Desperté con un latido que, sin razonarlo, reconocí de inmediato: el deseo. En ese momento, resonó en mi mente “Deseo”, la canción de Jorge Drexler que, en otro tiempo, cuando la palpitación tenía nombre, cantaba como letanía a mi situación imaginaria… Mi tormento, mi fabuloso complemento. Mi fuente de salud. Deseo, mire donde mire, te veo. Recordar me hizo pensar en mi experiencia con el deseo, que en mi caso ha sido un impulso irracional hacia lo imposible. Una fuerza a la que he regresado tanto por placer como por gratitud.
Cada vez que recuerdo cómo caí en esa vorágine de sensaciones, sin cuestionar ni medir los alcances, me pregunto qué fue lo que lo causó. Podría responsabilizar a las hormonas o al ciclo lunar; podría incluso decir que fue la necesidad de reconocimiento y las ganas de ser validada. Y eso, aunque doloroso de aceptar, no quitaría el hecho de que cada día sentía una corriente de electricidad por todo el cuerpo.
Por supuesto, esto no sucedió de la nada, aunque mi educación sentimental me convencía de lo contrario. Tenía veintidós años y quería sentirme diferente. Alguien que reflejara mi recién obtenida independencia y cambiara mi autopercepción de mujer pasiva y obediente en la que me sentía envuelta.
Todo inició cuando me convencí de que tenía el control. Alimentaba la fantasía con situaciones hipotéticas y palabras que él nunca pronunciaría. Pero, como escribe Sara Mesa en Un amor: “La piel tiene memoria y repetir es profundizar”. Por lo que cada día hacía un recuento de los momentos en los que había dicho mi nombre; revivía su entonación pausada y la timidez que le invadía cuando me notaba sonriéndole. Sonrojada y llena de satisfacción por mi hazaña, solía reencontrarme con situación cada noche antes de dormir.
Sin embargo, estaba sola. La ilusión de que era mi buena autoestima lo que me dirigía era un espejismo que me devolvía la sensación de un ego carente de atención, que con cualquier nimiedad exigía más dopamina. Me convertí en un animal sediento, dispuesta a arrebatar algo, lo que fuera, de esa persona que me provocaba tanto como se me escapaba. En ningún momento sucedió algo, pero quienes hemos experimentado el deseo sabemos que no es necesario el acto para perderse. Y, como Emma Bovary, la heroína de Flaubert, alimentaba mi tedio con el retrato de unas pupilas que no me devolvían la mirada.
El deseo le da voz y forma a un ente abstracto en el que proyectamos nuestros anhelos más profundos. Nos enganchamos a ese paraíso porque lo inaccesible seduce tanto como lo prohibido. Como la protagonista de Carta de una desconocida, de Stefan Zweig, estaba diluida en lo que creía era un “amor no correspondido”. Creía que “esa mirada que atrae, que te envuelve y te desnuda a la vez” era sólo para mí. Estaba equivocada, no porque esa persona tuviera alguna responsabilidad en mi sentir, sino porque todo lo había elaborado en mi mente con un pizca de mucho amor romántico.
Debido a su rápida saciedad, el deseo produce una necesidad que exige un regreso a esa primera sensación. Como una adicción, el deseo no se conforma con la monotonía y el aburrimiento; lucha contra ellas. Por eso, vivir la intensidad del arrebato en cuerpo y mente nos puede cegar de nuestro propio cuidado.
La mayoría de las veces lo que deseamos no es lo mejor para nosotras. Antes de que pudiera tener una conversación con él y después una amistad que no duraría mucho, repetí un ritual durante semanas: caminaba por las mismas calles a determinadas horas; de día y de noche. Pensaba constantemente sobre qué calles debía caminar la próxima vez para encontrarme con él. No sabía nada, ni cuándo era su cumpleaños ni qué música escuchaba. Quería saber cuál era la totalidad de su ser y si era posible ir más allá.
Por esos días, alguien me dijo que tenía que cuidar más mi corazón, que no podía seguir sintiendo de la manera en que lo hacía. Sé que esa persona tenía buenas intenciones. En mi vida había pocas amistades y las que tenía sabían poco o nada del torbellino que me habitaba. Disimulaba mis verdaderos sentimientos y con nadie compartía su nombre ni lo que me causaba. Nadie sabía que su mirada era todo para mí y que su presencia a mi lado determinaba mi estado de ánimo. Ahora sé que proyecté en ese deseo tan fuerte mi valor como persona y no me arrepiento. Annie Ernaux escribió en Pura pasión: “Gracias a él, me acerqué al límite que me separaba del otro, hasta el punto en el que creí traspasarlo”. Al igual que Ernaux, en mi caso no fue la persona en sí, sino el deseo, lo que me permitió adentrarme en mí misma.
Somos seres contradictorios, lo sé. Pero mirar desde fuera a la persona en la que me estaba convirtiendo, una que incluía la obsesión y el hambre por algunas migajas de atención, me hizo sentir vergüenza. El miedo a que otros o él notaran la obsesión en mi rostro me provocaba pena. Por las noches, me encerraba con mi mente, que con metralletas me lanzaba preguntas que respondía con culpa y poca compasión, pero ¿por qué nos avergonzamos de sentir? ¿Era él lo que deseaba o era la idea sobre el deseo lo que me seducía?
En su origen, la palabra deseo proviene de desidere que evocaba la ausencia de un astro, un anhelo imposible. Como si el deseo, incluso desde su raíz etimológica, estuviera destinado a mantenernos orbitando en torno a lo inaccesible. Su presencia me desmoronaba porque era un astro al que me rendía y al que buscaba volver. Me negaba a reprimir esa intensidad, pese a la culpa que me invadía no sólo por lo que sentía, también porque lo ocultaba. Me consolaba diciéndome que no hacía daño a nadie y que, si sentía con esa voluntad, significaba que tenía mucho para dar. Quería atrapar su deseo en cada uno de sus gestos como señal de que estaba viviendo algo único. Viéndolo a la distancia, ¿qué tanto confundimos el deseo de tener lo inaccesible con la experiencia del sentir?
Deseamos para sobrevivir, para reconquistar nuestro derecho a una vida llena de asombro. Sin él, posiblemente no seríamos lo que somos, porque desear es una manera de encontrarnos cuando estamos perdidos. Sólo cuando nos sumergimos muy dentro de nosotros y nos incomodamos sobre qué es lo que queremos, sobre por qué nos dejamos arrastrar por la quimera, es cuando el deseo se activa como una guía y no como una fuerza desbordante que nos nubla el juicio. Llegar ahí no es fácil, pero un buen inicio sería preguntarnos: ¿Qué tanto estamos dispuestos a dialogar con nuestros deseos?
Duele lidiar con el anhelo porque significa límites; significa un reajuste que nos aleja del desenfreno que nos han enseñado a sentir como parte de “un gran amor”. Pero si no lo cuestionamos, corremos el riesgo de no llegar a conocer a las personas tal y como son, sin los antifaces que les hemos construido para nutrir egoístamente nuestro ideal, y eso no puede ser amor.
Desconozco si he logrado entender del todo la luz que proyecta ese astro distante que envuelve la esencia del deseo. Lo que sé con claridad es que ahora el apetito proviene de otro lugar, uno que no desecha la animalidad que supone las ganas de estar cerca de otro. Como lo plasma Luna Miguel en Un amor español: “Eso soy yo, animalita insaciable. Cada orificio de mi cuerpo se abrió para ti, pero no me emborracha tu amor, descuida. Lo que me perturba es ser consciente de cuánto quiero arrebatarte”.
Tampoco excluyo la sensibilidad de mirar a quien me provoca con la misma humildad con la que espero que me mire de vuelta, porque la mirada hace existir al otro. Ahora busco el reconocimiento no como validación, sino como un encuentro constante que no teme cruzar el umbral de lo efímero; un mutuo acuerdo de complicidad y ternura. Porque si siento con intensidad, si mi corazón arde de vez en cuando, quiero aventarme al fuego porque eso es vivir, no porque pienso consumirme.
En La Seducción, Sara Torres escribe que “la historia del deseo es fundamentalmente la historia del fracaso, todo lo que quise y no pudo ser, todas las veces que temblé en la distancia entre yo misma y aquello que amo”. Por un largo tiempo, creí que esa también era mi historia, pero en este momento, pienso que se trata de entender que probablemente la felicidad inmediata no trae autoconocimiento, pero que lo que deja a su paso es más valioso: Un recordatorio de que somos seres complejos, de que hay que explorar a la persona que somos desde nuestras sombras y carencias, y que la ausencia que deja un astro no es fracasar.
Coincido con Simone Weil al decir que “[el deseo] es llave y cerrojo, una puerta abierta a la búsqueda incesante por vivir y al mismo tiempo la certeza de que lo vivido nunca nos satisface del todo”. Porque, pese a la insatisfacción que pueda invadirnos, sumergirnos en nuestro deseo, cualquiera que este sea, siempre será una invitación a explorar más allá de las apariencias.
Con el tiempo, he aprendido a sentir gratitud porque ese furor me mostró una versión que no conocía pero que buscaba. Parte de mi educación sentimental fue sentir en silencio, por lo que ese astro de mirada reflexiva y sensible me permitió volcar mi mirada hacia adentro, me mostro una versión de mí que se perdió, pero que después logró encontrarse como una mujer consciente de su deseo.
Cada que revivo el palpito de esos días, las palabras de “Deseo” resuenan en mi mente como un eco fantasmal, con nombre y apellido. Ahora comprendo que no se trata de alcanzar ese astro distante, sino de aprender a habitar el deseo como parte de nuestra cartografía personal, porque el deseo, aunque quema, también ilumina. Porque desear es atreverse a sentir con todo el cuerpo, incluso cuando ese sentir nos lleva al borde de nosotros mismos, incluso si nos regresa el reflejo de una herida o nos envuelve en sus sombras. Desear es arriesgar el equilibrio por un viaje a nuestro interior.

Guadalupe del Rocío Villalobos (Aguascalientes, 1996). Egresada de la maestría en Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Guanajuato. Actualmente es profesora de nivel medio y superior en Aguascalientes. Sus intereses giran en torno a la ciudad, la crónica urbana, la cultura y la memoria histórica.