Tatis decía que los animales son buenos. Se puede confiar en ellos, decía, puedes abrazarlos y darles de comer con la mano. Me ponía en sus piernas y nos sentábamos en las escaleras de la entrada de la casa para verlos. Señalaba a los bichos de la granja con el dedo y me decía: todo tiene nombre, todo tiene sonido. Eso decía.
Las cabras hacen beh. ¡Beh, beh, beh!
Los perritos guau. ¡Guau, guau, guau!
Las abejas zzzz. ¡Zzzz, zzzz, zzzz!
Quiero enseñarles a los niños de aquí cómo hacen los animales. Me siento en el cuarto de la televisión a dibujar y les digo: mira, este es un ganso, ¡hace on, on, on! Este es un conejo, ¡hace kiu, kiu, kiu! Me dicen rara. Niña de campo. Está loca. Ella besa animales. A veces sí lo hacía. Pero sólo porque los animales son buenos. Puedes confiar en ellos. Los abrazas y no te lastiman.
Este lugar es diferente a la granja. Casi no hay espacio para correr, y los adultos nos dejan salir poco de los cuartos. Parecemos ovejas encerradas en un corral. Sólo que en vez de hacer beee, beee, beee, los niños gritan y lloran. Ayer, unas niñas me dijeron mentirosa. Que la granja es puro cuento, los animales también, que mamá nunca existió. Aquí nadie tiene mamá, tonta. Eso dijeron.
Los animales nunca me hablaron así.
Abuelo y abuela nos recibieron de chiquitas. Yo no me acuerdo. Tatis sí. Ella se acuerda de todo. Puede ver un mapa por un segundo y dibujarlo con los ojos cerrados. Es listísima. Tiene memoria de elefante. ¡Esos hacen bruuu, bruuu, bruuu! Tatis incluso recuerda a mamá. Dice que era guapísima y que medía dos metros. Su pelo era como el mío, color paja, como las hierbitas que usan los cochinitos para dormir.
Ellos hacen oink. ¡Oink, oink, oink! Cuando se revuelcan en el lodo.
El día que mamá se fue, Tatis sabía que sería por mucho tiempo. Me dijo que algo en su corazón le decía que mamá iba a tardar en regresar. También me contó que la abuela no quería recibirnos. Dijo que me cargó del suelo y persiguió el carro yéndose por el camino de tierra. Mamá con las manos en el volante, la abuela con las manos en mis axilas.
Los carros hacen brum. ¡Brum, brum, brum!
El abuelo sí estaba contento. Tatis dice que la abrazó muy fuerte ese día. Ella quería ir tras de mí, pero él no la dejó. La cubrió con sus brazos peludos, le puso su barba rasposa en el cachete y le respiró al oído: No te vayas, Tatis, quédate con buelito, mijita. Buelito las va a cuidar. Buelitos las va a querer.
Lo mejor de la granja de buelito y buelita eran los animales. En vez de vecinos tenían ardillas, carpinteros, hormigas y búhos que vivían en pinos altísimos. Ahí dormían esos bichos, en ramas y agujeros que huelen a sábanas lavadas con limón. La granja estaba lejos de todo y en un campo enorme. No había ninguna casa o calle cerca. Todos los animales ahí corrían, comían, gritaban y hacían popó donde fuera. Eran libres y había muchísimos. Muchos. Gallinas, cabras, caballos, perros, iguanas, dragones, ovejas, alacranes, peces, águilas, duendes, becerros. De todo.
Los dragones hacen rawr. ¡Rawr, rawr, rawr!
Lo peor de la granja eran los cuartos—sólo había tres.
En uno dormía la abuela. Tenía una cama donde cabían cien personas pero dormía sola. Ella se encerraba ahí todo el día para dormir. Vivía de noche. La oía salir en la madrugada y arrancar con el carro al casino de la ciudad. Tatis me dijo que la abuela había sido muy rica, que heredó unas tierras y las vendió todas. Lo malo fue que perdió casi todo en el casino, y ahora regresaba ahí a buscarlo. Eso decía Tatis.
A veces, la abuela volvía a casa hasta el día siguiente. Entraba arrastrando los pies y oliendo a pipí y sudor. Tatis y yo sabíamos cuando le iba bien porque las monedas se le caían de la ropa. Mientras ella dormía, las juntábamos del suelo y las escondíamos debajo de la almohada. También sabíamos cuando le iba mal. En esos días era mejor no verla. Ella decía que Tatis y yo teníamos los mismos ojos de tonta de mamá.
Las abuelas gritan zorras. ¡Zorras, zorras, zorras!
El otro cuarto era del abuelo. Nadie podía entrar ahí. Sólo el abuelo. A veces Tatis.
La boca de buelito hace muak. ¡Muak, muak, muak!
Nosotras dormíamos en el cuartito debajo de las escaleras. Era chiquito y estaba lleno de libros viejísimos. Eran gordos y olían a periódico mojado. Al principio odié ese cuarto, pero Tatis me enseñó que era buenísimo para abrazarnos. Tatis era calientita. Me cubría con sus brazos, y su pelo que siempre olía a mandarinas me acariciaba la cara.
Como el cuarto era bajito, podíamos dibujar en el techo acostadas en el colchón. Yo coloreaba animalitos. Tatis se la pasaba leyendo. Leía de todo. Directorios, revistas y unas enciclopedias del abuelo llenas de mapas. Yo a veces también dibujaba a mamá, pero no tan bien como Tatis. Nunca me salía su cara.
Tatis dijo que la noche antes de dejarnos en la granja, mamá no pudo dormir. Según ella, mamá se la pasó en el sillón del departamento con la tele prendida. De vez en cuando abría un mapa en la mesa y seguía una ruta con el dedo. Luego bebía de su botella y se cubría la cara con las manos. Así se quedaba por mucho tiempo, con el cigarro saliendo de los dedos. Eso me contó Tatis. Ella estuvo viendo a mamá hasta que le ganó el sueño y se quedó acostada en el piso.
La despertó el teléfono sonando. Sonaba y sonaba y mamá nunca se levantó. Tatis dice que la encontró en el sillón con la camisa abierta y el tapete empapado. Sobre la mesa vio el mapa rayado con una línea que subía, subía y subía. Cuando contestó el teléfono, escuchó la voz de un señor enojado y colgó.
Tatis dijo que a lo mejor era papá.
Los papás hacen… No sé cómo hacen los papás.
En la granja había tareas. La abuela dormía. Tatis limpiaba la casa. Yo cuidaba a los animales. El abuelo se sentaba en la mecedora y cuidaba a Tatis.
Las tareas empezaban temprano. Tatis me levantaba antes de que saliera el sol. Levántate, Yayita, levántate. Tienes que ir al campo. Sal con los animales. Me sacaba de la cama antes de que el abuelo se levantara y la abuela llegara. Salte, salte al campo, decía. Vete con los bichitos. Estate con ellos. No vuelvas. No vuelvas hasta la siesta.
Al principio no sabía qué hacer y tenía miedo. Pero Tatis me enseñó a estar sola. Sacaba sus libros y me leía de las plantas que podía comer, de los animales que son enojones y de cómo escuchar y encontrar el río. Tatis decía que estar con los animales era una tarea bien importante. Que cuando mamá regresara por nosotras iba a preguntarnos por ellos, por los ruidos que hacen y qué es lo que comen.
Me la pasaba todo el día afuera. Iba al río con los peces, luego a la cueva a oler la humedad y contar los murciélagos. A veces dormía una siesta ahí porque era fresco y oscuro. Sólo volvía a casa para comer el plato que Tatis me hacía. Cocinaba unas lentejas con rebanadas de piña buenísimas. Cuando regresaba, ella siempre tenía sueño y le dolía el cuerpo. Aun así, me cargaba en sus rodillas y oía mis aventuras:
Los murciélagos hacen ki. ¡Ki, ki, ki!
Las tarántulas hacen clip. ¡Clip, clip, clip!
Los peces hacen blup. ¡Blup, blup, blup!
Y el agua hace plop. ¡Plop, plop, plop!
Una noche, el abuelo nos sentó en la sala para decirnos algo importante. Yayita ya está grande, nos dijo, tiene que ayudar en la casa. No puede seguir yendo al campo todo el día. Tiene que hacer la comida, doblar la ropa y ayudar a buelito a lavarse la espalda.
Aún estaba oscuro cuando Tatis me levantó. Me dijo que mamá por fin había regresado. Sacó una de las enciclopedias del abuelo y la abrió en un mapa. Dijo que era el mismo mapa que tenía mamá. Me hizo seguir con el dedo una línea que coloreó—empezaba en la granja, cruzaba el río, la cueva y el cerro con pinos. Al final había un círculo que coloreó en rojo. Este es un lugar donde llega un carro grandote, me dijo, se llama autobús y va a un lugar donde las mamás recogen a sus hijas. Arrancó la hoja y escribió todo lo que tenía que hacer para llegar. También me dio un calcetín lleno de los dineros de la abuela.
Estaba feliz que mamá por fin volvía, pero no quería irme de la granja. Me gustaban los animales y jamás había caminado tanto yo sola. Además, nunca había estado sin Tatis. Ella me abrazó y prometió que llegaría después. Se quedó conmigo en la cama repasando la ruta en el mapa, dándome besos y repitiendo que iría después.
Espero que llegue pronto.
Este lugar no me gusta. Los niños casi no me hablan, y si lo hacen dicen cosas tristes de sus casas o papás. Tampoco hay animales. A veces me acuesto en la cama y trato de buscarlos afuera de la ventana, intento escucharlos. Pero hay demasiados carros y montones de personas. La gente en la calle grita y habla muy fuerte en un idioma raro.
Quiero oír a los carpinteros haciendo toc, toc, toc en la mañana. También al río salpicando en mis tobillos. Pienso mucho en esos días, en los ruidos que conocí. Hice una lista para no olvidarme de nada y poder enseñarle a mamá cuando llegue. Es larguísima.
Lo que más extraño es el cuarto de libros. Pienso mucho en esas noches. En Tatis y yo abrazadas, en sus pelos sobre mi cara, en cómo hablaba en mí oído cuando había tormenta y no podía dormir: shh, Yayita, shh. Aquí estoy, hermanita, aquí estoy. Eso decía.
Tatis tenía razón: todo tiene nombre, todo tiene sonido.
Y el que más extraño es el suyo.
Renán Alejandro Salvador Lozano Cuervo (Monterrey, 1989). Escritor de ficción corta y comunicólogo medioambiental. Se graduó de la Licenciatura en Relaciones Internacionales del TEC de Monterrey y la Maestría en Desarrollo Sostenible del Instituto de Estudios Sociales en Países Bajos. Si no está escribiendo boletines de prensa, Renán está creando cuentos de los mundos que viven en su cabeza. Sus textos han aparecido en Cardenal Revista Literaria y Editorial Alas de Cuervo.