CLOUDSPOTTING

POR EDUARDO ROBLES GÓMEZ

Un día, distraído como sólo se puede estar en el trabajo, me pregunté por qué ofende tanto eso de “andar en las nubes”. Y dado que siempre imagino las respuestas colgadas en los confines del cielo, me asomé por la ventanilla del baño: allá arriba, las nubes formaban un ramillete de alcatraces. Me di cuenta de que ya no recordaba la última vez que me había tumbado a contar nubarrones; peor todavía, no podía precisar cuánto tiempo llevaba sin detenerme. Sólo en aquellos momentos de descanso nos ocupamos de esta segunda vida: no la ordinariamente pública, sino la que romantizamos. Pero, como de puro anhelo no se vive, la precipitación cae de vuelta a nosotros. Los tres estados del alma: vano y vaporoso deseo, líquida esperanza y sólido descalabro. 

Lo que me sacó del trance fue una bocanada del vape de unos compañeros que se reunían en el santuario de las letrinas, sauna para los cuellos blancos. El vaho, a falta de ventilación, se lo tragaban, como si escondieran monólogos que nunca verían la luz: mero aliento muerto. El encanto de fumar está más en las volutas que uno expulsa al lienzo del aire y no tanto en el sabor a quemado que deja. El cigarro (y todas sus variantes) son la versión compacta de ahumaderos: la sección para fumadores, el templo de una religión en desprestigio. ¿Qué ha sido de tirar la ceniza en el postre? ¿O de intercalar caladas entre platos? Por algo esas zonas lucen siempre más animadas: son las nebulosas de las conversaciones; hasta las clases se disfrutarían más de esa forma y propiciarían la discusión: “fumar favorece el aprendizaje”, decía mi maestro de español en la preparatoria, que gustaba de encender lo que él llamaba “pensantes cigarrillos” dentro del salón. Envueltos en humareda, las ideas surgen. ¿No acaso en las historietas los diálogos internos tienden a enmarcarse en nubes? Las secuencias de sueños de la televisión suelen abrir con una cortinilla de hielo seco. Sabemos que se avecina una revelación cuando el cielo se abre entre columnas antiguas.  

Andar en las nubes. ¿Qué es sino excavar en la mente hasta dar con el pozo de las iluminaciones? Aquellos fenómenos meteorológicos son un paréntesis gigante que nos recuerda la necesidad fisiológica de la pausa para asentar la neblina de lo vivido. Sin reposo, no hay lugar a serendipias responsables de grandes milagros. Es lo que en el taoísmo se conoce como wu wei o hacer-no-haciendo. Si debemos actuar, la forma más recomendable es que sea casi por accidente, “sin querer queriendo”, a la manera de ese estilo de kung fu que imita los avances de un borracho al que todo le sale, que no es otra cosa que el estado de perpetua ebriedad presente en los confines nublados. Criatura viva en absoluto frenesí, la maleza bordada de la nube no se mide, su musgo crece como la levadura y toda especie animal delineada en sus crestas se rige por la sabiduría del mínimo esfuerzo. En su perfecto equilibrio, alcanzado luego de milenios de no hacer nada ni tener procedimiento alguno, ¿acaso hay algo que le falte? “El Reino de los Cielos es como un tesoro escondido en un campo”, sugirió Cristo en medio de un soliloquio larguísimo recostado en la montaña, las pupilas cargadas de revelaciones.     

¿Qué tendrá el llano abierto que provoca a la gente irse a tirar cuarenta días y cuarenta noches? Para mí, es el impulso inconsciente por seguir las pisadas de Fernando Pessoa y hacernos del tamaño de lo que miramos (¿no es Alberto Caeiro Guardador de Rebaños precisamente por pastorear cúmulos algodonados cual corderos de Dios?). El ermitaño puro y duro prescinde de todo tipo de techo; la grandeza se mide de la cabeza al cielo, dijo un gran enano. El arte del nefólogo no es diferente al del aforista: buscan la destilación de la palabra englobada en esencia. La clasificación actual entre estratos, cúmulos, nimbos y cirros, se la debemos en gran medida a Goethe, que era diestro en ambos (jugar con las nubes y escribir poesía). Y, siguiendo esa misma tradición, el maestro budista Thich Nhat Han, durante una de sus caminatas contemplativas, y luego de respirar tanto relente, de pronto cayó en la cuenta de que peregrinaba a doce centímetros sobre la tierra. Y entonces soltó: “soy la nube que nunca muere”. No los culpo. Ejercitarse en su constante observación provoca ese tipo de arrebatos. Sin duda podríamos ahorrarnos años de terapia si nos sometiéramos a esa hipnosis autoinducida que implica voltear al espacio. Las nubes son un test de Rorschach a la medida del planeta. Si quieres conocer a profundidad a alguien, pregúntale qué ve en el cielo, ya que lo que es en él, también debe ser en la tierra, supone su dialéctica ecologista. Polvo somos y al polvo regresamos. 

Hay hipótesis entre los meteorólogos que sugieren que las nubes incitan a la gente a profetizar: cada sección de pronósticos climáticos así lo demuestra. Si el cielo amanece rojo es porque se va a derramar sangre; si las nubes lucen aborregadas, lo más probable es que tiemble. Cuando retruena, Dios está enojado y si de las nubes escapan sonidos de trompetas, es porque se acerca el fin de los tiempos. Si por algo tuviesen que pagarnos, debería ser por meditar en estas cosas. No abundan los expertos en apreciación de nubes. La ausencia de profesionalización es proporcional a la falta de un nombre adecuado. Irvine Welsh, por ejemplo, afirma que, en Escocia, a la actividad de llevar el registro ocioso de los trenes le llaman Trainspotting. ¿Cabría una denominación similar para el avistamiento de nubes? Por su larga tradición de paseantes y defensores a ultranza de la indulgencia (cuna de las aficiones intranscendentes y sin fin ulterior) qué mejor cultura que la británica para asentar la Cloud Appreciation Society. Con más de trescientos mil miembros, están dedicados exclusivamente a promover y sistematizar el paisajismo celeste. Cuentan con foros, grupos de cloudspotters (como se hacen llamar) y cada mes publican la foto más espectacular junto a una breve semblanza del lugar y la hora. Con cada instantánea de ese oleaje elevado, gritan al mundo que su buceo invertido no ha muerto, sólo está de cabeza. Lamentablemente, la pureza de este estilo de vida ―sin fines de lucro― se encuentra en asedio por el vocabulario del mercado. “Subir a la nube” ya no evoca escaleras al cielo ni demás ilusiones ópticas, sino que se utiliza para describir la fase más salvaje del homo digitalis: la transmutación a un simple conglomerado de base de datos y algoritmos. Se trata de la compresión y almacenamiento de la personalidad en código binario o archivos zip. El lenguaje de los sueños reducido a unas cuantas fórmulas axiomáticas, la matemática de la desilusión. La nube química que se expande en forma de hongo y deja inútiles los suelos, corrupta por humana. Por más facilidades que proporcione en términos administrativos, no deja de ser una formación nubosa artificial: no evoca lo mismo que las nubes reales. Pero con un panorama tan encapotado, temo que terminemos por confundirlas con las verdaderas. Como vaticinó Romain Gary «un día el hombre llegará a la luna y ya no habrá luna». Así, cuando acabemos de drenarles el alma, cuando al fin se sequen para su instalación en servidores, ¿quedará todavía algo allá arriba de su cuerpo celeste?

Eduardo Robles Gómez (Ciudad de México, 1994). Licenciado en Derechos Humanos y Gestión de Paz por la Universidad del Claustro de Sor Juana. Asiste al taller de Creación Literaria del FARO Indios Verdes desde 2016. Ha colaborado en revistas digitales como Neotraba, Kametsa, El Guardatextos, Pez Banana y Página Salmón, entre otras.