POR JORGE DE LA VEGA
Hace tiempo, en la pequeña ciudad danesa de Birkerod, vivió un chico. Hijo único de una familia bien acomodada. La madre había muerto en labor de parto, y el padre jamás volvió a casarse, por lo que desbordó en él todo su amor paternal. Desgraciadamente, aquello llevó al niño a convertirse en un muchacho egoísta y arrogante, carente de una moral dada la poca disciplina que en él era impuesta. El padre no soportaba reprenderle; en sus enormes ojos azules veía los de su esposa, cosa que le hacía imposible hacer otra cosa sino mimarlo.
Trataba a los sirvientes sin respeto alguno, asimismo a cuanta persona se cruzara en su camino, y en la ciudad se ganó una reputación de malcriado e insoportable. Recibía una instrucción privada, muy cara por cierto, impartida por personajes muy cultos. Sin embargo, a ellos también los trataba mal, desobedecía sus órdenes, faltaba a clase y era absurdamente grosero. Por ello, sin importar cuánto dinero ofreciera el padre, todos sus maestros renunciaban a las pocas semanas. Si alguno duraba el mes era todo un logro. No tenía ningún amigo, ni se relacionaba con jóvenes de su misma edad. Prefería ser dejado solo en su habitación, recluido en su pequeño y miserable mundo.
A pesar de tener cuanto deseara, el muchacho solamente valoraba una cosa: la colección de marionetas de su madre. Ella provino de una familia muy humilde que daba espectáculos callejeros con un par de viejas marionetas para ganarse la vida. Siempre amó las marionetas, pues las veía como personas pequeñas que necesitaban de su ayuda para vivir. Su esposo le mandó a hacer decenas, que acomodó con mucho cuidado en un cuarto enteramente dedicado a sus amigos de madera, y con las cuales jugaba aun siendo adulta.
El muchacho había heredado no sólo su colección, sino su amor por ellas, y pasaba horas y horas jugando. A qué jugaba, sólo él y las marionetas lo sabían. No permitía que se le molestase durante sus juegos, y ningún sirviente ni profesor, ni siquiera su padre osaba interrumpirlo.
De vez en cuando, no muy seguido, salía de su casa para pasear por la ciudad en busca de algo que lograse entretenerle. Muy pocas veces lo encontraba, y volvía de mal humor, pateando muebles e insultando a los sirvientes con los que se cruzaba de camino al cuarto de las marionetas.
Hasta una mañana de octubre cuando el muchacho tenía catorce años.
Al doblar una esquina, se encontró con una multitud reunida alrededor de un anciano, el cual con gracia sobrenatural hacía danzar a una marioneta sostenida por hilos de plata. Los ojos del joven se abrieron de par en par al ver tal maestría. Por más que él lo había intentado, jamás había logrado que una marioneta se moviera de tal forma que pareciera un niño de verdad. La cabeza, brazos y piernas poseían un realismo que, de no ser por la jaula de pájaro que conformaba el torso del muñeco, harían pensar que se trataba de un ser humano.
Lo que más impresionó al muchacho fue lo que se hallaba dentro de la jaula. Sostenido por cadenas, al centro de la jaula tenía un corazón de oro sólido. No un corazón como el que vemos en el simbolismo occidental plasmado sobre los naipes de una baraja, no. Éste era un corazón impresionantemente detallado que realmente asemejaba al corazón que llevamos en el pecho. Lo deseó de inmediato.
Sin atención a sus modales, el muchacho se abrió paso entre la multitud hasta quedar en primera fila. Lo único que le importaba era ver más de cerca aquella marioneta, y prorrumpió en aplausos como todos los demás observando el acto cuando llegó a su fin. Las monedas llovieron generosas sobre el sombrero del viejo, tirado en el piso, y poco a poco la multitud se disolvió, hasta que sólo quedaron el anciano y el chico.
–Quiero esa marioneta –le dijo imperioso, señalando con el dedo al muñeco.
El anciano apenas y arqueó la ceja.
–Hijo, quizá no lo hallas notado, pero estoy ciego. Perdí la vista hace ya muchos años, y no puedo hacer ya más ningún trabajo manual como los que hacía cuando mis ojos eran jóvenes como seguramente son los tuyos. Por eso, me gano la vida con ésta marioneta que hice en aquellos días. Gracias a ella tengo comida en la mesa y un techo bajo el cual refugiarme. No puedo venderla, no después de todo lo que ha hecho por mí.
El muchacho pasó por alto las palabras del anciano.
–Anciano, nombra un precio y te pagaré diez veces lo que me pidas –ofreció, su voz altanera ante la oportunidad de presumir su condición social, incluso a alguien que hacía de la calle su escenario.
El anciano suspiró, frustrado, y sacudió la cabeza.
– ¿No fui suficientemente claro, chico? ¡Jamás venderé ésta marioneta!
Y sin más, vació el dinero de su sombrero en un saquito de cuero, tomó a su marioneta, y se fue.
El muchacho volvió a casa de peor humor que de costumbre, y se encerró en el cuarto de las marionetas.
Pasaron tres días, y cada día volvió a donde había visto al anciano, maravillándose con el espectáculo que ofrecía. Cada vez le rogaba al viejo con más ahínco que le vendiera la marioneta, pero el anciano se negaba cada vez, y se largaba tan pronto como lograba hacer callar momentáneamente las súplicas. Para el cuarto día, en todo lo que el chico podía pensar era en la marioneta. Hasta la colección de su madre le parecía aburrida en comparación, pero si bien su rabia era suficiente para que en más de una ocasión intentara dañar a las marionetas, en última instancia se arrepentía y volvía a sus cabales.
Fue durante uno de estos momentos de claridad que tropezó con una revelación.
Por quinto día consecutivo se puso en marcha a tiempo para ver al anciano y su marioneta, pero esta vez no se le acercó al finalizar. Esperó hasta que comenzara su accidentado andar rumbo a su hogar, y le siguió a distancia prudente por entre las calles de Birkerod. En aquella época, sólo una parte de la ciudad había sido pavimentada, y pronto se halló siguiendo al viejo a través de un sendero de tierra con los zapatos caros cubiertos de lodo.
El anciano se detuvo por un callejón solitario, frente a una puerta de madera. De su bolsillo se sacó una llave, y aun sin ver supo exactamente dónde insertarla para abrir. El muchacho aprovechó para escabullirse con total sigilo a la humilde morada. Por fin estaban a solas, donde nadie podría ver lo que estaba a punto de suceder.
–Te pido una última vez que me vendas la marioneta, anciano –dijo.
Al anciano no pareció sorprenderle escuchar la voz en la oscuridad.
–Hijo, es tarde y estás lejos de casa –comenzó a decir en un tono amable y comprensivo–. Me disculpo por la molestia que te tomaste de seguirme hasta acá, pero una vez más mi respuesta es no. Jamás me habré de separar de esta marioneta; es como un hijo para mí.
El muchacho perdió la poca cordura a la que todavía se aferraba; la rabia y la frustración hicieron de él su presa. Del abrigo se sacó un cuchillo que había hurtado esa mañana de la cocina, y con un grito arremetió contra el anciano. Hundió el filo en su estómago, una y otra y otra vez hasta que su víctima se colapsó en el piso. Estaba completamente fuera de sí, pero algo en las últimas palabras del anciano le cayó como un balde de agua fría que apaciguó momentáneamente su furia.
–Así que en verdad… la codicia es más ciega que yo… –murmuró el viejo, los ojos en blanco, pero bien abiertos y extrañamente fijos en los del muchacho. Así murió.
El chico se puso en pie, sonriéndole al cadáver con nerviosa expresión de quien se siente triunfante e inseguro a la par. De milagro no había gota de sangre en su ropa, y eso le brindó algo de satisfacción. Nadie sabría lo que había tenido lugar en aquella habitación del distrito más pobre de la ciudad.
La marioneta había ido a parar al rincón durante el ataque. El muchacho le dio la espalda al muerto y fue a recolectar su premio. Era suya, suya y solamente suya. Se agachó para tocarla…
De pronto, no podía mover nada más que sus ojos. No podía respirar, pero tampoco le era necesario. Se dio cuenta que yacía incómodo sobre un costado sin poder para levantarse. Oyó pasos, y un par de pies enormes vinieron a pararse frente a él. Llevaban… oh dios… los mismos zapatos tan caros que él se había puesto aquella mañana. Y faltaba lo peor.
El dueño de esos pies se puso de rodillas y se inclinó para estar al nivel de sus ojos. La cara que le sonreía maliciosamente era la suya, pero el muchacho no pudo ni gritar del terror que sentía. Tan sólo era un observador. Sus propios ojos azules lo miraban con malévola condescendencia.
–Así que este niño quería ser una marioneta de verdad– dijeron sus propios labios, que desde aquella noche dejaron de serlo.
No se volvió a saber del chico. Se dice que su padre gastó toda su fortuna en buscarlo por Europa; desde Dinamarca hasta Portugal, sin pista alguna de su paradero. Aquel padre, tan inepto como amoroso cayó enfermo y murió años más tarde tirado bajo un puente. La gente que lo conoció dice que antes de morir, un hombre joven con enormes ojos azules y una marioneta de triste semblante se le acercó y le susurró al oído.
–Al menos aprendió que no siempre se puede tener incluso lo que con toda el alma se desea.
Jorge de la Vega (Ciudad de México, 1987). Escritor, traductor, bloguero y co–conductor del programa en línea de difusión literaria Crónicas D&D. Ha participado como conferencista y tallerista en numerosos foros y eventos culturales nacionales e internacionales. Es aficionado a la lectura, los videojuegos, el rock clásico y la ficción imaginativa en general.