COSTAL DE HUESOS

POR CLAUDIA ALEJANDRA COLOSIO GARCÍA

La resistencia del cuerpo al crujir de huesos es un pilar dignificante en la adultez. El mayor orgullo lo ostentan los vencedores a los estragos de la decadencia física; quien carece del medio de escape o subestima su gravedad, se hunde en la humillación de convertirse en material de carpintería. Lo entiendo porque he recordado en la enfermedad, frente al espejo, que habito una cáscara que pierde sus jugos.

Me vi de la cintura hacia arriba hasta que entendí que mis rótulas llevan escritas la marca comercial de la maquiladora materna. La presión ha puesto en conflicto dramático todas las piezas internas de mi porcelana, y carecen de garantía.

La lesión de los tejidos óseos tiene una anatomía particular, ya que sus implicaciones sociales y personales le imprimen el sentido al dolor. Se asemeja a un fracaso y se asocia al gorgoteo de la vejez. El esfuerzo recibe un final insatisfactorio, inflama la musculatura efervescente del rostro y deja la herida expuesta, desde la capa epidérmica hasta el hueso. El agravio viola el principio de que el organismo es la maquinaria perfecta.

Los vaivenes de la anatomía esquelética propia, siempre desparpajada, me permiten compartir la tortura bajo los pliegues de mis instrumentos de movimiento. Una aflicción que no se mira, la que se calla, y que hoy representa un síntoma adicional de la derrota contemporánea. 

Se dice que los miembros lastimados implican vejez (hay riesgo de muerte prematura), justifican la desilusión (me chingué la rodilla), refrendan el paso del tiempo (quiero una rodilla nueva); promueven la empatía nostálgica (qué bueno verte igual de arruinado que yo) y reafirman la superioridad de la carne blanda (tengo suerte de no verme como tú). Un dolor entre el fémur y la tibia materializan la sonoridad del cansancio. 

El deterioro físico comprueba los procesos de pérdida que el individuo sufre a lo largo de su vida. La soledad es una carencia más de nutrientes que lo somete al espectáculo del desamparo. Mientras, la sociabilidad reclama estrategias para simular una salud utópica que se traduce en vendajes de paños teñidos con los tonos de temporada. La cojera permanente debe ser también colorida.

El cuerpo duele porque desarrolla estrategias de combate. Extrae una revolución desde los recovecos de sus formas; corrompe la rigidez. En respuesta,  las necesidades de supervivencia se reducen a gajes del oficio, o a los problemas asociados a la inferioridad técnica de un recipiente biológico, al cual se le prohíbe la tristeza, pero el llanto lubrica mejor. 

En el discurso humorístico pulula el desdén por el cuidado del cuerpo, salvo entre algunos obsesos quienes preparan el mejor cadáver posible (gana quien ofrece una mayor ofrenda de carne magra a los gusanos). Los pedazos visibles del organismo monopolizan su importancia como terreno de combate y espacio de ejercicio de poder. 

El humor se vuelve el fármaco; el cabestrillo, la resignación. La compañía de los chistes alivia con la intensidad del analgésico de libre venta, porque en algún lugar del mundo alguien ridiculiza tus vértebras desde las suyas. La risa hace más llevadero el malestar. La preocupación por la insensibilidad de la carne lleva a los toxicómanos a terapias de fractura para lo que realmente nos deriva de un problema congénito. Tememos el consecuente rechazo ante lo endeble. La osamenta carece de un día de descanso porque la juventud se considera un seguro contra daños. 

La fractura equivale a la caída del árbol de marfil que se estrella contra el pavimento; el esguince altera la sangre y fluidos en argamasa pútrida entre los corrillos de músculos y tendones. Ambas situaciones prueban los límites del roce incorrecto, forzado, en los actos simples como prevenir un paso sobre una acera crujiente, cuando la masa muscular está empobrecida y se inflama la impertinencia. La detección de este y otros traumatismos físicos y espirituales parte de un procedimiento sistemático.

El descuido, el quebranto y la explotación son los primeros síntomas de la avería. Los indicios se acompañan de punzadas repentinas. El chisqueo deletrea improperios y quejas. Sigue una lenta inmovilización y con ello, la pausa en la existencia. Según la fuerza de choque, la voz humana se calcifica en gritos hasta que queda al descubierto solo la materia prima de un albo instrumento ancestral. 

Entrego mi cuerpo al tacto violento de la auscultación. Desnudo un brazo ante la plancha de la fotografía radioactiva. Y lo veo. El hombro lleva en su interior las huellas digitales de generaciones desconocidas. Y está allí, dentro, la incertidumbre de mi juventud, destinada a la permanencia en el lecho, a las compresas hirvientes, a la lástima. Siento la tiranía del miedo al escuchar que sólo un armazón de plástico, electrodos y calores reanimarán una trayectoria familiar inflamada que termina conmigo. El pecado original proviene de la malformación ósea compartida entre dos segmentos anatómicos: el brazo y la pierna.

El diagnóstico es un rezo en clave que destaca una palabra: hiperpresión. Encarna el rechazo del cartílago, de mi biología personal, al esfuerzo ante el doblez cotidiano que replico desde la infancia. En el daño, mi corporalidad desentierra un acto revolucionario ante el maltrato de la jornada laboral injusta.

Vivimos en una luxación. Los miembros se separan entre sí para alcanzar las expectativas de la lectura tradicional de la madurez; su esfuerzo supera los límites de la piel. Se empeñan años de trabajo por músculos solidificados y piezas rotas que nunca obtendrán la compensación merecida. Mientras, vivo alrededor de desahuciados que ignoran el dictamen de sus cuerpos de cartonería. Se creyó que había una tierra prometida, compuesta de un valle de esqueletos firmes, con las necesidades satisfechas. Queda tan lejos como el sueño gráfico de José Guadalupe Posada del baile al desnudo más soberbio. 

Fracturas, esguinces y desgarres se originan de una aplicación de fuerza inmoderada. Los huesos saben de roces injustificados, se reconocen en las piezas aplastadas por los mecanismos de la motricidad y se defienden autodestruyéndose. 

El pensamiento romantiza la espectacularidad del estallido óseo. Es por ello que el temor al rechazo resulta el verderaro dolor prematuro de cadera generacional. Porque el andar por ahí con el cuello torcido, las muñecas inflamadas y las rodillas vacías se traduce en marca de identidad incorrecta. 

La responsabilidad por la desatención a las advertencias articulatorias depende, en parte, del estereotipo de que aquello compete exclusivamente a las preocupaciones del adulto mayor. En cambio, somos cada vez más quienes sufrimos el reproche corpóreo antes de los treinta años. La vejez no es factor definitorio de esta condena. La culpa inherente por la necesidad de receso corporal, a cualquier edad, se transforma a su vez en una culpa punzante cuando las señales se definen como incapacidades permanentes, cuando las ramas se desmoronan en astillas dispersas. 

Hace mucho que la férula y los fármacos se volvieron las mordazas necesarias para sostener humanidades petrificadas que defienden a capa y espada el sueño de la verticalidad implacable. Reconozco a mis iguales por los decibeles de sus crujidos. La bioseguridad se compone del tablero cuadrado de serpientes y escaleras que salta de los pulmones a las gónadas, sus prioridades. No obstante, también he visto torsos que se inflaman, orgullosos, porque ven en su coyuntura doliente la recompensa justa por un salario. Intercambian desgarres por la presunción de una mayor entrega. Mientras unos reciben la lesión cual carta de inutilidad permanente, otros lo ven como signo estético —y quebradizo en su falsedad— de sabiduría.

El bastón apoya el traslado de cerebros enormes que miran el vidrio empañado del escaparate donde no aparecen. Esos espacios son ocupados por otros que piensan que eventualmente no tendrán una tercera pierna de madera. Envidio la estructura metálica que sostenía los cadáveres en los estudios fotográficos del siglo XIX porque vendía la ilusión de cuerpos indoloros. El desánimo bajo el ¿por qué a mí? me impide reconocer la dignidad de quien siempre se ha apoyado en las barras, me provoca la invocación de movilidades imposibles, el vaivén feérico del gato y el desplazamiento libre del corredor. Extraño la brisa en el espacio momentáneo entre mi pie y el suelo.

Existe una jerarquía ortopédica del prestigio en la cual se tipifican los problemas con base en su capital anecdótico y por cuánto reflejan el comportamiento. El trauma transgrede el sentido de la banalidad del desgaste fortuito; es la penitencia del aventurero. El collarín condecora la temeridad entre adolescentes al volante. La rotura ostenta mayor elegancia que el esguince, porque la primera implica una vivencia física intensa para medir los alcances de la locura o la valentía. En cambio, el segundo se juzga como la torpeza de quien dobló su tobillo en el baño. Seduce la desfachatez del momento de impacto y el triunfo de la literalidad de besar el suelo. 

El tratamiento para el daño del cuerpo y el alma consiste en una serie de movimientos repetitivos que reanuden el desempeño social de rótulas enfermas por libertad de oscilación. El potencial del régimen rehabilitatorio se basa en el vasallaje ciego a un sistema de tuercas, el cual requiere la ingesta de desinflamatorios de nunca me va a pasar, la inyección de esteroides de obediencia y la rutina terapéutica de negar que la existencia se mide en accidentes. El tejido óseo es la herramienta por antonomasia, el capital primigenio del hombre y la mujer, y se ha confundido su fecha de caducidad extendida con un permiso para la negligencia.

El cuerpo exige el protagonismo crudo de hematomas y pieles enrojecidas hasta la muerte, y aún después, el esqueleto se rehúsa a la existencia estéril porque se sabe la última voz narrativa. Es el vestigio poroso que el humano hereda a la tierra a través del tiempo. Dicen que sin raspones faltó infancia porque la estructura corpórea es naturalmente reticente al olvido. El dolor genuino de un pie metido en una zanja articula un clamor genuino, del que sólo queda reaprender a caminar, así sea con plantillas y muletas.

Claudia Colosio García (Caborca, 1991). Es Doctora en Literatura Hispánica por El Colegio de San Luis. Fue beneficiaria del programa PECDA Sonora en la categoría de Investigación Artística (2015). Formó parte del Taller de escritura creativa “Los signos en rotación” de la Caravana Cultural Interfaz en Sinaloa (2015) y del Diplomado Virtual de Creación Literaria del INBAL (2020). Obtuvo el tercer lugar en el Concurso Internacional de Ensayos “Miradas de Iberoamérica” del Programa Iber-Rutas de la Secretaría General Iberoamericana (2020) y cuenta con narrativa publicada en el portal Círculo de Poesía.