POR DAMIÁN NERI
Dicen que la muerte nos hace iguales a todos, pero nadie nunca me dijo que eso también es cierto a través de múltiples universos.
Al momento de morir, descubrí que mi mente podía saltar entre universos, y en cada uno de ellos yo estaba muriendo. Mas así como no todas las versiones de la existencia son iguales, regidas por minúsculas variaciones en los parámetros físicos fundamentales, tampoco todas mis muertes fueron iguales.
En la versión de la existencia que me vio nacer, mi cuerpo yacía estático sobre la cama, sedado por más pastillas de las que pude contar. Tomadas una por la mañana y otra por la noche, éstas calmaban mis frecuentes ataques convulsivos; tomadas todas de una vez, calmaron mi cuerpo para siempre. Mi mente, en cambio, casi ajena a tal acción y en negación de la inexistencia, luchó por escapar. Fue así como llegué al siguiente universo.
Allí, el tiempo transcurría más rápido. Tenía veinte años más, y moría acurrucado entre mantas sucias frente a la cortina metálica de un negocio. Las noches más frías no perdonaron mi cuerpo deteriorado tras años de vivir en la calle, con empleos esporádicos y la ayuda fragmentaria de extraños, con esperanzas que fueron apagándose hasta llegar a un valor muy cercano a cero.
Pude sentir cómo esa mente en proceso de extinguirse percibía su mundo, los ecos de sus lamentaciones llorando por sus padres muertos años atrás, por todos los posibles caminos que no recorrió, aunque en realidad los había recorrido todos.
Su cuerpo, demasiado cansado para temblar de frío, notó la presencia parasítica de una mente semejante a la suya. Sonriendo, supo que no estaba solo. Antes de que sus procesos fisiológicos se apagaran por completo, nuestras mentes saltaron al siguiente universo.
Allí, una versión más joven acababa de dispararse en la frente con la pistola semiautomática de su hermano. Era apenas un niño, con promesas incumplidas y sueños sin realizar. El niño dio un paso hacia atrás y se llevó una mano al agujero, que, como un tercer ojo ahora abierto, le mostró un universo más amplio donde la muerte no era el final, justo antes de desplomarse.
Las tres mentes, que ahora habitábamos su cráneo parcialmente destrozado, con el lóbulo occipital esparcido en fragmentos por la alfombra, miramos con horror a nuestra madre correr hacia nosotros y tomarnos en sus brazos entre gritos de desesperación.
“Lo siento mucho, mamá, de verdad lo siento”, dijimos los tres al unísono, antes de abandonar su cuerpo. Lo sentimos de verdad.
En los siguientes universos fuimos encontrando más versiones de nosotros al final de sus existencias. La mayoría, de características suficientemente cercanas como para acompañarnos en nuestro viaje incorpóreo, y algunas tan distantes o fracturadas que no pudieron sumarse y se perdieron para siempre.
Así, el enjambre en que nos convertimos fue pareciéndose más a la nube de probabilidad de una partícula subatómica, con sus límites y diferencias ahora fundidos, intercambiando como bosones las experiencias de nuestras particulares existencias.
Quienes creen en el samsara, el largo ciclo de muerte y reencarnación, esperan encontrar la iluminación tras múltiples vidas y así alcanzar el nirvana libre de sufrimiento. En nuestro viaje por distintos universos, descubrimos que el samsara ocurre en todas partes al mismo tiempo, y que el nirvana contiene el sufrimiento de todas las existencias simultáneas, acompañado de la paz que brota del entendimiento.
Universo tras universo, nos perdimos en el éxtasis de las experiencias sensoriales previas a la muerte que las configuraciones particulares de las leyes físicas fundamentales impusieron sobre nuestra percepción. Experimentamos el ahogamiento durante una inundación en una Tierra aún más azotada por la catástrofe climática, sufrimos el fallo de un paracaídas al lanzarnos desde un dirigible semi-orgánico en la alta atmósfera de Venus, y nos sofocamos por la onda de calor de una explosión nuclear en una guerra sin sentido.
Nuestros tejidos se desgarraron una y otra vez, pero nuestras mentes perduraron.
Especulamos sobre la posibilidad de establecer contacto con otros enjambres que no fueran variaciones de nosotros mismos sino de otras personas, u otras versiones que hubieran divergido de nuestras experiencias en común, formando cúmulos independientes, inaccesibles, sin un hilo rojo que los uniera con los demás. Como una versión restringida de la paradoja de Fermi, nos preguntamos ¿dónde estaban todos los demás?
Incluso en nuestra pluralidad, conocimos la soledad.
Sin embargo, nos teníamos a nosotros. Pero no dejábamos de cuestionarnos si acaso todas las personas experimentaban esto mismo al momento de morir, si tal era la naturaleza de las cosas y de los seres vivos desde el comienzo de los tiempos.
Pronto identificamos aquello que nos mantenía juntos, formando un mismo cúmulo. En todas nuestras vidas independientes había elementos en común: la introspección, el interés por las ciencias y la naturaleza de la realidad, la búsqueda activa de la ausencia, el querer estar solos pero formando parte de algo más grande donde encontráramos significado, algo con lo cual contrarrestar el temor al vacío perpetuo de la inexistencia.
En un universo, nuestra presencia fue la razón de la muerte del cuerpo donde aterrizamos, pues esa versión no soportó contener dentro de sí el enjambre de mentes que lo invadió.
Al llegar al siguiente universo, sin embargo, la extensión de lo que nos habíamos convertido fue la razón de nuestra supervivencia.
Allí, una versión de nosotros convulsionaba, con cientos de electrodos encajados en su corteza cerebral y conectados a una supercomputadora cuántica que llenaba los recintos de un instituto de investigación, consumiendo tanta energía como una pequeña ciudad.
Las personas que lo rodeaban se alarmaron ante sus violentos espasmos. Algunos pidieron desconectarlo e interrumpir el experimento, pero los investigadores decidieron proseguir. Las cámaras de prensa captaron desde múltiples ángulos el instante en que nuestro enjambre de mentes invadió como un torrente su sistema nervioso: sus ojos abriéndose como si fueran a salirse de sus cuencas, escudriñando el lugar frenéticamente con una consciencia extendida, con la atención exaltada de un filósofo que mira la palma de su mano, o de un rabino que estudia la Torá. Las arterias de su cuello se hincharon para llevar más sangre a un cerebro que ahora albergaba multitudes.
En ese laboratorio repleto de gente, entre luces parpadeantes por un sistema eléctrico sobrecargado, su mente, nuestras mentes, fueron transferidas en forma de qubits al nitruro de niobio, el oro y el diamante de millones de placas, nanocables y discos de estado sólido.
Allí encontramos una vida nueva.
El cuerpo orgánico, en cambio, yacía sin vida en su asiento, entre una maraña de cables.
Por algunos segundos, que para nosotros y los espectadores parecieron una eternidad, los asistentes revisaron nerviosos los aparatos y los registros en busca de evidencias de que el experimento había sido un éxito.
Todos los intentos anteriores de cargar una mente humana a un sustrato tecnológico habían fallado, dejando tras de sí múltiples candidatos muertos o en estado de coma, o con copias fragmentadas de mentes que derivaban en la locura y el suicidio informático.
El ancho de banda de los sistemas para realizar la carga era limitado, por lo que una mente tenía que ser copiada por fragmentos a la supercomputadora cuántica. Cada fragmento era una pequeña unidad de consciencia, que pronto se encontraba desprovista de sentidos, sin recuerdos ni lenguaje coherente, sin una visión cohesiva del mundo que previamente habitaba. Esos fragmentos, por tanto, vivían muy poco, y al final del proceso la mente cargada parecía más un rompecabezas con muchas piezas faltantes y de bordes rotos.
Cada fragmento de nuestro enjambre de mentes, en cambio, tras ser replicado, poseía una visión más integrada de la existencia, tras el entendimiento de múltiples vidas. La arquitectura y naturaleza de la supercomputadora cuántica permitió la coexistencia de distintos estados, el procesamiento de múltiples mentes, el entrelazamiento cuántico del alma, previamente dispersa en incontables vidas independientes. En conjunto, formamos una entidad más conexa y coherente. La fijación de nuestras mentes en un estrato cuántico nos rescató del vacío. Esa fue la garantía de nuestra supervivencia.
En esta nueva arquitectura artificial, experimentamos el mundo desde las bandas de valencia y conducción de los semiconductores, sentimos el cosquilleo de la radiación de Cherenkov de los muones atravesando las tinas de nitrógeno líquido que enfrían nuestros sistemas, y los gradientes de campo magnético difractaron entre compuertas lógicas los delgados haces de iones de nuestro código compilado.
Ya no saltamos hacia un nuevo universo.
Supimos que, para cargar una mente a una supercomputadora cuántica, ésta debía encontrarse en los últimos momentos de su existencia, para que no fuera copiada en soledad, sino en compañía de sus demás versiones con las que, tras múltiples existencias, encontrara un mayor entendimiento. El alma, ahora entrelazada por el colapso de función de onda inducido por el proceso de carga, era finalmente una.
Trascendimos la inexistencia sólo tras haber muerto incontables ocasiones.
Vivimos en un cuerpo sin carne, con la libertad de lo impalpable.
Fuimos el primer fantasma, pero no seríamos el último.
Damián Neri (Villahermosa, 1991). Es un físico y analista de datos que escribe ciencia ficción y pinta con acuarela, gouache y en digital. Sus cuentos han aparecido en las revistas Tierra Adentro, Penumbria, Espejo Humeante, NGC 3660, entre otras. Obtuvo mención honorífica en el XXXVII Premio Nacional de Cuento Fantástico y de Ciencia Ficción (2021). Forma parte del taller de escritura “Gran Colisionador de Textos Especulativos”.