Lésper, A. (2022). El fraude del arte contemporáneo. Madre Editorial.
Despreciar al prójimo porque sabe menos que uno, o porque se deja engañar con facilidad: he ahí el fundamento del autoritarismo intelectual en todas las épocas.
Enrique Serna, Genealogía de la soberbia intelectual.
I
El fraude del arte contemporáneo (El Malpensante, 2015), de Avelina Lésper se publicó por primera vez en enero del 2015. Una segunda edición, con notables cambios, salió a finales de 2022 en Madre Editorial. Lésper indica que no se trata de una reedición: “profundicé en ideas y lo hice más radical” (p. 6). Sin embargo, no solo se radicalizó. El diseño editorial nos comunica otras modificaciones interesantes que alimentan la soberbia intelectual de la autora. En la portada aparece la imagen de Lésper con sus característicos lentes y un poderoso fondo rosa pastel. Ella es la protagonista del libro. Sus extensos monólogos, que aparentan rigor y conocimiento, se resumen en “máximas” que ocupan buena parte de la hoja: “El arte VIP es el onanismo de una sociedad aburrida de sí misma” (p. 8), nos dice el primero de estos casi aforismos, que bien podrían encender una apasionante discusión en redes sociales. Es evidente que el diseño editorial nos expone algo importante: el centro de la propuesta es el crítico y no el tema de la discusión. Desde mi punto de vista, El fraude del arte contemporáneo trata sobre un performance llamado Avelina Lésper. Su soberbia intelectual es digna de estudio, ante todo porque ejemplifica a la perfección el cómo se instala en la discusión pública el pedantismo controversial, sin rigor alguno, el cual nos atrae porque es entretenido hasta cierto punto.
Según palabras de la autora en el prefacio, más que un libro, la propuesta es “una cruzada por el arte” (p. 6). Al utilizar un lenguaje escandalosamente dogmático, Lésper se imagina como una mártir, aquella que sufre el escarnio por decir la verdad. Su crítica viene a salvarnos de ese perverso arte contemporáneo que nos llevará “a la barbarie” (p. 13). Podría afirmar que la tesis de El fraude del arte contemporáneo se encuentra en la generalización que aventura Lésper sobre qué es arte y qué no. Para ella, “el estilo contemporáneo que llamo VIP, Video, Instalación, Performance, representa la destrucción del arte” (p. 150). Los valores de este “falso arte” son una carencia de rigor, la ocurrencia y “la falta de inteligencia” (p. 11). Insistirá en ello a lo largo de siete capítulos donde, según ella, desmonta el engaño del arte conceptual, del performance, del feminismo y de la arquitectura contemporánea. La filosofía de Avelina Lésper parte de una sola idea: esto no es arte.
Algunos “artistas VIP” son mencionados a lo largo del libro: Jeff Koons, Lorena Wolffer, Frida Kahlo, Remedios Varo, Hannah Wilke, Duchamp, Banksy, B. Wurtz, Maurizio Cattelan, Andy Warhol… Es una selección amplia y diversa en estilos, ideas y épocas. En ocasiones, Lésper describe una propuesta para ejemplificar sus argumentos, pero no ofrece el nombre de la pieza o del artista ni cuándo o dónde sucedieron: “alguien rueda sandías y le llama ‘actividad exhaustiva’” (p. 69); “La exaltación de la tarea sin objetivo: tejer, escuchar el propio corazón con un estetoscopio, pedir chile de puerta en puerta, romper libros…” (p. 71). Tratándose de un ensayo con delirios académicos, un ensayo donde desmonta el engaño del arte moderno, su exposición de lo VIP en la historia del arte reciente (desde el dadaísmo hasta nuestros días) se queda bastante superficial.
Asimismo, Avelina Lésper, salvo el caso concreto de Frida Kahlo, nunca dedica un análisis digno a las propuestas de estos artistas. Como crítica de arte, comete un error bastante pueril: le falta rigor a sus análisis. En efecto, su propuesta carece de aquello que convierte una simple opinión controversial en un estudio crítico. Su mirada, insisto, parte de la soberbia intelectual. Por ello no considera dignas para la profundización a dichas obras, muchas de ellas de una complejidad mayor, como podría ser el caso de Remedios Varo o Frida Kahlo. Por más desprecio que se tenga al objeto de estudio, es poco objetivo exponer ese desprecio sin una argumentación sólida. Su argumentación se reduce a insultos y bromas que se disfrazan de máximas ingeniosas. Esto último impide que sus ideas trasciendan más allá de lo que ella entiende por arte, lo cual termina siendo bastante subjetivo y desmontable.
Su odio hacia ese arte VIP es caricaturesco, propio de su performance y su personaje público. Sin embargo, Avelina Lésper se piensa en una posición superior al artista, a la obra, al espectador, al curador y, por qué no, a otros críticos. Y ella se lo cree. Ella nos salvará de la barbarie, recordemos. Sin embargo, su pensamiento se antoja inmaduro y, realmente, muy común: “mi gusto es mejor que el tuyo”, parece gritarnos a lo largo de su libro.
II
La exposición argumentativa de El fraude del arte contemporáneo puede reducirse a dos contraposiciones: el gran arte (el verdadero) vs. el arte conceptual (o VIP, fraudulento). No obstante, hay pocas menciones sobre ese gran arte. Hay afirmaciones, características, algunas ideas personales: “En el gran arte, el verdadero arte, la obra es la que crea el contexto” (p. 22). Resulta sencillo deducir que, para Lésper, el verdadero arte nos remite al arte clásico. No hay distinción entre la mirada de Lésper y la de aquellos neoclasicistas del siglo XVIII, que defendían la falta de originalidad de su época porque la perfección formal de los clásicos era la única que valía la pena alcanzar. Ésta se alcanzaba con el trabajo y la dedicación al estudio de los artistas grecolatinos. En la literatura dramática, los neoclásicos justificaban el robo porque solo el artificio, es decir, la versificación, la estructura dramática y el decoro, llevaban a la perfección formal. Resulta curioso que Lésper, motivada por el desprecio a lo actual, sustente su postura ideológica en el pensamiento neoclásico de hace trescientos años y después critique la falta de originalidad del arte contemporáneo.
También curioso es su disfraz retórico. Lésper retoma ideas estéticas complejas y muy discutidas por la teoría y la crítica para intentar validar sus posturas, como en el siguiente ejemplo: “Esta idea que demerita la individualidad en favor de la uniformidad está destruyendo la figura del artista. Con la figura del genio, el artista era indispensable y su obra insustituible” (p. 42). La teoría del genio, amplia en la historia de las ideas estéticas, la toma Lésper de La crítica de la razón pura (1781), de Kant (aunque no lo refiere en esta cita), un autor cuya influencia puede leerse en el esteticismo inglés de la época victoriana, que defendía el arte por el arte. La autora, empero, minimiza la complejidad de tales conceptos, complejos para la estética, a una comparación dramática: no hay genios en nuestra época VIP.
El marco teórico de El fraude del arte contemporáneo es casi inexistente. Salvo ocasionales menciones de Adorno, Sartre, Aristóteles, Arthur Danto y sorprendentemente Kazimir Malévich, fundador del suprematismo, la posición teórica de Avelina Lésper se sostiene sobre su propia cruzada. No hay una bibliografía explícita en el libro que permita al lector consultar de dónde vienen las ideas estéticas que discute o abraza Lésper. Las citas a los autores mencionados son poco frecuentes y parafraseadas. Pero Avelina Lésper no tiene la prosa de Adorno o las ideas de Arthur Danto, al cual malinterpreta. Su escritura es dogmática. Su mirada está demasiado enfocada en sí misma. Su sarcasmo es patético y repetitivo. Como lector, es difícil empatizar con los puntos de vista que ofrece la autora porque se distrae en su propio gusto y su propia performatividad.
Las ideas de Lésper, entonces, carecen de un apoyo bibliográfico riguroso. Todas sus argumentaciones se inspiran en la experiencia personal, vaga y subjetiva porque no es una autora que nos motive a reflexionar debido a que sus largas diatribas simulan regaños. La ausencia de un marco teórico expone, finalmente, la falta de conocimientos y la incapacidad de Avelina Lésper por argumentar de manera correcta. Me parece irónico que Lésper se queje del insulto a la inteligencia que el arte VIP le produce mientras demuestra que es incapaz de discutir con inteligencia, sin dejarse llevar por la generalización o la contradicción. El enojo controversial, que tanto caracteriza su performance, le impide mirar más allá de su soberbia.
Por otra parte, su escritura es probablemente lo más difícil de digerir. Es una prosa pedante. Pese a esa soberbia intelectual desde la cual Avelina Lésper dicta sus máximas, en varias ocasiones escribe cosas francamente estúpidas: “Un asteroide no mata a alguien, lo pulveriza, pero esa mala idea está por encima de la realización del escultor” (p. 41). En otros momentos, afirma obviedades: “Artista es el que crea arte” (p. 47). Hay ocasiones donde lo que escribe no tiene sentido por lo exagerado que es: “Si de verdad quieren experimentar imiten la terrible experiencia, nada artística, de los mutilados de guerra y ampútense las piernas” (p. 66). Pero cuando intenta explicarnos el gran privilegio de la creación artística, su escritura parte del lugar común y se vuelve naif y cursi: “[La verdadera creación artística es] sumergirse en las propias profundidades, encontrar la esencia de la obra en la esencia del ser […] la obra prefabricada […] que evade el terrible riesgo de mirarse el alma para darle alma a la creación” (pp. 104-106). Pero, ¿cuál es ese arte que nos hace mirarnos el alma? ¿Quiénes son esos autores que se sumergen en las profundidades y encuentran la esencia del arte en la esencia de su ser?
III
Queda muy claro que, para Avelina Lésper, los videos, las instalaciones y los performance (VIP) no son arte. Sin embargo, no existe crítico en el mundo que haya aventurado más definiciones y características sobre el arte VIP. Paradójicamente, es Avelina Lésper quien eleva estas obras a la categoría de arte. Es ella quien les ha dado un nombre y les reconoce como tal en su prosa. En ocasiones, intenta negarlo: a veces es un estilo contemporáneo, otras son figuras de la mediocridad. Pero la palabra arte sigue ahí. Tristemente, Avelina no ofrece herramientas que nos preparen para pertenecer a esta cruzada y defender el gran arte, porque solo es capaz de definirlo y describirlo. No lo analiza y tampoco se atreve a inventarles otra denominación.
Su análisis de ese arte VIP no despega más allá de unos cuantos adjetivos y su obsesión por afirmar que no es arte: “esto no lo digo yo, lo dicen sus obras” (p. 44). ¿Cuáles obras? Realmente Lésper no estudia obras, no analiza a los artistas que suele mencionar. Para ella, es suficiente con solo dar los nombres de los artistas. Su crítica radical, su cruzada contra la barbarie VIP, se fundamenta en decir que algo no es arte, después ofrece un nombre famoso y luego confirma que ese artista no es un verdadero artista porque el arte VIP no es arte: “Su obra dirá si son o no artistas, y si hacen este falso arte, les repito, no son artistas” (p. 44). Para mí, sus afirmaciones no son suficientes para convencerme de que algo es o algo no es. En mi opinión, a El fraude del arte contemporáneo le hace falta una hermenéutica. La discusión sobre el arte moderno no debería estancarse en la ontología ni en la epistemología. Sin esta herramienta, el libro simplemente expone el gusto (subjetivo) de una autora que oculta, detrás de su radicalismo y su performatividad, una bancarrota mental.
IV
“Feminismo: entre la cuota y el chantaje” es un episodio difícil de atravesar. No solo Avelina Lésper se deja arrastrar por el sentimiento de lo polémico, sino que sus generalizaciones le conducen por el camino de la peor ignorancia, a saber, la que parte de la soberbia intelectual. De acuerdo con Lésper, “el feminismo artístico […] hace mucho daño a las mujeres y al arte” (p. 121). Según sus palabras, dentro del feminismo las mujeres carecen de cerebros y se reducen a “vaginas emocionales” (p. 113). De nuevo, la autora insiste en su consigna favorita: “Esto no es arte, es un chantaje” (p. 128). Lésper concluye que el arte feminista no tiene un valor artístico, pero debido a sus consignas político-sociales y gracias al oportunismo y el maniqueo (“una forma de dictadura”) dichas artistas exponen en los museos: “El arte feminista VIP pone en la sala del museo obras de patente mediocridad y nula factura que no tendrían cabida de no ser por la situación maniquea en la vivimos” (p. 118). Cabe preguntarse, ¿de qué obras VIP está hablando? Avelina Lésper nos deja con la inquietud.
No obstante, sí señala a una culpable de esta catástrofe feminista: Frida Kahlo y “su vagina doliente” (p. 112). Para Lésper, la propuesta de Kahlo nunca maduró estéticamente porque sufría de “graves problemas de composición, de concepción anatómica y resolución de espacio” (p. 113). Lésper no contextualiza la obra de Frida Kahlo porque su análisis parte de una falsa premisa. Exige a Kahlo las características pictóricas de una obra como la de Artemisia Gentileschi, quien sirve de ejemplo. La diferencia es la siguiente: “si la obra refleja asuntos universales simplemente se llama arte, si refleja asuntos de género se le designa arte femenino, feminista” (p. 112). Es una generalización problemática porque no queda claro el por qué las piezas de Frida Kahlo no reflejan “asuntos universales”, más allá de la técnica y los materiales utilizados.
Los estudios comparados tienen ciertos límites. Naturalmente, es posible comparar a una pintora del barroco con una artista surrealista. Ambas estudiaban el tema del cuerpo y el trauma en sus obras, por ejemplo. Pero no se le puede exigir a una pintora del surrealismo que intente “resolver el espacio” de la misma manera que Caravaggio o Gentileschi lo hacían. En una discusión de crítica literaria, nadie se atrevería a despechar una obra como la de Luis Cernuda solo porque no resuelve sus temas igual que lo hace Quevedo en sus sonetos.
Quizá la afirmación más absurda del libro es la siguiente: “Sus obras son más cercanas a la terapia que al arte” (p. 113). De acuerdo con ella, los artistas no pueden utilizar el arte para sublimar su dolor. Siguiendo la premisa de Avelina Lésper, una obra como la de Alejandra Pizarnik estaría más cercana a la terapia que a la literatura. Creo que nadie tomaría en serio a alguien que afirmara con total seguridad y arrogancia dicha falacia.
¿No quería Lésper que los artistas se miraran el alma para encontrar la esencia del arte?
VEl fraude del arte contemporáneo es un libro sui generis. En conclusión, no creo que exista una propuesta en el panorama crítico actual que exponga la soberbia intelectual de manera tan evidente y vacía como este libro. Esa ceguera fundamentada en el narcisismo produce que sea complicado empatizar con la tesis expuesta. La escritura es igual de débil que la argumentación. La prosa es descuidada porque las ideas son descuidadas. Asimismo, colocarse en el centro de una “vanguardia crítica”, de la cruzada por el arte verdadero, para después fundamentar su análisis en la generalización y en apelar a su misma autoridad resulta pobre. El único fraude que expone este libro es el de una persona que, irónicamente, está más envestida en el performance que ha creado de sí misma. Un performance que le ha dado fama de crítica de arte pero que, llevado a la escritura, demuestra sólo flojera intelectual.
Antonio Rubio Reyes (Ciudad Juárez, Chihuahua, 1994). Maestro en Estudios Literarios por la UACJ. Publicó Blu (Anverso, 2019), La santa patrona del tex-mex (Crisálida, 2021), Los funerales del agua (Fósforo, 2021) y El árbol derribado (Buenos Aires Poetry, 2022). Junto con Amalia Rodríguez y Urani Montiel recibió el premio de crítica literaria Guillermo Rousset Banda por Cartografía literaria de Ciudad Juárez (Eón, 2019).