondientes honores. Aplausos y más aplausos; le llovían, lo empapaban como a una de sus protagonistas. Se sintió un poco sucio, pero, de alguna manera, lo disfrutaba. Entonces, la hora del juicio y de la verdad. El público callado, expectante, apenas una tos censurada por los siseos.

En el estrado, pronunció su declaración. Su secreto para la perfecta narrativa erótica.

II

… ¿Quién es?…

“… Y ya que hemos recorrido la innecesariamente interesante historia de mis lecturas y de mis influencias, pasemos al aspecto que todos han estado esperando (y lo siento si los he hartado con mis divagaciones). Se preguntarán, ¿cómo logra este viejo, más monje que escolástico, producir unas obras que sonrojarían al más liberal y oculto de los neoclásicos? (Por favor, no se rían ni me tilden de snob o de soberbio, quizá me quede poco tiempo sobre la tierra, al menos un poco de autoalabanza se me perdonará) En fin, esto es lo que pasa…”

Y si lo hubieran visto, ¡Dios mío!, lo dijo con la seguridad de una estatua. La noticia que rompió con las ideas que todos tenían en mente. Por supuesto, al principio fue una carcajada monumental que tronó en risas y confusión entre los organizadores y los asistentes en general. Cuando todo volvió a su estado de calma, y se dieron cuenta de que lo decía en serio, empalidecieron y se convirtió de bacanal a velorio aquel evento.

“¿Es que no me creen? Allá ustedes, mis muy respetables, yo no soy absolutamente nadie para convencerlos de lo contrario. Y no sé si alguno tuviera la intención de realizarme una biografía autorizada o no, pero ahí tienen, les dejo ese dato tan crucial (que yo siempre consideré como algo más bien intrascendente) para la elaboración de mi novelística. Ahora bien, si podemos ser serios nuevamente, me gustaría explicarles cómo ha influido eso que les acabo de decir. En primer lugar…”

El viejecillo habló, habló largo rato, sin que lo escucharan. 

Explicó paso a paso como eso lo motivó a escribir un relato en su juventud: “La fuerza de Pablo”, una parábola que retomaba el designio de san Pablo sobre el celibato para los clérigos, y cómo la aplicó a un personaje que buscaba darle un último suspiro de placer pagano a su Ser antes de ingresar al seminario y cómo falló cada vez que lo intentó, decidiéndose a seguir aquel designio por fuerza de su mala suerte.

Contó algunas anécdotas. Él se notaba bastante alegre de hacerlo, sus oyentes no mucho. Sin duda esperaban algo más sustancial, y aunque no pagaron por entrar, sintieron que les estaba quedando a deber.

“… Creo que no están muy complacidos con la noticia, así que, con perdón de los asistentes y los organizadores, acortaré lo que queda de mi discurso. Entraron pensando que escucharían el influjo de la biografía en el autor que ahora tienen enfrente suyo, pensando que un ir y venir de acompañantes propició la desenfrenada escritura de novelas, relatos y uno que otro poema (los cuales, a Dios gracias, ya no se hallan en ninguna parte). Y, ¿saben algo? Tenían razón. No deberían poner esa cara de niños regañados. Su tesis se comprobó, solamente que por las razones erróneas. Me explico. Eso que les dije, y que no quiero repetir a riesgo de que alguien sufra en desmayo, ha sido el mayor catalizador de mis obras. La imposibilidad de concretar lo que se cree ganado, una sublimación del sentimiento frustrado, fue, es y será hasta que llegue el inevitable momento de mi mutis, la razón por la que escribo novelas. Si con Damiana, de quien ya les dije más de lo necesario, se hubiese realizado, ahora no sería el recipiente de este prestigioso galardón, sería quizá un feliz profesor jubilado u otro oficio satisfactorio me llenaría, privándome de intentar deshacerme de estas ‘cadenas’. Aun así, parece que no los logro convencer. Está bien, no es asunto de retórica sino de fe. Como me han creído en Los pecados de Penélope, créanme ahora. Pues me retiro, espero que estas palabras hayan sido amenas. Muchas gracias.”

Hubo un aplauso ahogado y caras de tensión. Nadie sabía qué hacer o cómo reaccionar. 

Sólo una persona se le acercó de entre la muchedumbre. Una simpática muchacha, no mayor a veintisiete por lo que aparentaba, que le pidió una fotografía y un autógrafo. Quedó tan fascinado Raúl, que hizo algo que hacía mucho tiempo no hacía, le pidió que fuera mañana a su casa con la excusa de que podría comentarle más a fondo aquella noticia de su vida.

Ella aceptó.

Se encontró con él, aproximadamente al mediodía. Llevada de la mano por una curiosidad corrosiva, apresuró los formalismos y las cortesías, le dijo que se llamaba Delia, que era aspirante a una beca de posgrado en ciencias y soltó una bomba:

—¿Es cierto eso que nos dijo ayer?

III

… Es el Diablo.

José Gorostiza

Estaban cara a cara, un poco más y hasta el aire lo hubieran compartido. 

Ella tenía una especie de inocencia extraña que no habría que confundir con candidez, no. La percibía bastante atractiva, como las primeras muchachas que conoció en su juventud. El pelo suelto y negro. Ojos cafés y vigorosos. La piel, no tan clara sin llegar a ser morena, en un tono tostado que, culinariamente, le recordaba a las semillas que son puestas a fuego lento. Vestía cómodamente, con su escote apenas y dejándose ver. Él estaba fascinado.

Aunque él aún no le daba una respuesta, sabía que cualquier cosa que dijese la convencería. ¿Se sentía entonces con poder? Es difícil saberlo. Después de todo, aquella declaración lo liberó de esa imagen de sátiro que se había ganado a lo largo de los años. Dejó de ser un novelista erótico. 

—¿Y entonces? ¿Es verdad?

No lo recordaba, debía responderle.

—Es tan verdadero como me creas.

Ella soltó una risilla sin abrir la boca, luego lo volteó a ver, no con malicia, sino con curiosidad.

—¿Por qué nunca lo aprovechaste? La gente se hubiera vuelto loca con una historia como esa. ¡Imagina cuántos libros pudiste haber vendido!

—No sé, me parecía algo sin importancia.

—¿De verdad?

Decir algo más de lo que hicieron después sería pecar de indiscreción.

Ella se fue cuando él seguía dormido. Le dejó una nota en el buró. Él, apenas despertó, tuvo intención de leerla, pero la dejó pasar. Se puso su bata, fue a la cocina por algo de beber. Hizo un té, vio el agua hervir y lo tomó cuando todavía estaba humeante. Sentado en una silla, con la cara puesta hacia la ventana observó el atardecer, tranquilo. 

¿Le gustó? Fue algo distinto, sin duda. 

Todavía en aquel estado de abstracción se dirigió a su estudio y quiso escribir algunas cosas en su diario. Un evento así de importante merecía quedar registrado. Sin embargo, se sentía débil para hacerlo, confundido tal vez. 

Después de todo, ¿cómo comparar su bibliografía de 10 novelas y varias decenas de relatos eróticos con el primer enfrentamiento real que tuvo con la carnalidad?

Secamente dejó la entrada en su diario: “Ahora que conozco el sexo en carne viva, creo que sólo funciona como un motivo literario. Es la primera vez y la última que lo hago”.

Misael Maqueda M. (Naucalpan, 1996). Narrador y traductor. Egresado en Lenguas y Literaturas Hispánicas por la FES Acatlán. Ganador del premio de cuento 2016 por el Ateneo de la Juventud. Participante en diversos coloquios de literatura por la UNAM y otras instituciones. Anterior miembro del comité editorial de la revista De-Lirio. Autor de Dog-Eat-Dog (2021) publicado por Fósforo Literatura en breve.