POR LUIS FERNANDO RANGEL
Tú no te irás, mi amor, aunque lo quieras.
Tú no te irás, mi amor, y si te fueras,
aun yéndote, mi amor, jamás te irías.
Rafael Alberti
a ti
Alba me pide que imagine el mar. Está observando la pared de la sala: azul. Las manchas irregulares de pintura parecen dibujar pequeñas olas. Trato de imaginarlo. Cierro los ojos y escucho a las aves graznar. También escucho cómo sopla el viento. El mar está tranquilo.
—Imagínate el mar —dice.
Sigue con la mirada fija en la pared. Su voz es suave, como las olas que imagino. Pienso en las aves cantando.
En la pared hay un cuadro como en los restaurantes de mariscos: dos palmeras ladeadas y un atardecer en el mar. Afuera hace frío. Ella se detiene frente a mí y me observa. La imagino como una niña caminando cerca de las olas. Me gustaría levantar la vista y ver el vuelo de las aves, pero sólo me encuentro con el techo húmedo donde se dibujan pequeñas nubes negras. Pronto lloverá.
Pienso en las tormentas que azotan las playas. Me asustan los huracanes. Sin embargo, me imagino el mar en calma. Alba siempre me ha parecido misteriosa. Así debe ser el mar.
Ella cierra los ojos y levanta ligeramente el rostro. Afuera el aire húmedo amenaza con la lluvia y ella piensa en la brisa mojando su cuerpo. Alba es pequeña. Tiene el rostro blanco salpicado apenas por un par de pecas, los ojos grandes y ligeramente claros, contrastando con lo grueso de sus cejas oscuras. En la mejilla derecha, debajo del ojo, tiene un lunar que me hace pensar en las estrellas. Le gusta sonreír, aunque ya no lo hace.
Recuerdo cuando la conocí. Ese día no llovió y no pensaba en la brisa mojando mi cuerpo, sino el sudor que me corría a chorros por el rostro y el sol que bañaba todo. Era septiembre. Ella llevaba un vestido rojo. Lo recuerdo a la perfección. Sonreía y se movía con nerviosismo por el auditorio. Incluso parecía temblar.
Ahora la veo caminar con seguridad, despacio, como si recorriera la playa. Parece que a cada paso hunde sus pies en la arena. Se adentra en la habitación como quien entra al mar. Me limito a seguirla con la mirada porque yo no sé nadar. Inspecciona que todo esté en orden. Se para sobre las puntas de sus pies y estira el cuello mientras abre los ojos lo más que puede. Extiende ligeramente las manos a los costados para mantener el equilibrio y parece que va a volar. Pienso en las aves que cruzan el cielo, como en la foto que cuelga en nuestra habitación y que tomé unas vacaciones de verano, muchos años antes de conocer a Alba: una parvada de golondrinas se pierde a lo lejos. Si se lo dijera, de seguro no le causaría gracia, pero igual suelto una ligera carcajada. Ella ni siquiera se da cuenta. Sigue buscando en la habitación. Entrecierra los ojos, se lleva la mano a la cabeza y sacude su melena. Siempre está despeinada. Imagino que unas gotas de agua me salpican. El sudor, el agua y el llanto se parecen.
No sé qué busca: el ropero sigue en su sitio guardando las camisas a cuadros y los vestidos de flores; en el buró está la agenda, las pastillas y la funda de los lentes; en la cómoda siguen los pasaportes sin sellar porque nunca hicimos el viaje al extranjero que nos prometimos; sobre el peinador reposan algunos perfumes y algunas figuras de porcelana. No sé qué le preocupa.
—¿Qué buscas? —le pregunto.
Su rostro se mantiene estático. Parece que hablo solo. Me doy cuenta de que en el ropero nunca hemos guardado trajes de baño. A los dos nos gusta viajar, pero nunca hemos salido del departamento. Nos prometimos ir a la playa a ver el mar fluorescente de las costas del Caribe. Vuelvo a imaginar el mar. Tal vez Alba busca conchas o piedras que las olas han arrastrado.
Ella, sin darme importancia, baja la cabeza y pasea la mirada por el suelo. Repasa las cerámicas cuadro por cuadro. En la habitación hay ciento cuarenta y tres cuadros. Lo sé porque los conté una madrugada en que no podía dormir —inclusive contando las partes que están al ras de la pared y que si unimos podrían completar un cuadro—. Ella sigue viendo el piso como si hubiera trazado un avión a gis para jugar y recorrer el dormitorio dando pequeños saltos. Alba no sabe cuántos cuadros hay. Comienzo a contar para cerciorarme, pero pronto abandono la tarea y solamente me quedo viendo el suelo.
Recuerdo mis pasos torpes e infantiles sobre las líneas blancas a gis y me imagino a Alba dando grandes saltos de cuadro en cuadro como si estuviera tomando impulso para volar. Insisto. Le pregunto qué busca y me responde que nada, pero sigue paseando la mirada por cada rincón.
—Por favor, dime. Te conozco. Sé que estás buscando algo.
Sigue negándolo mientras juega al cazador. Enfoca la mirada como quien apunta un arma. Me siento como la presa. Me encojo de hombros y no me muevo.
Recuerdo la primera vez que salimos. Era una noche de octubre. Fuimos a un café y ella pidió chocolate porque el café le ocasionaba migraña. Yo pedí lo mismo. Luego agregamos a la cuenta un postre. Esa noche no pude dejar de ver sus ojos. Le dije que brillaban mucho y ella me respondió, sonriendo y evadiendo cualquier intento de cumplido, que era por la luz del lugar. Salimos del café y nos besamos. En ese momento en nuestros ojos brillaba la luz del semáforo.
—Nada, entiende —me dice mientras se lleva la mano a la frente—, no busco nada.
No me queda otra opción que aceptar su respuesta, pero de igual manera le pregunto la hora. Son las siete de la tarde, lo sé, pero quiero escucharla decir algo. Que diga, por ejemplo, que tiene ganas de que vayamos a cenar hamburguesas al restaurante que está frente a nuestro departamento.
—¿Qué hora es? —lanzo la pregunta.
—Ahí está el reloj —. Con la cabeza señala a la pared—. Puedes ver la hora.
—Son las siete —digo sin siquiera voltear a verlo.
—Sí, ya es tarde —responde y sale de la habitación.
Tiene razón. Ya ha oscurecido y sobre la calle cae una ligera llovizna. La gente va abrigada.
—Sí, es tarde —repito, apenas murmurando, y trato de imaginar el mar.
Ahora soy yo quien ve la pared azul mientras pienso en que Alba nunca ha usado el reloj del pulso que le regalé.
Me dirijo a la ventana para ver el restaurante. Hace frío. La ventana del departamento está empañada, con el dedo dibujo un cuadro y luego lo froto para asomarme al mundo: por la calle corre un riachuelo y los peatones caminan con cuidado de no mojarse.
Repaso detenidamente a los comensales del restaurante. Una mujer bebe café, sostiene la taza con fuerza y la mueve apenas lo suficiente para llevarla hasta su boca, lleva puestos guantes y una bufanda rodeándole el cuello. Enseguida hay un hombre viejo de barbas color plata y sombrero de paja. En una mesa —la más cercana a la calle— una pareja se mira como si fuera su primera cita. Las aves reposan en la fuente. Un auto cruza y salpica unas cuantas gotas de agua. Algunas aves se van y otras se quedan.
Alba me interrumpe como si le molestara encontrarme frente a la ventana. Si se diera cuenta de que trato de imaginar el mar, tal vez me hablaría diferente. Pero ella no sabe que lo estoy imaginando.
—Fernando —llama desde la sala—, ven.
Paso la mano por el cristal de la ventana para borrar aquel pedazo del mundo que acabo de descubrir.
—¿Y mis libros? —me pregunta en cuanto llego.
Está sentada al filo del sofá. Reposa sus codos en las piernas y el rostro sobre las manos. Trato de recordar en dónde están porque podría jurar que tengo la imagen guardada en mi memoria: como una estampa en la que los libros posan en algún lugar y al fondo hay pequeños objetos decorativos. Son los tomos de la biblioteca clásica de Gredos. Siempre quiso estudiar filosofía o literatura, pero prefirió algo más práctico y terminó estudiando ingeniería mecánica. También alguna vez quiso dibujar, pero el arte le fue negado. Una tarde intentó hacerme un retrato y apenas trazó unos garabatos que insinuaban una silueta. Nos reímos y decidimos enmarcar aquella obra de arte. Un día lo descolgó de la pared y lo guardó en una caja.
—Ayer los dejaste en la mesa, creo, ahí deben seguir.
Mi respuesta no le importa. Se pone de pie y se da la vuelta. Sigue buscando. Se asoma al comedor y después se dirige a la habitación.
—Dime, ¿dónde están mis collares?
Se rasca la nuca y luego desliza su mano desde el cuello hasta la barbilla. Ayer llevaba puesto un collar que le regaló su madre cuando se graduó de la universidad. Alba nunca ha sido de accesorios. Nunca usó los aretes que le regalé cuando recién comenzamos a salir, cometí la equivocación de no fijarme en la perforación de su oreja y comprar unos aretes ajustados —que le lastimaban la oreja— que guardó en el cajón del buró, hasta que terminaron por perderse.
—No lo sé, en la caja donde guardas tus cosas, supongo.
No me escucha. Ahora yo soy el que se ha sentado en el sofá. Me cruzo de brazos y me dejo caer entre las almohadas. Ella camina por toda la casa. Hasta parece un fantasma. Al verla caminar pienso que está flotando. Sus pies son ligeros, silenciosos.
—Fernando —insiste—, mi vestido rojo, ¿dónde está mi vestido rojo?
Lleva puesta una camisa blanca del curso de verano que impartió hace dos años. Pasea por la casa en pantalonera: los vestidos de flores se empolvan. Yo llevo puesta la camisa del trabajo y el pantalón del pijama: las camisas a cuadros ya ni siquiera me cierran.
—¿Dónde más? —le respondo—, en el ropero.
—Fernando —continúa diciendo—, dime ¿dónde están las cosas?
Dice las cosas como si dijera todo o nada.
—No sé —respondo cansado.
Luego de recorrer la casa por más de siete veces, se atreve a hablar.
—Aquí está todo —dice.
Y sonríe.
En una mano sostiene una bolsa negra y en la otra una maleta. Pienso que en la bolsa negra carga la ropa como se carga un cadáver. Suspira, largamente. Sé que está pensando en el mar. La puerta está entreabierta. Se despide de mí. Se ha puesto un suéter largo y pienso que las mangas que cubren por completo sus manos parecen alas.
—Adiós, Fernando —dice antes de cerrar la puerta. Me llama por mi nombre, como si fuera una forma de castigarme y anunciarme que ha comenzado a olvidar las otras formas en que nos llamábamos—. Cuídate.
El silencio comienza a llenar la casa. Veo la pared azul e imagino el mar. El invierno es difícil; algunas personas soportan el frío y otras no. Pienso en ponerme el abrigo que se empolva en el ropero, debajo de las camisas a cuadros. Recuerdo la última vez que usé una, dos años atrás. Esa noche también hizo frío y fuimos a beber al bar que estaba a dos cuadras del departamento y que ahora es una bodega vacía. Tiemblo mientras me froto los brazos.
Enciendo la televisión para que llene de ruido la casa y lo primero que escucho es que mañana nevará. Por lo pronto voy a la habitación a buscar el abrigo mientras, de vez en vez, miro por la ventana. Adentro de la casa el clima es agradable. Esta noche iré a cenar hamburguesas al restaurante de enfrente. Alba ya no va a volver. El mar está muy lejos de este departamento.
Luis Fernando Rangel (Chihuahua, 1995). Escritor y editor. Autor de Cuando nuestros huesos sean fósiles (Ediciones del Olvido, 2023), Nombre de piedra (BAP, 2022), La marcha de las hormigas (NYPP, 2022) y Corridos de caballos (Medusa, 2021). Forma parte de Sangre ediciones y Fósforo. Literatura en breve. Ha ganado el Premio Internacional de Poesía Nueva York Poetry Press, del Premio Nacional de Poesía Germán List Arzubide y los Juegos Florales de Lagos de Moreno.